¿Tienes
un cigarro? Me dijo Paola a las diez de la noche cerca de la margarita que
adorna la terraza de la casa. Volteé a verla, con suspicacia. El cabello rubio,
suelto, se reflejó en mis ojos cafés y éstos en sus ojos verdes. La miré hacia
abajo, signo inminente de su baja estatura. El reflejo llevó mis ojos hacia un
cuerpo delgado ataviado con unos jeans
ajustados y una chamarra roja, de cuero. Saqué la cajetilla de Marlboro fresh y le tendí la mano. Cogió
un cigarrillo y se lo llevó a la boca, con nervios, como si éste fuera el
primero que fumara. No le prendí el cigarro pero le presté el encendedor.
Mientras veía cómo encendía su cigarrillo tiré mi ceniza en la maceta de la
margarita. Cuando hubo dado la primera bocanada dijo gracias y se fue derecho, hacia la parte del jardín donde estaban
todos los invitados de la fiesta.
Esa noche había asistido solo a una
reunión en Interlomas. Días atrás, un alumno del colegio me rogó durante días
para que fuera a su fiesta y tomara unas cervezas mientras platicábamos de
cualquier cosa. Generalmente no suelo ir a esas fiestas, primero porque
Interlomas no es mi estilo, segundo porque un profesor tiene prohibido salir
con sus alumnos; y tercero y más importante, porque no tenía nada en común con
aquella bola de jóvenes que apenas están aprendiendo cómo inhalar el humo de un
cigarrillo. Recordaba todo eso mientras veía como se perdía Paola en el mar de
gente.
Llevaba una hora ahí y no había
hecho otra cosa más que observar a todos cuando pasaban. Julián, quien me
invitó a la fiesta, apenas sí había platicado conmigo por escasos cinco
segundos. A decir verdad no me importó. Hubiera preferido cualquier cosa antes
de tener que entablar una conversación forzada en medio de un tumulto de
hombres y mujeres que iban de aquí para allá tomando cerveza y gritando
leperadas. De vez en cuando veía a Paola porque me gustaba observar sus
cabellos rubios y su sonrisa de niña. Yo sabía cómo se llamaba porque la conocía desde hace un año. Ha sido
mi alumna y hemos platicado un poco, en el colegio. Así que cuando se acercó a
pedirme el cigarrillo la vi con naturalidad y también acepté con la misma
naturalidad que se fuera. Sin embargo, en ese momento algo cambió. Dejé de
observar a la gente y me centré en ella.
Paola iba con el mismo grupo de amigas de siempre. Ana Gabriela,
Soledad y Teresa. De todas ellas la que más me gustaba era Ana Gabriela porque
siempre tenía una forma precisa de sacarme de mis casillas. Además era
inteligente. Paola me caía bien porque tenía sonrisa de niña y una mirada
inocente. De vez en cuando un grupo de hombres se acercaba a hablar con ellas y
se quedaban ahí, charlando, por el largo transcurso de varios minutos. Desde mi
laberinto de observación jamás llegué a escuchar de qué iban las conversaciones
pero tampoco importada demasiado. Yo me conformaba con ver cómo se movía Paola
y cómo se movía Ana Gabriela mientras todos los demás reían, gritaban, se
tocaban o dejaban pasar unos instantes de silencio.
Y es aquí, en este preciso punto
donde yo me encuentro recargado en la maceta de la margarita, fumando el décimo
Marlboro fresh de la noche mientras
cargo con mi mano izquierda una botella de cerveza Guinness y mis ojos se postran en Paola, que empieza el punto
clímax de esta historia. Veo ,de pronto, a Ana Gabriela hacer una mueca de
sorpresa. Esa noche, por alguna razón, ella lleva una flor azul adornando sus
cabellos. Después un hombre de cabellos rubios se acerca lentamente y le dice
algo al oído. También lleva un suéter negro amarrado a la cintura y diversas
pulseras en la mano derecha. Ana Gabriela se separa del hombre de cabellos
rubios y corre directo hacia Paola quien, con una cara de sorpresa, hace un
gesto de negación. Ana Gabriela voltea a ver hacia donde yo estoy y se da
cuenta de que la observo. Deja, en gesto desafiante, sus ojos puestos en los
míos hasta que está segura que será ella, en vez de mí, quien gane la guerra de
miradas. Acto seguido me volteo y, cuando regreso la vista, ella ya ha
desaparecido de la escena. En realidad han desaparecido del cuadro varios
integrantes de la pintura que me creo a través de los ojos. Paola sigue ahí,
quitándose la chamarra de cuero roja y meciendo, gracias a ello, sus cabellos
rubios. También está Teresa que se quita las gafas para limpiar el paño que se
ha creado gracias al humo del cigarro. Veo que Paola prende un nuevo
cigarrillo, está vez heredado por el hombre de cabellos rubios que forma la
tercera esquina del triángulo de mi pintura. También bebe un sorbo de una
cerveza Guinness.
