Estaba sentado en mi oficina,
pensando en Simona y en mis problemas económicos. Simona se había hecho cargo
del alquiler los últimos tres meses y ya no podía soportarlo. Necesitaba mi
ayuda, las deudas la estaban aplastando. Hace dos meses me había contratado
como asesor inmobiliario, como vendedor de casas; pero la cosa no iba muy bien.
No había vendido una sola casa, lo que equivale a decir que no había cobrado un
maldito cheque desde que llegué aquí. Había gastado más plata en pasajes y
comidas de lo que había sacado de este trabajo. En eso, sonó el teléfono. Lo
cogí. Era Murrieta, mi jefe. Quería hablar conmigo en su oficina.
Entré sin anunciarme. ¿Y bien?, dije. Murrieta
quitó la vista del ordenador y me miró. Me miró de arriba a abajo. Tenía el
ceño fruncido. Tome asiento, señor Petrozza, dijo. Ya, dije y tomé asiento. Se
aclaró la garganta. Podía verlo venir, mi despido inmediato. Murrieta apretó
algunas teclas del ordenador y una hoja se deslizó suavemente por la máquina
impresora. La señaló. La miré sin comprenderlo. ¡Traiga acá la hoja!, gritó.
Ya, dije. Miré la hoja antes de sentarme de nuevo, era una tabla y había
números en ella, un dos y un cero. Murrieta me la arrancó de las manazas. La
puso sobre la mesa, y me explicó. El dos es el número de meses que lleva usted
en esta empresa. El cero, es su número de ventas. ¿Le dice algo?, preguntó
irónicamente. Lo miré a los ojos antes de contestar. No tuve tiempo de
contestar. ¡Si no vende una casa en esta semana, le echaré!, grito, ¡en esta
empresa no toleramos la improductividad! Hubo un silencio. ¿Qué esperaba que yo
dijera? ¡Ahora váyase!, gritó. Me levanté sin decir algo. Antes que pudiera
cruzar la puerta, me llamó: señor Petrozza… ¿Sí?... ¡Quiere usted decirme
porque DEMONIOS no porta el uniforme de la empresa! Él lo sabía muy bien, Dios,
el uniforme de la empresa era descontado a los vendedores de su primer pago, y
yo, bueno, aún no cobraba el primer pago. Levanté los hombros. Murrieta volvió
a rugir: ¡una semana, señor Petrozza, una semana!
2
Vender una casa implicaba mucho
más que el simple deseo de vender una casa. Había que encontrar a un incauto,
una pobre víctima del sistema INFONAVIT, y hacerle creer que comprar con
nosotros un departamento de cuarenta metros cuadrados, ubicado en el Estado de
México, municipio de Zumpango, lugar dejado de la mano de Dios, era su mejor
opción, y posiblemente, su única oportunidad de hacerse de un inmueble. Aunque
era verdad, en la mayoría de los casos, no dejabas de sentirte como un hijo de
puta, mandado a una familia a un desierto retirado de su trabajo dos horas y
media. Al parecer, a nadie le importaba; todos vendían seis o siete casas al
mes sin tocarse el corazón. De estas seis o siete casas, más de la mitad caían
en cancelación administrativa cuando los compradores se percataban de las
verdaderas circunstancias: más les valía pagar renta en DF que comprar en
Zumpango.
Bueno, tenía a Simona y a Murrieta encima,
debía vender, debía cobrar, y debía hacerlo en el resto de esta semana. De lo
contrario podría perder mi trabajo y mi mujer, regresar a las calles, y
olvidarme de la vida tal como la conocía hasta ese momento. Me pondría manos a
la obra, sin escrúpulos; eran ellos o yo.
3
Buenas tardes, ¿habla la señorita
Esquivel?... Buenas tardes, señorita Esquivel, llama el señor Martin Petrozza,
de Casas Geo… Ya… No se preocupe, le llamaré más tarde, disculpe la molestia.
Buenas tardes, ¿habla el
señor González?... Buenas tardes, señor
González, llama el señor Martin Petrozza, de Casas Geo… Ya… No se preocupe, le
llamaré más tarde, disculpe la molestia.
Buenas tardes, ¿habla el señor
López?... Buenas tardes, señor López, llama el señor Martin Petrozza, de Casas
Geo… Ya… No se preocupe, le llamaré más tarde, disculpe la molestia.
Buenas tardes, ¿habla el señor
Nájera?... Buenas tardes, señor Nájera, llama el señor Martin Petrozza, de
Casas Geo… Ya… No se preocupe, le llamaré más tarde, disculpe la molestia.
