Sandra dijo que le gustaría
comprar un mono capuchino. De un tiempo para acá andaba con la cosa del mono, y
aunque era muy capaz de hacerlo, no lo había hecho. Tuvo una serpiente, a los
nueve años; ahora no he sabido nada del bicho. Probablemente esté muerto, no
sé; Sandra cambia de idas muy rápido. Hoy quiere
un mono capuchino. Lo habrá visto en la televisión. Los niños de ahora
sacan todo de la televisión. Ya no piensan por sí mismo. Es como si les sacaran
el cerebro y les instalaran televisores.
Sandra se tendió sobre la cama y mirando al
cielo (que era el techo de la casa) dijo que yo debería salir con alguien. Me tumbé sobre la otra cama (la habitación de
Sandra tenía dos camas) y mirando el mismo cielo color mamey suspiré y pregunté
por Sergio. Sergio era el mamón con el que actualmente
salía su madre. Desde el divorcio Susan había salido con más hombres que
animales había tenido Sandra. En ese aspecto eran similares: se aburrían y
desechaban. Sandra contestó que Sergio era uno como todos, pero yo debía salir
con alguien. Su insistencia preocupaba. ¿A qué se refería exactamente al decir
que yo debía salir con alguien? La
soledad es algo que se refleja en la cara, pensé. Sandra siempre me hacía
pensar en mí mismo como un tarado. En eso también se parecía a su madre.
Pregunté si tenía pensado un nombre para el mono, ya sabes, dando a entender
que quizá se lo comprara, pero no lo
suficiente para emocionarla demasiado. Sandra sonrió. Melquiades, dijo. Ya,
dije yo. Me había dado el nombre del mono, ¿y ahora? No tenía tres años, sabía
que no compraría un maldito mono capuchino. Si no le había comprado una sola
cosa en los últimos cinco años, ¡por favor! No era un secreto: papi es casi un
mendigo. No ha cogido empleo desde el 97.
Me levanté de la cama. Sandra estaba echada,
con los brazos sobre la cara. No podía verme. La miré un segundo antes de
hablar. Tenía el mismo cuerpo que su madre. Luego dije: ¿tú sales con alguien?
Sandra saltó de la cama. Pensé que la pregunta le había movido la cosa, saltó como
un gato montés. No fue así, era el teléfono celular. Estaba vibrando debajo de
ella. Miró el aparato, me echó una mirada y salió de la habitación para
contestar. Bueno, pensé, los hijos nunca han deseado las narices de sus padres
en asuntos suyos.
Me acerqué a la ventana y miré fuera.
Estábamos dentro de una casa grande, con jardín y un árbol en el centro. Hay
algo tranquilizador en el mirar a través del las ventanas. No es lo mismo que
mirar desde fuera; se puede pensar. No importa si eres un desempleado nacido en
1958, divorciado y padre de una hija a la que apenas conoces. Las ventanas son
un respiro a la vida. Un descanso. Mirara a través de la ventana es cogerse del
barandal. Desgraciadamente uno no puede pasar la vida cogido del barandal.
2
Sandra era mi hija, tenía quince años, y un
aspecto que dejaba catatónico a cualquiera que hubiese nacido antes de 1960.
Tenía un arete en la nariz y la mitad del cráneo rapada. No era precisamente lo
que en mis tiempos se consideraba una mujer educada, una mujer seria. Llevaba
un tatuaje en el ante brazo, como un marinero. Un cisne de dos cabezas, a
colores. Su madre enfureció cuando se lo hizo; tenía trece años. Recuerdo que
pensé cómo alguien hace un tatuaje a una niña de trece años, deberían
impedirlo. Sin embargo, fui el único que no le tiró el mundo encima. Opiné que
un tatuaje era un símbolo de libertad. En ese tiempo no estaba con ellas, con
Susan y Sandra, no había mirado el tatuaje, y la verdad, una jebita del
vecindario me traía volado. Cuando andas volado, el mundo llega a parecerte
bello. No te importa si tu hija, a la que abandonaste cuando tenía cinco años
se ha tatuado un cisne de dos cabezas en el antebrazo. Incluso llegas a pensar
que todos deberían ser felices y hacer lo que les plazca. Es la parte linda de
estar volado por alguien, te vuelves un Buda. Esto me valió para ganar un grado
de confianza con Sandra. Su padre era un bicho, pero al menos no le jodía la
vida con aquello del cisne. Me llamó por teléfono un par de veces, deseaba
hablar conmigo, ya sabes, para desahogarse de la represión matriarcal en la que
vivía. Pero yo andaba volado, y bueno… no tuve tiempo de hablar con Sandra. Esa
es la parte mala de andar volado, dejas pasar los momentos verdaderamente
importantes de tu puñetera vida.
3
Sandra regresó al cuarto, dijo
que debía irse. Pregunté si de inmediato, joder, no tenía ni media hora de
haber llegado. Vine desde Veracruz, donde vivía casi en la mendicidad, ¿sólo
para esto? Hace más de tres años sin vernos y, bueno, un poco de respeto no se
le niega a nadie, ¿o sí? Contestó que sí, debía irse de inmediato. La miré a
los ojos y asentí con la cabeza, no podía reprenderla. Si no pude hacerme cargo
de ella, no podía opinar sobre su vida. Si al menos tuviese dinero para comprar
su compañía.
