Al menos dos veces por semana
salíamos en plan de desmadre, y cuando esto pasaba terminábamos metidas en un
lío. Un lío con el colegio, un lío con los padres, y un lío con nosotras
mismas, que de por sí, éramos la encarnación de la palabra lío. Cuando
se nos metía la… cómo decirlo… cuando… cuando nos daba por echar relajo no
había fuerza, terrestre o celestial, que se opusiera a nuestros designios. No
teníamos designios. Quiero decir, nada de planes o de ideas preconcebidas:
vivíamos al día, lo que saliera, lo que viniera, la cara que el destino deseara
mostrarnos.
Teníamos diecisiete años y
no lográbamos terminar el cole. Nos importaba un rábano: lo importante era
divertirnos. No sé de dónde nos vino la idea, pero éramos tan fieles a ella como
los musulmanes a su dios, o eso. Como ya dije, una o dos veces por semana,
cuando mínimo (a veces nos agarrábamos toda la semana completa, caray) nos
íbamos de pinta a casa de alguno. Bebíamos, bailábamos, jugábamos a desnudarnos
y a veces (cada vez con más frecuencia) hacíamos el amor con chicos mayores.
Los conocíamos en los pocos bares donde permitían la entrada a dos menores de
edad. Los retábamos a salir con nosotras. No todos tenían las pelotas bien
puestas; la mayoría salía con el rollo del estupro y cosas. A esos los
mandábamos a volar. La cosa era hoy, ahora; la calentura no dura más que unas
horas y es cosa de aprovechar. Si no quieres, tú te lo pierdes… y otro se lo
gana.
2
Con sólo mirarlas sabías de qué
iba la cosa: eran unas guarritas calentorras de colegio. Se les notaba la
urgencia en la cara, en las sonrisas, en los ojos, en las piernas, en las
tetitas que florecían como un par de rosas en el pecho. Se lo dije a Juan, pero
él pensaba diferente. No creía buena idea enrollarse con algo así. Según él, un
amigo suyo, o el amigo de un amigo suyo, o alguien, maldita sea, había
enrolladose con unas mujercitas como estas y había acabado en la cárcel. No
seas tan exagerado, le dije, no pueden hacernos algo por beber un trago o dos
con estas conejitas. Además, estaban que te cagas de buenas. Venían enfundadas
en esas blusas cortas, las que te hacen pensar en bailarinas exóticas. Sobre
sus glorias no llevaban algo excepto una falda tan corta como un cinturón. Eran
niñas vestidas para matar, reí. Era gracioso, en serio: dos niñas vestidas como
la más experta sexoservidora. Y el pelmazo de Juan quería pasársela sentado sin
ir a por ellas, qué mamón.
3
Era demasiado temprano para ir a
un bar. Eran las diez de la mañana o así. Estábamos en casa de Brenda; sus
padres la dejaban sola todas las mañanas, hasta las dos de la tarde, cuando
regresaba la madre; maestra de una escuela primaria. Era jueves o algo y
yo tenía unas ganas inmensas de beber un vodka con zumo de naranja, pero el único
lugar donde podría conseguirlo abría a las ocho de la noche.
Supongo que fui yo, siempre
era yo, la primera en comenzar a probarme cosas. Me probaba por probar. Me
ponía una falda, una chalina, un gorro. Cambiaba de ropa una centena de veces
sólo por pasar el rato. Era ropa de Brenda, lo que aumentaba mi entusiasmo: mi
ropa la conocía de memoria y estaba harta de ella. Si por mi fuera me pondría
las cosas una vez y las tiraría al terminar el día; no soporto tener que
reutilizar la misma ropa. Ni hablar, mis padres son pobres, y por
consecuencia, yo también. Dicen que una escoge a los padres antes de nacer,
allá en el Cielo, y cosas. Dios mío, o estaba borracha cuando elegí, o es
mentira ese cuento. Yo jamás hubiese escogido por padres a un par de empleados
del gobierno.