Daba la impresión que todos
tomaban un curso sobre cómo deshacerse de un asesor inmobiliario. La gente
siempre estaba ocupada cuando les llamaba. No era mi día de suerte. Dejé de
hacer llamadas y me puse a pensar. No podía pensar en otra cosa: el alquiler.
El maldito alquiler.
Le escuché venir por las escaleras, eran pasos
pesados y resoplidos, de una persona obesa. Sí, era él.
Venga, dijo Filigrana, quita esa cara
Petrozza, las cosas no pueden ir tan mal. Filigrana siempre llevaba una sonrisa
en la cara. Ya, dije. ¿Qué pasa? Se sentó en su escritorio. Le conté el asunto
con Murrieta. No jodas, dijo al tiempo que sacaba de su lonchera una torta de
jamón, ¿quiere una casa esta semana?, ¡vamos a darle cien casas esta semana! Dio
una gran mordida a su torta, como si de ello dependiera su vida, una buena
mordida, que acabó con la mitad de su bocadillo. No estaba para bromas y se lo
dije. Hablo en serio, exclamó con la bocaza llena, he encontrado una mina de oro. Sonrió. Le miré desconcertado.
A ver, dijo, dime, ¿qué clase de personas estarían dispuestas a largarse a
Zumpango sin chistar? Por un momento creí que el bocado se le salía de la boca,
pero lo atrapó con la lengua. Era como ver comer a un gran sapo. Lo pensé un
par de segundos mientras le miraba devorar la otra mitad. No sé, dije, algún
retrasado mental. Filigrana sacó un refresco y lo destapó. Vas bien, dijo, pero
además de eso, qué tipo de persona… no sé, Dios, alguien desesperado, sin
convicciones en la vida, alguien que gane menos que nosotros, si eso es
posible, y que no tenga opción, o… ¡Bingo!, gritó y dejó caer algo de baba
sobre su gran barriga. No hizo el intento de limpiarse.
Me lo explicó con lujo de detalle,
apasionadamente. Había encontrado una fábrica de juguetes en el Estado de
México, no demasiado de lejos de Zumpango. Alrededor de cuatrocientos obreros,
a salario mínimo. Son como bestias, dijo al tiempo que se limpiaba los dientes
con la lengua, no tendrán inconveniente en comprar en Zumpango, ¡porque ya
viven allí! ¿Si ya viven allí, porqué comprarían?, pregunté ingenuamente. Ay,
ay, dijo, si no has vendido te lo tienes merecido, Petrozza, ¿es que no lo ves?
Esa gente vive como ratas en casas de dos por dos, amontonados. Familias
enteras, incluyendo suegras, tíos, primos y las crías que vengan en camino.
¡Nuestras casas son como un sueño para ellos! Tenía sentido. Es cosa de ir,
continuó, ofrecer nuestros servicios. No tendrán que pagar nada porque
INFONAVIT los financiará, un sueño hecho realidad para esa gente, ¿capicci? Asentí con la cabeza, realmente
sorprendido: Filigrana había demostrado otro talento además del de engullir.
4
Nos tomó casi dos horas llegar. La
fábrica estaba sobre la carretera México-Pachuca, a media hora de Zumpango. Es
aquí, dijo Filigrana, extendiendo los brazos como si hubiese encontrado el
vellocino de oro. De algún modo lo había hecho. ¿Y bien?, pregunté. Esperaremos
a las dos de la tarde, dijo mirando su reloj, un reloj imitación de oro que
cortaba la circulación de su pezuña, la hora en que salen a comer. Cuando lo
hagan, ¡atacaremos! Dio un golpecito a su petaca. ¿Qué llevas dentro?,
pregunté. La abrió, para que echara un vistazo. Millares de folletería. Ya,
dije. Mientras tanto comamos algo, dijo, y sacó de su lonchera una torta,
enorme. Luego me miró. ¿Has traído comida?, preguntó. Negué con la cabeza. Lo
pensó un par de segundos y sacó otra torta de la lonchera. Puedes darle una
mordida, dijo, es de sardina. Venga, dije, he comido ya, no te apures, mentí.
No lo dije dos veces: guardó la torta en la lonchera y se sentó a comer sobre
la banqueta.
5
Los obreros eran realmente como
los describió Filigrana: bestias. Vestían pantalones caqui y playera sport.
También llevaban unas botas negras, pesadas, y algunos cascos y guantes.
