Escuché
la puerta abrirse. Sería Petrozza, o Simona, o amigos de Petrozza que entraban
y salían del apartamento como Pedros por su casa. Yo era uno de esos Pedros. Me
encontraba en la habitación que asignaron para mí, pensando en mi exnovia
Estela. Hace tres semanas la abandoné en el Estado de México; a ella, a su
padre (mi patrón), y a mi abuela. Lo abandoné todo porque me agobiaba vivir en
un mundo certero donde yo era la pieza de un engranaje prediseñado para que no
pasase absolutamente nada. Mi vida, en aquel escenario, estaba asegurada hasta
el día mi muerte gracias a un empleo, una herencia y una mujer dónde incubar mi
descendencia. Todo iba sobre rieles. Necesitaba salir de la jaula a la que
llaman seguridad, y adentrarme al oscuro mundo de mí
mismo. Encontrarme. Para ello, abandoné y me fui a vivir a casa de Petrozza. Y
ahora, en la soledad de este cuarto improvisado, me preguntaba: ¿qué será de
ella?, ¿por qué no llama?
Abrieron la puerta de la habitación. Era Petrozza. Venía
hecho polvo. Había salido con un grupo de lectores suyos; le invitaron a beber
en la cantina Jalisciense, al sur de la ciudad. Venía fumigado como una
cucaracha. Abrió la puerta y dejó caer la carta. Para ti. Fue todo lo que dijo antes de
salir. Lo vi arrastrar los pies al irse. Llevaba la camisa de fuera y el pelo
alocado. Dejó un tufillo a alcohol más fuerte que una caña.
La carta cayó al suelo. La miré caer sin ánimo, porque no
sabía lo que era; me impresionó más mirar a Petrozza en ese estado. Es cierto
que bebía, solía hacerlo, pero su energía nunca caía tan bajo. La más de las
veces bebía en casa a pesar de haber bebido fuera; incluso bebía con ánimos
pues pocas veces bastaba lo que bebía con otras gentes. Ahora sí le habían
llenado el tanque aquellos estudiantes de la UNAM.
Tomé la carta del suelo. Efectivamente era para mí. El
remitente era Estela, precisamente en quien pensaba; cosa curiosa que suele
ocurrirme: pensar en alguien y recibir noticias prontas de ese alguien.
Antes de continuar, debo aclarar mis sentimientos.
Contrario a lo esperado, no eran sentimientos de felicidad o nostalgia. No
sentía tristeza de haber hecho lo que hice, ni consideraba la posibilidad de un
arrepentimiento tardío. Tampoco eran cínicos mis sentimientos; el orgullo no me
abrazaba por recibir una carta de la mujer abandonada. Tristeza no sentía; hace
mucho dejé de entristecer por situaciones como ésta. La gente antepone la
felicidad de otros a la suya. Yo antepongo mi felicidad a la búsqueda de un
camino.
La carta venía en un sobre. El sobre estaba sellado con
cera. Dentro, la carta. Escrita a mano con pluma fuente, sobre papel opalina.
Se ha esforzado, pensé.
Tomé un cigarrillo de la caja, que estaba sobre el escritorio.
Lo encendí con una cerilla que encontré junto al teléfono; la última en la caja
de cerillas. Di la primera bocanada antes de leer. Abrí la ventana antes de
leer. Fumé medio cigarrillo recargado en la ventana antes de leer. En el fondo,
no deseaba leer. Temía mostrarme débil ante las palabras de la mujer amada.
Temía desmoronarme si la carta era de amor, o desmoronarme si la carta era de
desprecio. Temía desmoronarme tan solo pensar en su voz escribiendo esto.
Abandonar es como suicidarse: no hay vuelta atrás y si el mínimo cabo nos ata
al pasado, todo ha salido mal. Se debe hacer de tajo, sin titubeos, nada del
mundo nuevo debe recordarnos el viejo. Una carta es un peligro en estos
menesteres. Una carta es un puente; más de uno se han caído desde puentes.