Se calzó los zapatos,
se puso la chaqueta (una horrible chaqueta con una calavera bordada en la
espalda, una cosa que no se pondría ni Frankenstein), me dio un beso en la
mejilla, y se fue. Ni siquiera me dijo papá. La miré irse, con ese cuerpo suyo
que era el cuerpo de Susan cuando tenía quince.
Me así de la ventana. Esperaba verla salir por
el portón, pero antes entró Susan al cuarto.
4
Susan me hizo bajar a la
estancia. Puso una jarra de café sobre la mesa de centro y un par de tazas. Se instaló
conmigo, no con mucho ánimo, pero hacía lo que podía. No le reclamaba nada, fui
yo quien la abandonó hace casi diez años.
Preguntó por Sandra. Como si no lo supiese,
pensé, me abandonó. No pudo estar conmigo ni veinte minutos. Un cero a la
izquierda era más importante para ella que yo. No sé, dije, se fue con su novio
o algo. Susan asintió, le importaba menos que cero a la izquierda el lazo roto
entre mi hija y yo. Cogió una taza y sirvió café. Me la estiró y sirvió otra
taza. Dijo que era una pena. ¿El qué?, pregunté dando un sorbo al café. Estaba
hirviendo, maldición. Miró a la ventana y cambió de tema. Dijo que hacía un día
hermoso. No supe qué contestar a eso. Nunca he sabido qué contestar a eso. Ni
siquiera entiendo a qué se refiere la gente cuando dice que hace un día
hermoso.
Quisiera preguntar por Sergio, pero hacerlo
sería admitir que me importa y eso sería un error muy grave tratándose de
Susan. Susan es la mujer más orgullosa que hay sobre la faz de la Tierra. Espera
con ansias verme caer rendido ante la curiosidad. Yo también tengo mi orgullo,
el mínimo para no arrastrarme por curiosidad. En el fondo lo sé: Sergio es uno
como todos, me lo dijo Sandra y ella no miente. Si algo tiene esa niña es que
no miente. Sería capaz de decirme: padre, no te quiero, me importas un carajo. Tiene
un par de higos esa mujer. Susan también tiene un par, pero lo suyo es puro
maldito orgullo. Tiene los senos podridos de orgullo.
Bebemos nuestro café en silencio. No hay tema
de conversación. Frente a mí está la mujer que es madre de mi hija y no tengo
nada que decirle. No tuve nada que decirle nunca, excepto que se acostase
conmigo. En aquel entonces Susan me traía volado. Eso también es lo malo de
estar volado, puedes caer en las redes de una bruja por un par de piernas.
Bueno, sólo eso podía salvarnos. Sonó el
teléfono y Susan tuvo que ir a contestar. Era una amiga suya, alguna otra
señora, viuda o divorciada, con la que podía despedazar a su exmarido. No se
tomó la molestia de ocultarlo. Contestó en la habitación contigua, a pesar de
lo cual escuchaba sus risas y mi nombre inmiscuido en sus conversaciones. Le
contaba que había venido a visitarlas, etc., y se llevaba mi poca reputación
entre las patas.
Me asomé por la ventana. Allí
estaba el árbol, desde otra perspectiva. Mirándolo dejaba de escuchar a la bruja
de Susan y hasta perdía noción del tiempo y el espacio. Por momentos olvidaba
mi estadía en DF. Lo mismo daba estar aquí o en el Puerto. Era yo, en otra
escenografía. Había venido con mis últimos pesos a visitar a personas que no me
querían, sólo porque tuve la estúpida necesidad de ser amado, y la estúpida
creencia de encontrar el amor en estas dos mujeres. Nada les debo y nada me
deben, no hay más lazo entre ellas y yo que un vago recuerdo al que llamamos
pasado. Un pasado vale menos que un cero a la izquierda.
Me acerqué a Susan tímidamente, no deseaba
hacerla colgar; colgar es lo último que deseaba que hiciese. Hice algunas
señas, raras, a propósito indecifrables. Traté de salir de allí con lo poco de
dignidad que conservaba. Si quieres más café, hay en la jarra, dijo tapando con
la mano el auricular. Hice otras señas, no sé, en realidad no deseaba nada.
Susan no entendía, me ofrecía café, galletas, un refigerio; me indicaba dónde
coger las cosas al mismo tiempo que tapaba el auricular y decía dame un
segundo, Martha. No dejaba de hacer señas, necesitaba verla hablar por teléfono
para sentirme seguro. Decía dame un segundo, Martha, dame un segundo.
Finalmente dijo Martha, te llamó luego, es Frank. Lo dijo con tono de obviedad
y pesadez. ¡Qué quieres!, gritó enfurecida.
5
Dar media vuelta y salir sin
decir algo no es el mejor modo de irse; es el único modo que encontré de salir
de allí sin pegar a Susan. No intentó detenerme, hablar conmigo. Había venido
desde el puerto de Veracruz hasta DF para pasar los últimos cuarenta minutos
con mi mujer y mi hija, y habían sido los peores cuarenta minutos de mi vida.
Excelente!!
ResponderEliminarMe encanto Sandra, me aburrió Susan. Él ya estaba muerto desde antes
ResponderEliminarESTUPENDO
ResponderEliminarBuenísimo...=)
ResponderEliminarMuy bueno, realmente disfruté la lectura. Hace tiempo que no pasaba por aquí. Saludos
ResponderEliminar