Hace más de cuatro meses llegué a
casa de Martin Petrozza, en calidad de huésped, sin novia, sin dinero y sin
esperanzas. Planeaba salir de allí, rehacer mi vida, pero habían pasado casi
cinco meses y no me encontraba en mejor situación que el día de mi llegada. Abuela
mandó dinero, mismo que se esfumó en menos tiempo del pensado, en farras y
farras con el amigo Petrozza. Ahora estaba hundido en un cuarto ajeno en un
departamento de la colonia Roma. Con hundido quiero decir: no me encontraba a
mí mismo.
A Petrozza no parecía molestarle mi estadía en
su casa, jamás mencionó palabra alguna sobre mi partida, ni me impulsó a buscar
empleo, pagar mis cuentas, a irme de allí.
También estaba Simona, con quien
vivía mi amigo, y ella, bueno, ella sí me impulsaba. Todas las noches al llegar
casa me preguntaba si había algo nuevo. Se refería a si había cogido un empleo.
Invariablemente negaba con la cabeza. No había cogido un empleo,
principalmente, porque no lo buscaba. Algunas tardes, en que el sol brillaba y
los ánimos eran suficientes para algo así, me paseaba por la colonia en busca
de un letrero que solicitara empleado. No faltaban los letreros, había de todos
tipos y para todos trabajos: ayudante general, limpia vasos, mesero, repartidor
en moto, vendedor de mostrador. Sin embargo, no era lo que yo buscaba. ¿Qué
buscaba yo? Mi estado anímico era tan malo que si me hubiesen ofrecido empleo
de presidente, me hubiese negado con el menor pretexto. Una gripa imaginaria,
un malestar estomacal, eran motivos suficientes para desalentarme. Dejé pasar
la mayoría de las ofertas por cosas así. A veces, porque no me gustaba el
nombre del establecimiento que solicitaba. O porque el contratista tenía mala
cara. El mínimo pretexto para no trabajar. Tenía veintiséis años, vivía de
prestado en casa de un amigo, sin un centavo en la bolsa, sin un futuro, sin un
poemario que vender a alguna editorial. Incluso, sin satisfacción al escribir.
Me sentía menos que una mosca.
Petrozza, sabiendo muy bien lo que es sentirse
menos que una mosca, me alentaba diciendo que la vida no vale nada. Según él,
no hay nada en este mundo por lo que verdaderamente valga la pena luchar. Todo
pasa, todo se olvida. Cerraba la conversación con una frase, no literal (apenas
la recordaba) que en algún momento de su vida escuchó de Simona: “Cuando el sol
se extinga a nadie le importará quién escribió la Ilíada”. Hablar con Petrozza
era complicado porque no podía debatirse algo a una verdad como esa: la vida no
vale nada, nada es realmente importante. Sin embargo, no dejaba de sentir
tristeza de mí y la situación en que me encontraba. Hubiese dado todo por ser
alguien más; alguien con una vida.
2
Destinaron para mí, de común
acuerdo, la habitación que antes era estudio y bodega de la casa. Me instalaron
formalmente, hartos de la incertidumbre de las cosas provisionales, dándome la
llave de la habitación. Esta llave me otorgaba el acceso y control de un
espacio determinado donde podía entregarme al martirio de ser yo. Una celda
personal para mi alma esclavizada.
Con la posesión de dicho espacio, comenzó
todo. Me adentré en mi habitación, la habitación que podía llamar mía. Hay una
magia maldita en las cosas que podemos llamar nuestras, en poseer cosas, en ser
el dueño ilusorio de algo. La habitación, ahora tenía dueño y esclavo. Hace
tiempo que lo esperaba, hace tiempo que deseaba poseer un mayordomo. En ello me
convertí. La habitación, antes abandonada a su suerte, reclamaba ser limpiada,
puesta en orden, acomodada.