Debía decidir entre leer o quemar la carta. Mirara atrás, o no mirar atrás.
Antes de decidirme, encendí otro cigarrillo (con la
colilla del primero). No me permitiría leer antes de acabar con este
cigarrillo. Me paseé por la pieza, de un lado a otro, mirando las cosas: la
máquina en la que Petrozza escribía, sobre un escritorio. Junto a la máquina,
un cenicero grande y profundo. Alrededor de la máquina, libros. También había
libros en las paredes, puestos sobre repisas. Sobre la duela del suelo, cobijas.
Sobre ellas dormía yo. Junto a las cobijas, botellas de whisky o cerveza
vacías, de desveladas pasadas con Martin Petrozza. Me asía a éstas cosas para
no regresar: Estela envió una carta. La carta estaba sobre el escritorio, junto
a un libro de Walt Whithman. El libro era mío y estaba junto a otro, de
Chomsky.
Whithman,
Chompsky. Whithman, Chompsky, Whithman, Chompsky. Whithman, Chompsky, Whithman,
Chompsky, Whithman, Chompsky… no podía pensar en otra cosa, no deseaba pensar
en otra cosa. Temía perder el control y lo estaba perdiendo. Aún no leía la
carta y ya me sentía desfallecer. Estaba seguro: La carta estaría emponzoñada
por el odio de una mujer abandonada. Estela me odiaba, no podía ser de otro
modo; pagaría punto por punto mi patanería. No tuve valor suficiente para hacer
cara al rompimiento. Abandoné. El cristal con que miraba las cosas, cambió. Si
antes consideré un acto valiente el abandono rotundo y sorpresivo, el tirar por
la borda toda mi vida como la conocía hasta el momento… ahora lo miraba con la
claridad de un águila: sólo un cobarde dice iré
por cigarros y no vuelve.
2
Abren la puerta de nuevo. Es Petrozza, otra vez. Dice: ¿es que
no piensas salir? No respondo, no comprendo lo que dice. Estela vino, ¡está
fuera!, exclama mi amigo y la sangre se me hiela. Estela trajo la carta ella
misma.
3
Simona, la novia de Petrozza, también estaba allí, en la sala,
sentada junto a Estela, hablado entre
mujeres. Fue la primera en
verme al entrar. Me echó una mirada, como diciendo: te pasaste de listo con esta mujer. Estela daba la espalda al pasillo
por el que yo salía; miré su silueta y lo supe: venía deshecha. La curvatura de
su espalada se interpretaba en llanto. La posición de sus pantorrillas, la una
sobra la otra, demostraba angustia.
Simona se levantó, se disculpó, y nos dejó a solas. Estela
volteó el cuello como una lechuza, y, para mi sorpresa, no lloraba ni lucía
afligida. Dijo hola. Apenas tres
semanas ha, esta mujer era mi novia. Ahora, mi cerebro la registraba como a una
conocida muy lejana. La mente es una maquinaria muy poderosa, si un engrane se
mueve, se mueve todo. Hola, contesté.
Preguntó si había leído la carta. ¡La carta! No la había leído ni la tenía
conmigo, la olvidé en el cuarto. Al menos debí leer la carta, para no acrecentar
su irá o su desdicha. Titubeando respondí que estaba a punto, pero… Mejor así, dijo, ya la leerás cuando me vaya. El tono de su voz era el de un muerto:
sin matices buenos o malos; lo equivale a decir que era un mal matiz.
El encuentro duró unos minutos. Traía consigo
una bolsa. En algún momento la puso sobre sus piernas y me la estiró. Tus cosas, dijo. La tomé y la abrí.
Fotografías, discos, poemas, una playera y una memoria USB. Gracias, dije. No supe decir otra cosa.
