Aquella
calurosa tarde de mayo, mi fiel amigo y maestro, el señor Filigrana, y yo,
fuimos sacados de las instalaciones de la empresa por Murrieta, nuestro gerente
de ventas, quien exigía trabajásemos la calle. Trabajar la calle significaba
tocar puertas. Ir, de local en local, ofreciendo nuestros servicios
inmobiliarios. Eso, en teoría. En realidad significaba caminar sin rumbo bajo
el bravo sol y repartir panfletos publicitarios sin la menor intención de
vender. Estirar la mano y contar hasta diez. Si nadie coge el panfleto, dejarlo
caer. Hacer basura la calle para decir a Murrieta: sal y ve, hemos repartido
todo y los hijos de puta han dejado caer la publicidad. Esto no sería mentir;
los pocos que cogieran el panfleto lo dejarían caer luego de una ojeada. Un
trabajo sin sentido. Las estadísticas, incluso, dicen que sólo el dos por
ciento del trabajo de volanteo se convertirá en venta. Pero como dijo Mark
Twain, "hay tres tipos de mentiras: la mentira, la maldita mentira, y la
estadística… pues la estadística es la ciencia que dice que si me vecino tiene
dos coches, ambos tenemos uno".
2
Comenzamos
por la calle de Madero, para no alejarnos demasiado. A las primeras calles el
sudor empapó nuestros cuerpos, sobre todo el de Fili, que era un señor de
ciento ochenta kilos y medía casi metro y medio.
¡Por el sueldo que nos pagan!, se quejaba
Filigrana, ¡ésta es la era de la esclavitud moderna; no tenemos grillete, pero
tenemos necesidad! Yo asentía con la cabeza, sin hablar; no deseaba cansarme
hablando. ¡Ya quisiera ver a Murrieta tallar la calle, ese hijo de puta no
despega las nalgas de la silla! ¡Apuesto que no llegaría ni al Zócalo! Las
cortas piernas de Fili daban dos pasos por cada paso mío. Debe sufrir el doble
de lo que sufro yo, pensé, si recorro un kilómetro, él habrá recorrido dos.
Al llegar la calle de Bolivar saqué un manojo
de panfletos de la petaca. Filigrana me miró asombrado. ¿Qué haces?, preguntó.
Allá, dije, hay un local con empleados. Entraré. Fili, con sus ojitos verdes,
me miraba atónito. Doblé en Bolivar, hacia el local. Era un local de ropa, y
dentro, al menos cinco empleados atendían. Quizá uno de ellos… ¡Estás loco!,
gritó Fili, sin dejar de seguirme hasta el local.
Buenas tardes, mi nombre es Martin Petrozza, me
presenté, vengo de Casas Geo, soy asesor inmobiliario, ¿alguno de ustedes está interesado en… No
terminé la pregunta, antes, las cinco cabezas negaron y me echaron sin dejarme
siquiera explicar los beneficios de la empresa.
Fuera, Fili me paró en seco. Dijo: ¿es que no
has aprendido algo? Lo miré sin entender la cosa. Se refería a la vez que fuimos a la
fábrica de juguetes. Esta gente no gana lo suficiente para comprar una casa.
Tenía razón, pero, ¿qué podía hacer?, el que no arriesga no gana. Paramos en la
esquina de Bolivar y Cinco de Mayo. ¿De verdad quieres hacerlo?, preguntó
Filigrana, escéptico, pero decidido. No podía creerse que yo quisiera trabajar.
¡Con el sueldo que nos pagan!, repetía. La intención de Filigrana era hacer el
loco y regresar con Murrieta en un par de horas o así, decirle: nos fue bien,
ya saldrá algo de esto. Quizá fuese el sol, que me torcía el cerebro, pero…
bueno, deseaba intentarlo.
Si quieres hacerlo, hagámoslo, ¡pero a lo
grande!, exclamó. Venga, dije, ¡y qué es hacerlo a lo grande!, ¿quieres que
vayamos con el Presidente? Filigrana se frotó las manos. Petrozza, dijo, tienes
mucho que aprender. Observa y aprende.
A pesar de sus quejas, de sus reclamos y de su
pesimismo, Filigrana era un genio de las ventas. Se llevó un dedo a la boca, lo
ensalivó y lo levantó al cielo, calculando de dónde venía el aire. Finalmente,
dijo: ¡por allá! Acto seguido, echó a andar. Alcé los hombros y le seguí, ¡qué
otra cosa podía hacer! Era difícil seguirlo a pesar de sus cortas piernas.
No muy lejos, sobre la misma calle de Bolivar:
HOTEL RITZ. ¡Aquí!, exclamó. Miré las majestuosas puertas del hotel. ¡Bingo!,
pensé, Fili es bueno.
Filigrana hizo las presentaciones, explicó que
veníamos de Casa Geo y deseábamos contactar a la persona encargada de Recursos
Humanos. Teníamos algo importante que
decir, algo verdaderamente importante para esta empresa y todos sus empleados.