Mientras miro me pongo a pensar en
frases de Goethe: “la mano que empuña la escoba el sábado es la que mejor te
acariciará el domingo”, “sólo por una incesante actividad es como se manifiesta
el hombre”. ¿Habrá Paola, alguna vez en su vida, agarrado una escoba?, ¿habrá
alguna vez corrido un Maratón? Pienso en un poema malo que critica, en cierto
sentido, a Whitman: la poesía y la verdad
me son incompatibles/ el cabello de las tumbas no lo peino/ y a los grandes
presidentes detesto. Paola toma más sorbos de su cerveza Guinness. Ana Gabriela regresa a escena,
dixit. Pienso en los gatos de Monsiváis y en los gatos de Remedios Varo. Si
hubiera sido amigo de alguno de los dos me hubiera llevado la mierda, con lo
alérgico que soy a los gatos. Recuerdo la frase de un autógrafo que me regaló
Xavier Velasco: Para Guillermo en el
influjo del viajero del siglo. ¿Qué será de Andrés Neuman?, ¿dónde estará
Martin Petrozza? Paola bebe otro sorbo, y después otro sorbo y después otra
cerveza, otra cerveza, otra cerveza. Yo me fumo otro cigarro y doy otro sorbo a
mi cerveza. Ana Gabriela me gusta más con la flor en la cabeza que sin ella. Y
entonces, a la mente, un poema dadaísta y una Paola que toma otra cerveza: cabeza perro mocos nitroglicerina efervescente
y cabra/ la cabra conejo con
caparazon y cresta coqueta con cocos cantantes comediantes con calzones
cocacoleros/Cabra conejo va al cabral: coÒo!!!/y deja caparazon en la cresta coqueta con todo y los cocos cantantes
calzoneros y comendiantes con cocacola. Y así, la mente no tiene faltas de
ortografía. Yo bebo otro sorbo de cerveza y también Paola. ¿Paola querría de
mascota una cabra-conejo? Seguro Ana Gabriela sí que la querría aunque lo
niegue.
Ana Gabriela se despide y Paola se
queda platicando y bebiendo cerveza con el hombre de cabellos rubios. Es su
primo, dicen. Yo pienso que me robo unos calcetines del cuadro La habitación en Arles de Van Gogh. Mientras,
sigo fumando cigarros y viendo cómo Paola bebe cerveza. Ella está conmigo en
ese pensamiento: En algún momento del
pensamiento decidimos subir a la segunda planta. En ella había una habitación y
un pasillo que conducía a aquello que llamamos nada y se decodifica en pared.
Entramos a la habitación. Yo iba con cierto miedo de encerrarme en el famoso
cuadro. Para mi sorpresa, la habitación
sólo era una simple habitación; había una cama, una silla vieja y un closet;
las paredes estaban adornadas con el blanco de la pintura; era un cuarto
austero, digno de un pintor decimonónico. Al no encontrar mayor distracción que
la soledad, decidimos abrir el closet y revisar los cajones. Todos estaban
vacíos salvo uno donde estaban postrados unos calcetines que olían a viejo; una
mezcla de tabaco impregnado y el paso de los años. Se me hizo fácil tomarlos y
guardarlos en mis bolsos, mi acompañante hizo una mueca de temor pero no dijo
nada. Dejó que los tomara y pronto salimos del cuarto. Cuando salimos nos agarran unos cinco policías
disfrazados con máscaras de Gauguin y ahí se acaba el pensamiento.
Paola, después de varias cervezas,
se acerca otra vez al lugar en donde yo me encuentro. Me mira con sus ojos
verdes y su sonrisa menos inocente. Paola, ¿dónde estabas? Le digo. La última
vez que te vi nos estábamos robando unos calcetines. Me observa fijamente y
vomita toda la cerveza en la maceta de la margarita. Le doy una palmada en la
espalda como para tranquilizarla y le cuento cualquier cosa. Paola, ¿sabías que
en náhuatl un poeta es aquel que recoge flores? In tequi xochitl o mejor dicho xochitequi,
se dice. Los poetas nahuas recogen flores y tú vomitas en ellas. Eres una musa,
una revelación. Le digo y me convierto un poeta de Nobel. Recojo margaritas con
vomitada. Llegan dos valientes héroes a salvar a Paola, uno moreno y uno
blanco. Yo me alegro de que haya gente valiente todavía y me alejo de la
escena. Veo por última vez la margarita. Decido salir de la fiesta, rumbo a mi
casa. Cuando estoy en la puerta volteo hacia la terraza buscando la margarita
vomitada y me pregunto dónde diablos estará Paola, todavía no hemos terminado
de sacar los calcetines de la casa.
Y la cruda buena. Todo un sueño?
ResponderEliminarExcelente!!
ResponderEliminarTa' chingón!
ResponderEliminarMe gusta la forma en la que usted se adentra en sus propios pensamientos
ResponderEliminarInteresante relato, una historia bien narrada.
ResponderEliminarMe gusto :)
ResponderEliminarEsta muy padre
ResponderEliminarEsta muy padre
ResponderEliminarEsta muy padre
ResponderEliminarEsta muy padre
ResponderEliminar¡Me gustó mucho, chilango!
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