Hizo una mueca, quizá esperaba un llanto de arrepentimiento, pero…
sencillamente, no había dentro de mí un llanto de arrepentimiento.
Nos miramos a los ojos; en busca de una veta
de arrepentimiento, de nostalgia, de melancolía, de amor. No encontramos una
veta de nada. La cosa se había acabado.
Te manda
esto tu abuela, dijo de repente y me dio un sobre de papel manila, media
carta. Lo tomé sorprendido. ¡Abuela! También a ella la abandoné y no le había
dicho nada. Debía estar llorando de preocupación. Pregunté a Estela por abuela
y dijo que no me preocupara, estaba bien: lo comprendía todo, igual que ella y
su padre, y todos en el Estado de México.
Intenté mirarla de nuevo, a los ojos, pero fue
en vano. No se dejó mirar. Se levantó y anunció el final de la velada. No supe
cómo reaccionar. Supongo que era el momento de hacer algo, de decir algo, de
impedir que el amor de mi vida se fuera por la puerta. Sin embargo, no supe
cómo reaccionar. No puedo negar que una parte de mí deseaba retenerla, tomarla
por el cuello y besarla, pedir perdón por mi desfachatez… pero… otra parte me
decía que lo hecho hechos estaba y no debía ceder; hacerlo significaba
retroceder a la vida que renuncié. ¿Qué caso tenía? No iba a regresar a casa,
ni al trabajo, ni a… a Estela sí, ella no me hostigaba. Estela era el
sacrificio al que me empojaba la vida poética. Quizá estaba loco, pero era un
loco convencido: debía escribir en soledad. Alejarme de todo. Irme a un monte o
a una playa: vivir fuera de la sociedad humana. No sería fácil ni siquiera el
principio. Podría morir de hambre antes de escribir buenos versos.
La miré levantarse. La miré pasar su cabello
por su nuca. La miré acercarse a mí, darme un beso en la mejilla. La escuché
decir adiós. La miré salir por la puerta, sin despedirse de nadie. Me quedé
parado, mirar cómo Estela se iba, y con ella todo mi pasado.
4
Petrozza
entró a mi habitación. Me encontró tirado en el suelo, sobre las cobijas que me
servían de cama, pensando. ¿Se puede?, preguntó
pero para eso ya estaba instalado junto a la ventana, sentado en una silla y
cigarro en mano. Lo miré como diciendo: ya
estás dentro.
Tomó una botella de whisky, de debajo de la
ventana, medio llena, y se pegó un trago. Luego encendió su cigarrillo y dio
una buena calada. Dijo: ¿y bien? Tardé
en contestar. A punto estuve de soltarme con un rollo, la explicación (si es
que la tiene) de todos mis sentimientos encontrados, pero, finalmente, dije: nada. Se ha ido. Petrozza me estiró la
botella. La tomé indeciso… y… di un buen trago, total.
¿Y eso?,
preguntó Petrozza mirando hacia la bolsa de cosas. Mis cosas, respondí, ya
sabes, fotos de nosotros y eso. Petrozza
movió la cabeza negativamente. Eso no, dijo,
eso. Se refería al sobre papel
manila. No lo sé, dije, cosas que manda abuela. Se levantó de la
silla y cogió el sobre. No se lo impedí, era mi amigo íntimo y daba igual. Lo
peso en sus manos, sospechando. Lo abrió con una sonrisa. ¡Joder!, exclamó. Levanté la mirada para ver. ¡Dios santo!, exclamé. ¡Era un fajo de billetes grandes!
Petrozza contó el dinero como un experto.
Pasaba los billetes con los dedos como un cajero de banco. Decía: mil, dos mil, tres mil, cuatro mil, ¡cinco
mil!, ¡seis mil!, ¡siete mil!... Eran quince mil pesos, en billetes de
todos colores. Nunca antes había poseído tanto dinero. Incluso me parecía
falso, ilusorio, como billetes de juego.
