Me mudé a
aquella habitación por 2007. En aquel entonces no tenía un centavo sobre mis
espaldas; acepté la habitación, a pesar de sus chinches y de sus vecinos,
principalmente por ese motivo. No tenía nada que perder; ni todas mis
pertenencias juntas llegaban a calcular mil pesos de valor. Todas mis posesiones
eran un par de cobijas, algunas ropas y un ordenador viejo incluso en 2007. Un
monitor enorme, con un CPU enorme, con un sistema 3.86 o algo.
No tenía empleo; cursaba un seminario de
titulación en la Universidad politécnica, y todos mis ingresos provenían de la
caridad de mi padre, que en ocasiones, se culpaba a sí mismo de haber procreado
a un hijo inútil para todas las cosas. Cuando esto pasaba, me citaba en algún
restaurante del centro de la ciudad, me pagaba una comida y me estiraba pasta
apenas suficiente para sobrevivir una semana. Luego desaparecía por un par de
meses o así. Esa fue la etapa de mi vida en la que aprendí cómo estirar el
dinero a proporciones casi insospechables.
En resumen, era un adolescente mal parido,
huevón, hijo de puta y borracho que cursaba un seminario para conseguir el
título de una carrera que jamás ejercería, porque además, estaba loco como una
cabra: se le había metido la idea de escribir, ¡virgen María santísima!
Todo lo que hacía era leer, beber y ligarme a
una de las muchachas del seminario. Cuando estaba de humor, escribía.
Lo escrito en dicho cacharro debía darse por
perdido. La cosa no era compatible con ninguna impresora actual; sus periféricos de salida eran el disco de
tres cuartos, o un cable cuyo nombre ni siquiera recuerdo, inconseguible. Era
como escribir sobre la arena del mar. Sin embargo, escribía. Lo consideraba
parte de mi entrenamiento. No me
importaba conservar aquellos libracos que hacía por 2007. No me importaba nada,
excepto la imposibilidad de escribir. No me importaba morir de hambre y carecer
de todas las comodidades que en más de cuatro mil años de sociedad había
logrado el ser humano. Coches, aires acondicionados, televisiones de plasma,
estufas eléctricas, hornos de microondas, calentadores de agua, teléfonos con
cámaras fotográficas y de video… Yo vivía en la prehistoria. Me transportaba a
pie, me atenía al clima del planeta Tierra, no miraba televisión, cocinaba al
estilo de mi bisabuela: en una estufa que enciende con cerillas, me duchaba con
agua fría, no tenía teléfono móvil. El aparato más moderno en mi habitación era
el ordenador IBM. Llegué a tomarle cariño a aquel viejo trasto.
2
El asunto con la
muchacha iba de maravilla. Era mayor, por unos cinco años, casada, y al mismo
tiempo, deseosa de aventuras. Era una presa fácil. Sobre todo porque era una
borracha de primera.
Todos los días, de lunes a viernes, asistíamos
al seminario, a las siete de la mañana, en la Universidad. A las diez de la
mañana, éramos libres. La mayoría regresaban a sus casas o corrían a sus
trabajos. Ella y yo caminábamos a La Puerta Negra. Un barecillo a dos cuadras
de mi casa, con la categoría suficiente para brindar servicio las veinticuatro
horas del día. En realidad, era la casa de un hombre inteligente: montó algunas
mesas en el patio y dijo: esto es un bar. Era como beber en tu propia casa,
pero con el ambiente de un tugurio de mala muerte. En mi caso, era casi lo
mismo beber en casa.
Le pegábamos al trago hasta las cinco de la
tarde. Lo hacíamos con el dinero de su marido. Fumábamos, bebíamos y no
parábamos de reír. Beber con ella era como entrar a un estado hipnótico donde
el mundo no importaba absolutamente nada. Las horas y los días pasaban ante
nuestros ojos, como las nubes pasan sobre nuestras cabezas. Nos importaba poco si
echábamos a perder nuestras vidas, nuestra juventud. Ninguno de los dos creía
en los estudios; lo hacíamos por hacer. Yo deseaba ser escritor, es lo que
deseaba de verdad. Ella no deseaba nada. Era un filósofo; no buscaba nada de la
vida excepto evitar el sufrimiento. Era una mujer con mucho sufrimiento. Se
consideraba inútil, tonta, buena para nada. No sabía guisar, tenía treinta años
y no lograba coger un empleo. Estas dos cosas le atormentaban al grado de
hacerla llorar. Cuando estaba muy bebida se soltaba con el rollo de su
ineptitud y lloraba sobre la mesa del bar. Yo deseaba consolarla, pero no sabía
cómo. Dentro de mí pensaba: después de todo es verdad, es una vieja inútil y
tonta; mejor que lo sepa.