Bueno, como sea, el chiste
es que aquel día nos metimos mucho en eso de probarnos ropa. Encontré entre los
trapos de Brenda una falda pasable. Me la puse. Doble casi la mitad para
enseñar pierna. Brenda la miró y dijo: no mames güey, a qué no te sales así a
la calle. Como si no me conociera, no hacía falta decirlo dos veces. Le pedí
aguja e hilo y cosí el dobladillo. Luego sacó una blusita de su hermana menor,
caray, una cosa diminuta. Me la puse, y… bueno… debo confesarlo: me sentía
sucia y depravada. Me gustó la idea de salir vestida así, nomás para ver cómo
los babotas de los hombres se embobaban. Se lo propuse a Brenda, total.
4
Arturo se volvió loco nomás
verlas. No podía creer que un par de niñas así estuviesen frente a nosotros.
Propuso acercarnos a ellas antes de perder la oportunidad (recién entraban al
bar y aún no había lobos a su alrededor). Cuando cumplí dieciocho años mi padre
dejó claro los cuidados a tener en estas cosas del sexo. Había dos reglas
importantísimas; romperlas podría significas la cárcel o la muerte, o ambas.
Las reglas eran: nunca lo hagas sin condón, y nunca lo hagas con una menor de
edad. Evidentemente estás personas eran menores de edad. De esas menores que
aparentan más edad, pero menores, al fin y al cabo. Podías saberlos por el modo
de vestirse y maquillarse. Por el modo de entrar al bar, casi con miedo de ser
descubiertas por los guardas de seguridad.
Venga, no voy a negarlo: estaban
más buenas que muchas mujeres de la edad que deseaban aparentar, pero… ¡eran
menores de edad! Acercarnos a ellas era como acercarnos al filo del abismo.
Quedaríamos a un paso de la muerte. Es bien sabido que el hombre encuentra, muy
en el fondo, cierto deseo de morir. No es bueno retar a los más oscuros
instintos.
Arturo no entendía de
razones, había dejadole de funcionar el cerebro. Había entrado al modo piloto
automático. Cedió las riendas de sí mismo al instinto más bajo y
somero del ser humano: el instinto de reproducción. Reprodúcete, reprodúcete,
reprodúcete..., decía la voz en el fondo de su cerebro. Ahora, Arturo era
esclavo de la orden divina más antigua de todas: pueblen la tierra y
reprodúzcanse.
5
A Brenda le gustó el juego. Ambas
nos vestimos estrafalariamente, en plan de broma, y nos retamos mutuamente a
salir vestidas de ese modo. Antes, Brenda se metió al cuarto de sus padres y
trajo de allí la cosmetiquera de su madre.
Nos
salimos muertas de la risa como a eso de la una y media. Caminamos por la
colonia y no pasaron ni cinco minutos cuando llegaron los primeros silbidos. No
sé por qué, pero nos daba mucha risa. Nos silbaron los camioneros de la
avenida, algunos gamberros del barrio, nada para tomar en serio. Sin
embargo, había algo adictivo en ello. Algo adictivo en ser el centro de
atención. Supongo que algo así deben sentir las desnuditas, pensé, y ya
pensando en eso supuse que yo sería una desnudista muy buena. La verdad, Brenda
también. Cuando volteé a verla, la muy puta estaba parando el culo a un coche
lleno de hombres que pasaba. Silbaron, pitaron y gritaron todos los piropos
habidos y por haber. Brenda se dio una nalgada y eso desató el infierno. El
coche bajó la velocidad con intención de aparcar.
Bajaron
del coche un par de señores con pinta de carretoneros. Nada de buenas ondas.
Estos hijos de la chingada nos hubieran violado allí mismo sin pensarlo dos
veces. Entre risas y jugueteos, sin dejar de mandarles besos, le dije a Brenda
que nos largáramos ¡ya! Corrimos como locas por toda la calle hasta el centro
comercial. Ni volteamos atrás, llegamos al centro, nos metimos, y una vez en
dentro sacamos todo el aire que contuvimos. Quedamos con la lengua de fuera,
sin dejar de reír por el riesgo (verdadero o falso, nunca lo sabremos) corrido.
Era tan excitante como peligroso.
La
gente del centro nos miraba de reojo. No podían creer nuestro modo de vestir y
nuestra actitud. Las señoras nos miraban y desviaban la vista inmediatamente,
como si hubiesen visto al Diablo. Hombres había de todos tipos: mirones,
disimulados, cínicos, pelados, mustios.