Tomé el dinero y lo guardé en el sobre. La sensación
del dinero en mis manos, no sé, era como tener un arma. Habrá quien diga que
quince mil pesos no es mucho dinero, estoy de acuerdo, pero en mi situación era
una fortuna. Podía largarme a Tijuana, o Cuba, o El salvador. Podía darme
tiempo para escribir un poemario y concursar por más dinero. Podía montar un
negocio pequeño. Podía ligar a una mujer. Podía comprar todos los libros que
tenía por leer. Podía estudiar. Podía editar un libro. Podía comer algo más que
comida chatarra. Podía, podía, podía. El sustantivo dinero aviva el verbo
poder. Es como echar fuego a la pólvora.
Por supuesto, también podía invitar a Petrozza
a un buen bar, con mujeres, charla, peleas callejeras, oscuridad y música baja,
que es lo que Petrozza considera un buen lugar. Lo propuso de inmediato. Se
levantó, anunció que iría por su chaqueta y me dio cinco minutos para estar
listo. Antes de salir por la puerta, advirtió: si pregunta mi novia, dices que vamos a mirar una película de terror.
No le gustan las de terror. Acto seguido, salió a toda prisa. Total, pensé,
una migaja al pan no afecta en nada.
5
Fuimos
a una cantina en Monterrey y Campeche, donde servían caldo de camarón como
botana. No estaba mal el lugar, sólo que mujeres no había. Se lo dije a
Petrozza, pero se defendió estirando la mano por todo el lugar. Bueno, había
mujeres, sí, pero ninguna menor a cuarenta. Así era él, en lo tocante a la
palabra mujer no ponía restricciones.
Ordenamos cerveza. Bebimos la primera hora a
solas, hablando de Estela. Yo habla y hablaba y mi amigo, bueno, debía escuchar
pero no lo hacía. Se lo pasó mirando alrededor, en busca de algo bueno. Lo
encontró antes del clímax de mi soliloquio, cuando estuve a punto de llorar. Un
par de chicas, no muy malas, pero tampoco buenas, a las que invitó sin pensarlo
dos veces a la mesa. Era ducho para estos menesteres, sobre todo si bebía.
Las chicas se instalaron e intercambiamos
nombres. Eran unas chicas muy risueñas. No paraban de reír. Eran desinhibidas y
buscaban acción. Petrozza sabía oler a las indicadas. Les invitamos algunas
rondas y nos abrazamos a ellas. Yo de mala gana, no es lo que buscaba ahora,
pero Petrozza nadaba como pez en el agua.
Todo
esto costó mil pesos. Petrozza era una amistad bastante cara.
6
Al despertar, por la tarde del día siguiente, no encontraba la carta. !La había perdido en el bar! La había metido al bolsillo antes de salir, y ahora no estaba. Pensaba leer en compañía de Petrozza en el sitio al que fuéramos, pero... Quizá se resbaló por el bolsillo y terminó en la banca de ese sucio bar. O, se la llevó alguna de esas mujeres, secretamente, para reír de los sentimientos de un congénere. El caso es que ahora jamás conocería las últimas palabras de mi ex amor... y no sé si estaba triste o feliz, con un peso menos encima.
El sustantivo dinero aviva el verbo poder... Me gusto el relato y está bien.
ResponderEliminarEl sustantivo dinero aviva el verbo poder... Me gusto el relato y está bien.
ResponderEliminarEl sustantivo dinero aviva el verbo poder... Me gusto el relato y está bien.
ResponderEliminarExcelente literatura mexicana. Ni sabía que existía.
ResponderEliminarPetrozza es muy Bukowskiano, pero es muy bueno. Tiene un punto original, suyo. Me sorprendió.
ResponderEliminarMuy bueno!!
ResponderEliminarChe Bello
ResponderEliminarEste relato tienen vasos comunicantes con algún otro relato enviado, quizás sea del mismo autor.
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