A las cinco de la tarde, como quien despierta
de un largo letargo, L. corría a casa. Debía llegar a casa antes que su marido
para no levantar sospechas de algo. En el trayecto debía bajarse la borrachera
y el llanto, fingir que todo iba bien. Fingir era su postura ante la vida. Yo
nunca lo hubiera logrado: beber durante siete horas y llegar a casa como si no
hubiese pasado nada. Era una maestra en su arte. Esa fue la etapa de mi vida en
la que aprendí a beber durante todo el día sin emborracharme.
3
Para regresar a
casa debía mantenerme en mis cinco sentidos.
Era un barrio peligroso, decenas de gandules rondaban la zona en busca de
incautos, niños, mujeres o borrachos a los que pudieran amedrentar. No buscaban
dinero (nadie con dinero caminaba por aquellas callejuelas), su satisfacción
provenía de la violencia. Nacieron en violencia, buscaban la violencia; eran la
encarnación de la violencia: como perros con rabia, enfermos de un virus.
Me temían, lo mismo que me odiaban, porque era
el único en aquel barrio que atravesaba las puertas de la universidad en
calidad de estudiante y no de lavabaños. Me odiaban porque me acostaba con una
mujer de la Universidad. Me temían porque era capaz acostarme con alguna mujer,
y temían que sus mujeres se acostaran conmigo. Odiaban la Universidad y todo lo
que provenía de ella. Odiaban a los profesores y a los alumnos (los apañaban en
grupo, les aventaban petardos, rayaban las puertezuelas de sus autos). Odiaban
los libros y el estudio, y todo lo que tuviese que ver con ser alguien en la vida. Todo, para ellos, era digno de odio. Sus
madres se odiaban a sí mismas por haberlos parido, y ellos se odiaban a sí
mismos por haber nacido. Por mi parte, los libros y el estudio eran todo lo que
importaba (no las instituciones, pero sí el estudio). Éramos enemigos naturales.
Debía salir del bar antes del anochecer y
tener los ojos bien abiertos. A la vuelta de cualquier esquina podían estar
ellos, fumando marihuana, en espera de su víctima. No estoy hablando de jugar
al gato y al ratón, pero hay que ser honestos: me partirían la cara si se lo
propusieran. Todas sus energías se concentraban en eso.
Todos los días era la misma cosa: asistir al
seminario, beber con L. y salir del bar con mucho cuidado, para no caer en las
garras de aquellos gamberros. Desde algunos (casi todos) ángulos de vista, mi
vida era un infierno. Y lo era, hasta cierto punto. Hasta el punto en que
llegaba a casa y me ponía a escribir en mi vieja carcacha. Escribir era el modo
de escapar al fracaso. De negarse al fracaso. De asirse a un alfiler en medio
de un tornado.
4
En ocasiones L.
y yo salíamos unas horas antes de las cinco de La Puerta Negra. Cuando esto
pasaba, ocupábamos aquellas horas en hacer el amor. Caminábamos hasta mi casa y
lo hacíamos sobre las sábanas que hacían de cama en mi habitación. Era una lata
porque la señora M., mi casera, odiaba que sus inquilinos masculinos ocuparan
sus habitaciones para eso. La señora
M. era una vieja viuda que vivía de sus rentas; era respetada en este
infiernillo de barrio, y se decía que si llegaba a echarte, no saldrías de allí
sin una golpiza. Sus hijos eran miembros de algunas de las pandillas más
importantes del vecindario.
Saliendo del bar íbamos hechos una risa, pero
llegando a casa debíamos bajar la voz y entrar a hurtadillas. Si corríamos con
suerte, la señora M. no estaría en casa. Si no estaba, podíamos desenvolvernos
más: gemir, gritar, hacer sonar las paredes con nuestro sexo. Sin embargo,
pocas veces se ausentaba una señora que no tenía nada qué hacer. Aún ausente,
esa vieja bruja tenía ojos y oídos en su propiedad. Vecinos lameculos que
correrían gustosos a delatarte con tal de ganar la simpatía de la casera. Esta
simpatía no les serviría de nada, la señora M. era una puta bruja hasta con los
niños que salieron de sus entrañas. Nada ablandaría su corazón.