Hablaba como si creyese sus palabras, con ánimo, tanto, que incluso yo llegué a
pensar que algo verdaderamente importante tramaba este camarada.
El guarda de seguridad miró a Filigrana como
quien mira a un loco, pero tras pensarlo un par de segundos dijo: sobre la
misma calle, pero en el número 20. Toquen la puerta, allí es el acceso a
Recursos Humanos. Muchas gracias, amable señor, exclamó Filigrana, y sin perder
tiempo, me sacó de allí del brazo y me llevó hasta el número 20 de la misma
calle.
Las puertas de servicio no eran tan
impresionantes. Lo mismo podrían ser las puerta del inframundo, de un basurero,
de una vecindad, o del HOTEL RITZ. Un guarda de seguridad nos abrió la puerta.
Era un tipo alto, fornido, con la cabeza rapada y un aparato en la oreja
derecha. Buenas tardes, gran señor, mi nombre es Filigrana F., su amigo y
servidor… Filigrana estiró la mano al simio y éste se la estrujó. Fili tenía el
tacto para hacerse entender. A todos halagaba y se hubiese ganado la simpatía
del mismísimo Lucifer. Sonreía de oreja a oreja y no aceptaba un no como
respuesta. Solicitó presentarse con el encargado de Recursos Humanos. ¿Tienen
cita?, preguntó el guarda. La cosa está jodida, pensé, pero no contaba con las
artimañas de Filigrana. Por supuesto. Pronunció las palabras dotándolas de la
obviedad del más grande de los axiomas matemáticos: 2 más 2 son cuatro, como
nosotros tenemos cita. El guarda se llevó la mano al aparato en la oreja y
comenzó a hablar. Hay dos señores que le buscan, dijo, viene de… ¿de dónde
dicen que viene?, preguntó. De Casas Geo, repitió Fili. No, pensé, esto no
marchará, no tenemos cita y no vamos a engañar a nadie. Sí, el señor Filigrana
y el señor…, dijo el guarda al aparato. El señor Petrozza, completé la frase.
…Y el señor Petrozza, anunció el guarda. Hubo un silencio. El entrecejo del
guarda se frunció. Filigrana sonreía como un ingenuo hombre al que han dado una
cita y no será capaz de entender si le dicen que no. Sí…, decía el guarda,
bien… dos personas… de Casas Geo. El guarda asintió con la cabeza y,
dirigiéndose a nosotros, dijo: registren sus nombres en la libreta y muéstrenme
sus identificaciones. ¡Lo había logrado, el cabrón de Filigrana lo había
logrado!
En la libreta había que apuntar algo más que
nuestros nombres. Fecha, hora de entrada,
nombre, empresa a la que representa, persona con la que se dirige… Filigrana me
miró dudar y me pegó un golpecito en el brazo. Entendí la cosa. Puse: gerente
de Recursos Humanos.
El guarda nos hizo pasar. Subiendo la
escalera, segundo piso, primera puerta, dijo. Al subir las escaleras Filigrana
me palmeó la espalda. Mucho que aprender, Petrozza, mucho que aprender. Asentí
con la cabeza, sabía reconocer al maestro cuando le tenía enfrente.
3
Nos
recibió la señorita Villafuerte. Señorita es un decir, en realidad era una
señora de cincuenta y tantos tacos, baja, morena y amargada como lima agría.
Nos interrogó los nombres y el motivo de nuestra visita. Acto seguido, buscó en
el ordenador la cita que supuestamente teníamos concertada. Antes que acabara,
Fili se soltó con un rollo encantador sobre nuestras intenciones y la
importancia de hacer saber a TODO el personal del hotel información relacionada
a su derecho de adquirir vivienda. Centró el caso al particular ejemplo de la
señorita Villafuerte. Le explicó, con peras y manzanas cómo ella podía comprar
una casa sin soltar un peso, por medio del crédito INFONAVIT, crédito bendito,
derecho de todo trabajador. Lo hacía de tal modo que despertaba en las personas
el anhelo y la fuerza de exigir al patrón el uso de dicho crédito. Nuestros
patrones quitan el cinco por ciento de nuestro suelo y lo ahorran en lo que
conocemos como saldo de la subcuenta de vivienda. Sí, esos hijos de puta se
guardan nuestro ingreso y es derecho nuestro exigir el buen manejo de dichos
fondos destinados a la adquisición de un bien inmueble. Daban ganas de hacer
huelga. La señorita Villafuerte quedó encantada con la verborrea ciceranea de
Fili. Dejó de buscar la cita en el ordenador e interesada, fue la primer
víctima de nuestro asalto. Logramos sacar de ella nombre, fecha de nacimiento y
número de seguro social. Regla número uno del maestro Filigrana: vende primero
a los sirvientes del gran jefe y ellos
mismos te abrirán todas las puertas.