Caminaban como autómatas. Incluso llegué a pensar que no hablarían español. No
estaba alejado de la verdad, cuando nos acercamos a ellos, nos miraban
atónitos. Filigrana les daba la mano en salutación, con entusiasmo. Se
presentaba como el Licenciado Filigrana,
asesor inmobiliario de Casas Geo, y les pedía un par de minutos para explicar
la razón de nuestra visita. Al principio no se interesaban, pero cuando les
daba el folleto y miraban las fotografías de las casas, fotografías arregladas
por diseñador, los ojos les brillaban. Filigrana era un vendedor estupendo, les
hacía ver que ellos, sí, ellos (aunque ellos mismos no lo creían) podían vivir
en un lugar así.
Fue una jornada dura, hablamos con decenas de
obreros interesados. Tomamos datos y prometimos contactarlos en cuanto
supiésemos el monto de crédito que les otorgaba el INFONAVIT. Todo en una hora,
porque los obreros debían regresar al curro.
Cuando terminamos, Filigrana me palmeó la
espalda. Guardó la libreta donde apuntó los datos como si tratase de un tesoro,
y dijo: dejaremos a Murrieta con la boca abierta, me corto un huevo si no. Ya,
dije.
6
Aquella noche regresé a casa
contento. Le dije a Simona que nuestra vida cambiaría. No quise contarle el
descubrimiento de Filigrana hasta que fuese real la victoria. Simona no lo
creyó demasiado, pero importaba poco, había conseguido el dato de al menos una
veintena de personas. Por probabilidades, debía vender al menos cinco casas de
eso.
7
Filigrana había acertado en una
cosa: esa gente estaría bien dispuesta a comprar. Pero había fallado en otras
tantas: el INFONAVIT prestaba a estas gentes mucho menos del valor de la casa
más barata. Créditos otorgados por ciento cincuenta mil pesos, ¡qué puede uno
comprar con eso!
De los veinte que tenía, sólo dos estaban
cerca. A uno le faltaban cincuenta mil pesos, y a otro diez mil. Contacté a
todos, pero ninguno tenía ahorros. Era como un sueño fallido. Encima, Murrieta
no dejaba de mirarme amenazadoramente. Yo sonreía. Era lo único que podía
hacer.
8
Bueno, la víctima era el señor
Teodosio Ramírez López. Le contacté telefónicamente para felicitarlo. Tienes
usted un crédito por doscientos cuarenta mil pesos. Teodosio no supo cómo
interpretarlo, ¿era una buena o mala noticia? Venga, le dije, la casa cuesta
doscientos cincuenta mil. Teodosio no contestó. ¿Le interesa la casa?,
pregunté, harto de su mutismo. Sí, dijo. Ya, dije, recabaré su documentación.
Bueno, contestó.
Le hice algunas preguntas de rigor. Edad:
cincuenta y tres años. Escolaridad: primaria. Número de dependientes
económicos: cinco, una esposa y cuatro hijos. Sueldo: dos mil pesos mensuales,
menos impuestos. Ahorros: ninguno. Verá, señor Teodosio, la casa vale
doscientos cincuenta mil, usted tiene un crédito por doscientos cuarenta mil…
No contestó. Quiero decir, hay una diferencia de diez mil pesos. Ajá, respondió
Teodosio. Luego silencio. Joder, pensé. ¿Los tiene?, pregunté tajante. No,
contestó tajante. Ya, dije, le llamaré en otra ocasión. Bueno, dijo Teodosio,
como si nada de lo que dije le
impactara. Quizá tenía razón, la cosa era sencilla: no tenía diez mil pesos en
efectivo. Adiós casa, adiós venta, adiós trabajo, adiós Simona.
9
Murrieta llamó por teléfono, de
su oficina a la mía. Señor Petrozza, ¿puede decirme qué día es hoy?, preguntó. Ya,
dije, ¿de verdad no lo sabe? Lo sé perfectamente, contestó Murrieta. No
esperaba este tipo de respuesta, pero, vamos, yo no esperaba este tipo de
pregunta. Es miércoles, dijo. Ya, dije, gracias por la información. ¿Cuántas
casas ha vendido de lunes a miércoles, señor Petrozza? Él lo sabía tan bien
cómo yo, joder: ninguna. Ninguna, contesté despreocupado. ¡Y por qué no ha
vendido ninguna casa! Tomé un segundo para respirar. Sentí ganas de bajar y
darle a Murrieta la surra de su vida, con mis propias manos… Estoy en eso,
Señor, deme al viernes y verá que no miento. ¡Más le vale!, gritó y colgó el
teléfono.
¿Murrieta?, preguntó Filigrana desde su lugar.