3
Hay una satisfacción insana en
mover las cosas, en dar a cada cosa un lugar. Los libros, en el librero. Los
cuadros, en las paredes. Las plantas, en la ventana, junto al sol. La ceniza de
los cigarrillos, en el cenicero. Las fotos, metidas en portafotos. Sobre el
escritorio, las libretas. No podemos negar que todo eso está muy bien, pero no
basta. Los libros del librero podemos alfabetizarlos, colocarlos por género o
autor, por grosor, por orden de compra o lectura. Los cuadros van en las
paredes, pero a cierta altura, en cierto espacio perfecto. Los portafotos, con
las fotos dentro, son más complicados. Una foto mal colocada puede darnos
dolores de cabeza. Hay que ser muy cuidadoso a la hora de colocar objetos en
una habitación. Los bolígrafos, en el portalápices, pero… el portalápices, ¿a
mano derecha o izquierda? Una vez que se ha decido donde, se anclan las cosas,
y verlas fuera de lugar es tremendo. Si graváramos con plumón el lugar de cada
cosa, caeríamos en cuenta que disponemos de muy poca libertad. Cada cosa en su
lugar es una cadena que ata nuestro cuerpo libre en un espacio determinado. Mi
cuerpo, jamás tocará el espacio donde está un librero. Nunca podré pararme en
ese punto particular de la habitación. Un librero puesto donde cae el rayo del
supone perder para nosotros el rayo.
Me di a la tarea de acomodar el cuarto, a mi
manera, dando rienda suelta al impulso humano de personalizar las cosas. Las
cosas no eran mías, los libros y cuadros, el escritorio, el ordenador, las
guitarras. Todo era de Petrozza y a lo más, podía elegir el lugar de cada cosa;
el único modo a mi alcance de plasmar mi persona en una habitación. Esto me
llevó alrededor de una semana. Hice y deshice la habitación decenas de veces,
pero nunca quedé satisfecho. Coloqué el escritorio de frente a la ventana, y un
miedo injustificado se apoderó de mí al caer la noche y tenerla de frente;
estar al alcance de la mano de cualquier ser de oscuridad. Lo cambié, dando la
espalda a la ventana, pero el blanco de la pared me aprisionaba. No podía
despegar la vista del ordenador y encontrare con esa blancura sin sentirme
prisionero, atado, encerrado. Había que poner un cuadro en ese espacio, a la
altura donde cae la vista al quitarla del ordenador. Una altura, para ser
sinceros, poco convencional en esto de colgar cuadros. Colgué un cuadro de
Monet. Lo quité, cuando acepté que Monet no era mi pintor favorito. No me decía
nada ese follaje pintado al óleo, donde todas las plantas están muertas.
Todas las noches, al llegar,
Simona llamaba a la puerta de mi habitación. Yo abría, ella pasaba, y echando
una mirada, decía: me gusta. Todas las noches a
Simona le gustaba, pero a mí nunca. Pasaba las noches leyendo, sentado
en la silla, en el sillón, sobre el suelo; echado en el catre. Inspeccionando
cada rincón de la nueva habitación, y me dormía insatisfecho, planeando
mentalmente los cambios que haría por la mañana. Las plantas al borde de la
cornisa impedían el buen cierra de las ventanas. La silla estaba lejos del
escritorio; no podía subir los pies al escritorio. El catre pegado a las
paredes de la esquina me causaba un temor constante a los insectos: una araña
podía bajar del techo y caerme en la cara.
Al día siguiente, lo primero que hacía era
pararme en medio del cuarto y comenzar. Quitar las plantas de la cornisa, pegar
la silla al escritorio, separar el catre de las paredes. Por un instante sentía
satisfacción. Probaba las cosas tal como eran ahora, y a cada acierto,
encontraba dos o tres fallas. La silla quedaba a la distancia perfecta para
subir los pies, pero por detrás dejaba un espacio, un pasillo diminuto por el
que nadie podría pasar. Espacios muertos, el síntoma de un pésimo decorador. ¿Ahora,
qué haría con las malditas plantas? Colocarlas sobre el suelo, debajo de la
ventana, me privaría de un metro cuadrado. Los metros cuadrados no sobraban en
este cuarto. Separar el catre, ¿cuántos centímetros exactamente? Los
suficientes para aligerar el temor, pero no demasiados para empequeñecer la
estancia.