Hacíamos el amor, cuando se podía, y dormíamos
veinte minutos antes de las cinco. A las cinco, L. debía salir de su letargo y
correr. Beber, fumar, hacer el amor, y en cinco minutos despertar de todo ello
y hacerse pasar por una estudiante decente y abstemia. Jamás dejará de
impresionarme la capacidad de la mujer para mentir al hombre.
Estos eran los mejores días de mis últimos
meses de estudiante. Quiero decir, cuando L. y yo hacíamos el amor. A las cinco
de la tarde la miraba vestirse con la prisa de un demonio de Tazmania. No me
levantaba, la dejaba hacer sus cosas.
Antes de salir me pegaba un beso en los labios. Cuando salía, podía voltearme y
dormir un par de horas. Al despertar escribiría, me decía antes de dejarme ir
al mundo de los sueños.
Una vez despierto, me levantaba y prendía el
ordenador. Daba tiempo de fumar un cigarrillo antes que encendiera por
completo. Hacía ruidos, como un viejo coche. Daba la impresión que hacía tareas
descomunales: limpiar el planeta de la polución atmosférica, o robar
información confidencial de la NASA. En realidad abría un procesador de textos,
de los más básicos en el mercado.
Escribía durante horas, a veces casi hasta el
amanecer. Al día siguiente estaba fumigado. Mi principal motivación para ir al
seminario era L. Si no fuese por ella lo hubiese dejado. Debo agradecerle a
esta mujer mi titulación.
5
Bueno, así iba
la cosa por 2007; no pensé que llegase a cambiar de un día para otro. Los
estudios, la bebida, L. y el ordenador. Eso era toda mi vida. Sin embargo,
pasó. Un mal día, de esos en que la vida se ensaña contigo, L. no asistió al
seminario. Todas las mañanas la esperaba en la entrada del edificio que era
nuestro cadalso, fumando un cigarrillo; para entrar juntos. Aquella mañana no
entré a tomar el curso. Dieron las siete y media y L. no llegaba. Fumé catorce
cigarrillos en espera de mi motivación, pero no llegó. La gente comenzó a salir;
el curso había terminado y L. definitivamente no llegó.
Un presentimiento o algo, no sé, una voz en la
cabeza, me lo decía: se acabó; L. fue descubierta por su marido.
Pensaba regresar a casa, pero la nostalgia (o
el vicio) no me lo permitió. Era cosa de caminar dos cuadras más. Entré a La
Puerta Negra, me instalé donde solía hacerlo con L.: en la rincón más oscuro
del patio de esa casa, y me ordené una cerveza. Le extrañaba, Dios. Un hombre
conquista a una mujer hasta que cae en cuenta que es él, quien ha sido
conquistado.
Bebí poco, pues sin la ayuda económica de L.
no era lo mismo. Regresé a casa a las dos de la tarde, no demasiado; ni
siquiera tiempo suficiente para que esos gamberros hijos de puta hubiesen
despertado.
Entré a la habitación sin pensarlo. Me
había acostumbrado tanto a mi rutina diaria que un miércoles a las dos de la
tarde en casa me parecía algo excepcional y pesado. ¿Qué se supone que haga?,
pensaba. Mi cuerpo lo exigía. Me tumbé sobre las sábanas y me masturbé hasta
quedar dormido. No podía hacer otra cosa en ausencia de L.
6
Me levanté con una sensación de hastío. Beber a medias
causaba en mí mayor resaca que beber hasta caer rendido. Pensaba en L. y en sí
mañana asistiría al seminario o sería ayer la última vez que la miraría. No es
que L. fuese una mujer importante en mi vida, pero lo era para mi soledad. De
eso precisamente escribiría aquella tarde…
Fui al sanitario y oriné. No podía sacarme de
la cabeza la idea de un infortunio. El presentimiento de algo maldito. Quizá
fue mejor así; lo aceptaba de antemano, casi como si lo supiera en el fondo de
mi alma: me habían robado el ordenador.
jajajaja yo tambien tenia una computadora asi buen texto muy divertdo y para pensar
ResponderEliminarExcelente!!!
ResponderEliminarMuy buen texto me encanta esta pagina gracias
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