En
casa de Petrozza encontré un libro. Uno bastante extraño. La porta era toda
gris, sin ilustraciones ni nada, y en el centro del libro, a letras doradas, el
título, en una tipografía muy rara: El
canguro cleptómano. A su autor, Juan J. Aroca, jamás le había escuchado
mencionar si quiera. La editorial era Oasis; tampoco me era familiar.
Luego,
en el parque México, la encontré a ella. Una chica, una mujer, rarísima. Estaba
sentada en una de las bancas del redondel, miraba hacia el horizonte, o lo que
sería el horizonte si no se interpusieran todos esos árboles y edificios, y
tenía la mirada ida y bella a la vez. Era rubia, delgada, de ojos azules. El
cabello lo llevaba suelto, lacio, al hombro. Su ropa era la ropa que se usaba
en 1980. A su lado, había unas gafas de sol, que sostenía con el meñique de su
mano derecha.
Serían
las doce del día, o la una, no sé, pero antes de la hora de la comida, que en
México oscila entre las dos y las tres de la tarde. Me senté junto a ella,
sobre la misma banca; me gustó inmediatamente la vi. Lucía como una chica
solitaria, y lo era (lo es). Aun así, entablé conversación. Lo primero que
salió de mi boca fue: ¿has leído un buen libro últimamente? Lo dije disimulando
mi interés, mirando al horizonte, o el punto en el horizonte a donde ella
miraba, aunque deseaba mirar sus ojos, su nariz, sus labios, todo su hermoso
rostro enajenadamente, por media hora o así. Mi pregunta la sacó de su
ensimismamiento, pegó un brinquito; acto seguido, se ruborizó por haberse
asustado de mí, y dijo: ¿cómo? Sonreí y repetí la pregunta: ¿has leído un buen
libro últimamente? Llevó la vista al cielo, lo pensó un segundo y contestó que
no. Luego, me regresó la pregunta. Miré al cielo, lo pensé un par de segundos y
respondí que tampoco. Ambos reímos.
Después
de eso ya no hablamos. Ella se puso las gafas y yo me quedé mirando a los
chicos. Había muchos. Patinaban, jugaban soccer, paseaban perros o daban la
vuelta. También había otras chicas, pero ninguna tan bella como la que había
encontrado aquella tarde.
Luego de algunos minutos, debido a un vehemente deseo de no perder la comunicación
o la oportunidad de comunicación futura, dije: ¿Sabes?, sí he leído un buen
libro últimamente. Se quitó las gafas de la cara y me miró, con una naturalidad
que auguraba un buen desenlace. Sí, dije, ¿has leído El canguro cleptómano de
Juan J. Aroca? Hecha una risa, preguntó: ¿el canguro qué! El canguro
cleptómano, repetí, serio, como si se tratase de haber leído los ensayos
fenomenológicos sobre poética del espacio de Gaston Bachelard, o algún tratado
de Gabriel Marcel. Movió la cabeza negativamente y aseguró que le encantaría
leerlo sólo de conocer el nombre. Sí, es un buen nombre. Un nombre que intriga,
sobre todo, porque está impreso sobre un fondo gris, sin ninguna otra pista que
las letras doradas del título, y además, un canguro es una cosa de por sí
intrigante, y siendo cleptómano, bueno… es un titulo que atrae, aunque en el
fondo se sepa que puede traer consigo una decepción muy grande, al ver, por
ejemplo, que es un libro para niños. No sé si sea un libro para niños, nunca lo
leí; no más de las primeras páginas, de las que puede sacar en claro que el
protagonista es un chico de catorce años, al que un tío rico que regresa de un
largo viaje a Australia le trae como regalo un canguro. Después, el argumento
se adivina: el canguro vive en casa del niño y las cosas comienzan a
desaparecer. Joyas y documentos importantes (la familia del chico es una
familia rica). Es posible que al final no sea el canguro quien ha robado todas
esas cosas, o que el canguro no sea un canguro, algo al estilo de los misterios
de Scooby Doo. No sé, no terminé de leerlo. Pero todo eso se lo conté a Sandra
después de invitarla a comer.
No
lo pensé demasiado, tenía hambre y pregunté si ella había comido. No habíamos
comido, así que dije: ¿vamos a comer? Me miró y asintió con la cabeza. No fue
una invitación formal ni nada, cosa que estuvo bien porque de otro modo estoy
seguro que Sandra no hubiese aceptado. Me confesó mientras caminábamos en busca
de un restaurante que odia a los chicos que se acercan a ella en plan de ligue.