Toda mi vida se enfocaba a ordenar la
habitación. Incluso en las horas que no estaba dentro de mi cuarto (muy pocas,
por cierto) pensaba en una manera mejor de colocarlo todo. Los libros, podía
sacarlos del librero, sacar el librero del cuarto y apilarlos en la esquina. Poner
sobre los libros una colcha y hacer un banco. También podía apilarlos en el
escritorio, sacrificando espacio para las libretas, para escribir en ellas,
para poner los platos a la hora de comer. Debía encontrar el equilibrio.
3
Petrozza entraba. Tomaba asiento
en el primer lugar que le viniera en gana; posaba las asentaderas sobre el
catre, la silla o el sillón. Incluso sobre el escritorio, o el suelo. Movía,
sin pensar en ello, las cosas. Se asomaba por la ventana, a fumar, y con el
pie, movía las macetas de las plantas que estaban debajo. Las arrinconaba. No
tenía la menor importancia para él. Cogía un libro, lo hojeaba, lo botaba sobre
la silla o el catre. Tomaba una libreta, arrancaba una hoja. No dejaba las
cosas donde las tomaba. Todo esto me volvía loco. La engrapadora, la licorera, el teléfono, los
bolígrafos y libretas. Las cosas parecían tener vida propia, una vida más
alegre que la mía. Saltaban de un lugar a otro, todo el tiempo. Salía del
cuarto, volvía, la ceniza del cenicero se había volado. Iba a la cocina por un
trapo para limpiar. Cogía el cenicero y, era como un objeto nuevo que debía
colocar. ¿Sobre el escritorio, en la cornisa, encima del librero? Cada decisión
llevaba a otra. Si lo ponía sobre el escritorio, cuando escribiera, habría que
moverlo. Si lo colocaba en la cornisa tendría que traerlo de vuelta a la hora
de fumar. Sobre el librero podría estorbar al sacar un libro. No había un lugar
predeterminado para un cenicero en un cuarto. No había un lugar predeterminado
para nada. La chapa de la puerta va sobre la puerta, no hay duda ni se puede
hacer más. No es responsabilidad nuestra. ¡Si fuese tan sencillo con todo lo
demás!
4
Mi estado de ánimo dependía de
esto. Si por la mañana lograba sentir satisfacción de mi obra, tenía un día
libre y ligero. Sonreía a la vida. Salía de casa satisfecho, sabiendo que el
cenicero estaba sobre la cornisa y allí no podía ensuciar. Me sentía seguro si
las ventanas estaban cerradas cuando el cielo se nublaba. Podía llover encima
de mi cabeza, siempre y cuando la habitación estuviese segura. Era mi cueva, mi
refugio, el estuche de mi alma. Pero si
el cielo anunciaba lluvia y había dejado el cenicero en la cornisa, la ventana
no podría cerrarse y el agua inundaría mi cuarto. La sola idea de haber dejado
el cenicero mal colocado, me atormentaba. La tristeza me invadía, la desesperación,
el desánimo. ¡Qué importaba coger un empleo o que mi vida se fuera por el caño
si no podía tener una habitación bien ordenada!
Debía regresar, desde cualquier lugar, en
medio de una entrevista de trabajo, o a punto de entrar a una, debía regresas y
colocar el cenicero sobre el escritorio, a mano derecha, delante del lapicero,
lo suficiente para que el brazo alcanzara a echar ceniza sin estirarse demasiado,
y donde no estorbara a las libretas, que estarían antes del tapete del ratón
del ordenador. Sí, eso era, allí es donde debía clavar el cenicero ¡y no
moverlo nunca más!
muy bueno para reflexionar !!!
ResponderEliminargracias amigo por compartie es bello
ResponderEliminarEXCELENTE
ResponderEliminar¡Encantador!
ResponderEliminarUn magnífico trabajo. Una historia sobre la vida misma y las cosas que suelen sucedernos. El discurrir vertiginoso del tiempo, la obsesión por encontrar el orden lógico de las cosas, la insatisfacción de lo que creemos impropio, la satisfacción de las cosas que salen bien y los grandes amigos... son algunas cosas que nos tocan en este genial trabajo hecho con pericia de artesano y gran ingenio. Felicidades Salmoneo.
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