Asentí con la cabeza. Filigrana se levantó y vino hasta mi sitio. ¿Qué ha
sacado? Lo miré sin contestar, era obvio, nada había sacado. Se rascó la
barbilla. Había unas hojas sobre mi escritorio. Las leyó discretamente y luego
dijo: a ver, dame eso. No se las di, las tomó el mismo. Leyó en voz alta:
Teodosio Ramírez López. Había anotaciones a mano en esa hoja. ¿Le faltan diez
mil pesos?, preguntó interesado. Sí, respondí seco. ¡Excelente!, dijo, ya has
logrado una venta.
10
La cosa era maquiavélica, pero
segura. Podría vender la casa a Teodosio si aceptaba firmar un documento que le
obligaba a pagar los diez mil pesos a pagos, con un interés mensual, otorgado
por la financiera de Casas Geo. Un préstamo sobre otro préstamo, pagado con un
salario de dos mil pesos mensuales menos impuestos, una esposa y cuatro hijos,
para irse a vivir al culo del mundo. No creo que acepte, exclamé, nadie
aceptaría algo así. Filigrana me miró escéptico. Tomó el teléfono y marcó el
número del señor Teodosio.
Le escuché hablar por cuarenta minutos sobre
las ventajas de coger el crédito. Filigrana era un maestro de la elocuencia; se
le daba bien tratar con obreros. Hablaba y hablaba como una maldita máquina, y
en toda la conversación, estoy seguro, Teodosio pronunció el uno por ciento de
las palabras. Las palabras suficientes para que Filigrana colgase con una
sonrisa. ¡Has vendido una casa!, exclamó al borde de las lágrimas. Lágrimas de
emoción. Ya, dije, y ¿ahora qué? Filigrana se soltó con el rollo: había que
imprimir contratos, llevarlos a firmar a la fábrica de juguetes y traerlos de
vuelta. Enviarlos al departamento administrativo y violá, cobrar la comisión de venta.
No podía creerlo, había salvado el pellejo en
esta empresa de mierda. Fili, dije a Filigrana, ¿cuántas casas has vendido tú a
esos obreros? Filigrana sonrió de oreja a oreja, había hecho la pregunta
mágica. Unas doce, dijo, dos esta semana, tres la próxima, dos la que sigue de
la próxima, y posiblemente cuatro la siguiente, y… Joder, pensé, la grasa ha
absorbido el corazón de Filigrana. No se lo tienta para con esta gente.
Llamé a Murrieta de inmediato. Le di la noticia, como si se tratase de un gran logro. El hijo de las mil putas, sin excitarse, exclamó: bien, ahora vende o otra, o te vas la semana que viene. Acto seguido, colgó. Había entrado a la carrera del asno. Siempre con la zanahoria delante.
Un as no conocido.
ResponderEliminarEsa es la historia de todos hombre. Esclavos de nuestra propia "libertad"
ResponderEliminarMuy bueno!
ResponderEliminar"Excelente!!!!"
ResponderEliminarexelente!!!
ResponderEliminarSolidaridad
ResponderEliminarEstoy convencida de que la solidaridad puede salvar a nuestro mundo… o al menos hacerlo un poco mejor: la solidaridad con la Tierra, con los animales, con los seres humanos.
No importa si miras a quien o no… pero haz pequeños actos solidarios cada día. Si ves al vecino sin batería, pierde 5 minutos haciendo arrancar su automóvil con tu batería y así podrá llegar a buscar solución; si alguien está solo y enfermo: llévale una sopa; ¡tantas oportunidades de ser útil a alguien!, incluso en FB.
Cuando tus amigos -o amigos de amigos- escribe, publica algo bueno, gracioso, etc. dale un “Me gusta”, coméntalo si puedes perder 3 segundos, hazle saber lo que te causo. No esperes que te etiqueten, extiende tu mano virtual y hagamos de este medio que tod@s usamos una red amistosa.
Personalmente he ganado amig@s aquí y no fue porque me quedé mis opiniones, las expresé y compartí.
Empecemos la red solidaria y amable, para que el calentamiento global se mitigue, porque todo empieza en nuestros pensamientos-sentimientos-acciones-hábitos.
La admiración por lo que escriben mis compañeros de FB es sincera y me gusta saber que esbozan esa sonrisa de satisfacción, de saberse reconocidos.
Esta es una red social, significa que todos juntos podemos llegar a algo familiar, a una armonía, a corazones distantes.
Solo es una opinión, si estás de acuerdo, déjamelo saber. ¡Muchas gracias!!
ASI ANDAMOS UNOS CUANTOS QUE NOS DEDICAMOS A LAS VENTAS Y ESCRIBIMOS ADEMAS
ResponderEliminarinteresante, me gusta el tratamiento literario de esos vericuetos laborales de los vendedores. saludos. Laux
ResponderEliminarMe ha enganchado esta historia ¿habrá mas?
ResponderEliminarExcelente Petrozza!!
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