Filigrana movía las manos al hablar. Se
levantaba de la silla. Hacía gestos con la cara que nunca hubiese imaginado en
él. Te seducía. Según su teoría, todos los trabajadores deberían estar bien
informados de cómo usar sus créditos. Y esta, era labor nuestra. Sí, nosotros,
inocentes ovejas del Señor, en una lucha benefactora y largo peregrinar, sin
intereses lucrativos, visitábamos empresa tras empresa llevando nuestro mensaje,
que era el mensaje del Señor. Por la libertad, por el pueblo, por el derecho a
vivir dignamente, ella, la señorita Villafuerte, debía autorizarnos la entrada a una plática comunal con todos los
trabajadores de su majestuosa empresa. Debía,
ella, pues habiendo escuchado la palabra del Señor era ahora
responsabilidad suya, hacer llegar nuestro mensaje a la Directora de Recursos
Humanos de HOTEL RITZ. La señorita Villafuerte nos agendó cita con su patrona,
la Contadora Camacho, la semana siguiente. Le estrechamos la mano calurosamente
y nos retiramos haciendo reverencia… Amén.
4
Abracé
a Fili entusiasmado. Le dije lo bueno que era y lo mucho que le admiraba. Le
palmeé la espalda. Le dije que yo mismo invitaría la comida hoy. Fili no se
movía. Caminaba orgulloso por la calle de Bolivar, hacia Madero, sin
emocionarse. Hasta que mencioné la invitación. Entonces se sobó la barriga y
comentó de unas ganas venidas de hace meses de comer tacos de birria. ¡Tacos de
birria!, exclamé. ¡Hazlos en tu panza, cabronazo, yo invito!
Aquella calurosa tarde de mayo, mi fiel amigo
y maestro, el señor Filigrana, y yo, comimos tacos de birria en un puesto
callejero, ardiente como el fuego, sobre la calle de Juárez y Balderas. Comimos
hasta hartarnos, felices de nuestro éxito.
5
Bueno,
nuestro éxito y felicidad se esfumaron la semana siguiente, en presencia de la
Contadora Camacho, una señorona más temible que el mismo Diablo.
Acudimos puntuales a la cita, llenos de
esperanza, incluso Fili, que sin aceptarlo, con una falsa modestia, sentíase el
amo y señor de las ventas. Repitió el rollo frente a la Contadora, exponiendo
las virtudes de nuestros servicios, pero no fue fácil. La Contadora Camacho fue
directa: aquí han venido decenas como ustedes, de la misma inmobiliaria y de
otras. Vendedores de coches, de seguros de vida, de cursos de inglés, de
uniformes empresariales, pero ninguno ha sabido entender. Viene, hablan, se
pavonean y desean que se les permita el libre acceso al personal. Desean vender
y cobrar por sus ventas, y luego… Hubo un silencio. La Contadora Camacho frotó
el pulgar y el índice. ¿Y luego qué?, pregunté ingenuo. Y luego cobran y yo no veo claro, dijo la Contadora. Otro
Silencio. Esta vez se daba a entender. La bruja quería ganar de nuestras
ganancias. Objetivamente era justo, pero… Pongámoslo así: por cada venta
realizada a estos empleados Filigrana y yo cobraríamos entre ochocientos y mil
doscientos pesos. En realidad, muy poco. Si encima pagásemos a esta señora la
mitad de nuestro ingreso, quedaría casi nada. Ella, la Contadora, no habría
trabajado lo mínimo; se limitaría a rascarse la panza y cobrar, y nosotros,
bueno… el trámite administrativo, la labor de venta, la gestoría del trámite.
Todo eso apenas valía la comisión que recibiríamos de Casas Geo.
Filigrana se rascó la barbilla. Lo pensó un
par de segundos. Yo le miraba atónito. ¿Qué pensaba hacer el amo y señor de las
vetas frente a una situación así? ¿Realmente se pensó, él, con tanta
experiencia en el mercado que alguien, quien sea, abrirá las puertas de la mina
de oro sin esperar algo a cambio? Doscientos pesos por venta, pronunció
Filigrana, decidido, aventurado. La Contadora rió en nuestras caras. Dos mil
pesos por venta, dijo. ¡Pero eso no lo cobraremos ni nosotros!, pensamos al
unísono, en una mirada cómplice. Quinientos, dije yo, pensando en que al menos
podríamos sacar veinte ventas. Mil quinientos, exclamó la Contadora, lo toman o
lo dejan.
Filigrana fingió pensar. No podía decirle: ni
nosotros cobramos eso, porque no deseaba informar a la Contadora que éramos un
par de puñeteros vendedores a sueldo mínimo y comisiones risibles. Todo el
mundo se piensa que vender casas es la ostia, y puede ser, pero no en Casas
Geo. Aquí hay un dicho: no vender es un
suplicio, y vender: una tragedia.
Quedamos
en pensarlo seriamente, aunque sabíamos que no lo pensaríamos un segundo más.
Incosteable. Nos despedimos educadamente y salimos con la cola entre las patas.
Nuestro sueño, una vez más, se desplomaba ante la realidad: vivimos en un mundo
de cabrones, y nosotros somos los menos cabrones de todos.
Genial
ResponderEliminarBuenas letras
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