Bueno, dije, la verdad es que yo me acerqué a ti porque… bueno… tienes unos
ojos muy bonitos y… Ella rio y dijo que me despreocupara, que ya sabía por qué
me había acercado a ella. También dijo que sabía que yo no era un chico como
todos. Aquí pasaron dos cosas: primero, cruzamos la calle despistadamente y
casi nos atropellan, y dos, fue el momento justo cuando recordé que no tenía
dinero. Hace mucho tiempo dejé de tener dinero. Hablo de no tener un peso. Vivo
y como en casa de Petrozza, leo, escribo, salgo a caminar. No genero demasiados
gastos, pero no puedo invitar a una chica a comer a un restaurante.
Le
pregunté si realmente quería leer el libro. Yo podría prestárselo. Le pregunté
si le gustaba comer en casa, o prefería un restaurante. Deseaba invitarla a
comer a casa de Petrozza sin confesarle mi pobreza y sin que hacerlo se
convirtiese en un fracaso. Sandra y yo entablamos una amistad inmediatamente,
como si nos conociéramos de años atrás. No tuve que rogar demasiado ni quedar
como un idiota. Ella misma se entusiasmó con la idea de ir a comer a mi casa.
Dijo que podíamos preparar algo bueno. En realidad, el refrigerador de Petrozza
siempre estás casi vacío; sería casi imposible preparar algo si quiera. Debía
explicarle esto, y que no era mi casa sino la de un amigo y yo vivía allí
temporalmente (un temporada tan larga como la eternidad). Yo quería explicarle
todo eso pero de algún modo con Sandra uno no tenía que explicarse demasiado.
Entramos al apartamento. Sandra dijo: ¿de
quién es este departamento? No recuerdo haberle dicho que el departamento no
era mío; lo supo porque lo leyó en mis ojo (?), según lo que me dijo cuando le
pregunté cómo lo había adivinado. No le importó si era mío o no. Se sentó en el
sofá, desfachatadamente, y preguntó por la comida y el libro. A eso vinimos,
¿no? Caminé al librero donde estaba El canguro cleptómano y lo saqué. Caminé de
regreso a Sandra y le estiré el libro. Lo cogió sin interés. Lo miró. Lo ojeó.
Lo cerró. Lo puso en el brazo del sofá y eso fue todo. El libro era más
atractivo y espectacular cuando se hablaba de él que cuando se le tenía en
frente. Era un libro gris, como ya dije, con letras doradas y el título de un
cuento infantil (aunque era una novela).
Aquí sucedió. Como si todo lo anterior fuese
un preámbulo (seguramente lo era), como si la misión de cumplir la promesa de
hacerle ver un libro como lo describí fuese tan sólo la introducción a un
destino; algo que debía ocurrir. Me senté junto a ella, sin decir nada más
sobre el libro. Me pegó un beso en la mejilla, se levantó, y llevando toda la
belleza de su cuerpo a la cocina, anunció que ella se haría cargo de la comida.
Me quedé clavado en el sofá, sin creer que esa chica tan maravillosa… pero creyendo
que no podía ser de otro modo…
2
¿A
qué te dedicas?, preguntó. Suspiré profundo. Una vez más debía decirlo: soy
poeta, dije. Leo poesía y escribo poesía. Ya, respondió al tiempo que
sacaba queso del refrigerador y lo echaba a un sartén con champiñones. ¿Y
tú cómo te llamas?, pregunté.
Todo esto fue el comienzo de nuestra historia.
Sandra llegó para quedarse. La encontré un buen día sentada en el parque, a una
chica rarísima que tenía la manía de nunca mirar comerciales (era capaz de
taparse los ojos y oídos con tal de que esa mierda
no entrara en su cerebro). No leía poesía ni le interesaba la poesía en
absoluto. Esto era un alivio porque no debía someter mi trabajo al juicio de
alguien más.
Me dijo su nombre y preguntó el mío. No se
burló ni hizo comentarios. Fue la primera persona que recibió la respuesta sin
inmutarse, sin preguntar cómo, qué, o el significado de mi nombre.
EXCELENTE,GRACIAS POR COMPARTIR.
ResponderEliminarHola amigos Whiskeros. Siempre que puedo os sigo, por esa razón desde mi blog elcuentahistorias os he querido premiar con un enlace muy especial.
ResponderEliminarhttp://juank-elcuentahistorias.blogspot.com.es/2013/07/premio-dardos.html
Hubo alguna vez, hace muchos años un maestro de literatura, al que le agradezco el gusto por la lectura. El fue quien me dió a leer el canguro cleptomano, un cuento ligero, de esto hace ya muchos años (1973)
ResponderEliminarPosiblemente el Maestro que te lo dió a leer es HEctor Manuel León Romo, maestro de Literatura de la Sec. No 75 de la Cd. de México.
ResponderEliminarEs mi tío y también me dió el libro. Lo leí en mi infancia.
EliminarExcelente maestro, también fui a la 75 Dionisia Zamora Pallares en esa época y tengo buenos recuerdos. saludos
ResponderEliminarGracias!!!!! Que bueno
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