6
Como el
pinche Juan estaba de mamón con eso de comportarnos según nuestra madurez, lo
hice por mí. Pensé: no voy a desperdiciar una oportunidad así por alguien como
Juan. Por nadie. La cosa es mía. Si soy yo
quien desea ir, ¿qué hago preguntando a Juan? A la mierda, no puedo quedarme
aquí sentado. Si no lo hago yo, lo hará otro, pero esas pollitas no salen de
aquí con plumas.
Me
levanté dejando a Juan con la palabra en la boca. Me acerqué a ellas. Me
presenté y las invité a beber una copa con nosotros. Aceptaron de inmediato,
¿quién imaginaría la facilidad de este asunto?
Tuve
una erección en cuanto se sentaron. Las faldas dejaban ver casi todo lo que hay
que verle a una mujer. Estar aquí con ellas, Dios, haber nacido en 1978, en la
Ciudad de México, y coincidir en este bar con el producto de un par de
nacimientos de 1996 o 1997, de sexo femenino, calentorras como sus putas
madres, buenísimas, cachondísimas… era como ganar la lotería; y eso, joder, era
algo así como resolver la ecuación del universo, o algo. Sí, señor, eso le
diría a Juan para hacerlo entender. Así era él, muy filosófico, muy pensador.
No podría objetarme que este encuentro era como la milenaria alineación de los
planetas del Sistema Solar, o como dar con un unicornio. Sí, sí, este era el
mítico encuentro de un par de treintaiñeros con unas menores de edad bien
dispuestas a pasarlo bien. Si no era capaz de ver, era idiota.
7
Caminamos
sin rumbo, levantando ánimos y pasiones. Los silbidos dejaron de interesarnos
pronto. Todos provenían de hombres desagradables. Los hombres agradables no
serían capaz de silbar a una mujer; en eso estábamos equivocadas: pedíamos
peras al manzano.
Luego,
no recuerdo bien cómo, llegamos a un bar abierto, cosa que agradecimos como
haber encontrado un lingote de oro. ¡Un bar abierto a las dos y media de la
tarde!
No
había nadie en la entrada recibiendo a las personas. Pasamos tratando de
ocultar la timidez. Conocíamos la vida de bares, pero siempre temíamos ser
echadas por los guardas de seguridad.
Afortunadamente
un chico se acercó a nosotras; nos invitó a su mesa y pudimos colarnos sin tanto
rollo: cuando un guarda mira que vienes con alguno que está dentro es más
fácil. Sobre todo cuando la gente de dentro es, evidentemente, mayor de edad.
Aceptamos la invitación, por supuesto.
Eran
dos, como de unos treintaitantos años, ni muy guapos ni muy feos; pasables, al
menos para tomar un vodka y platicar. Se presentaron como Arturo y Juan.
Nosotras dijimos ser Claudia y Fernanda. Nunca dábamos nuestros nombres reales.
Era una estupidez, como si eso fuera a protegernos de algo. Si alguien va a violarte
lo hará te llames como te llames. No intentará confirmar el nombre de su
víctima.
8
Juan
era una buena persona, eso me quedaba claro. Arturo era un creído. Sin
embargo, Carla se empeñaba en hablar con Arturo, en darle alas y hacer como si
la estuviera enamorando con sus babosadas. Así es ella, una cabrona, le encanta
tener a los hombres en la palma de su mano.
Yo
le seguía el juego siempre porque era una amiga a toda madre y habíamos vivido
muchas cosas juntas. Ahora lo pienso y digo: ¿muchas cosas juntas? ¿Qué tantas
cosas pueden vivirse con una persona en dos años de preparatoria? Dos años
parecen mucho cuanto tienes diecisiete años, pero ahora, dos años no son nada.
Si volviera a ver a Carla se lo diría: eres una perra de mierda, no tengo
ningún sentimiento para contigo.
Pero en
ese entonces sí lo tenía. No era un sentimiento real, es decir, no para con
ella. No era mi mejor amiga ni nada; era sencillamente, ahora lo sé, todo lo
que yo deseaba ser: desinhibida, coqueta, popular y valemadrista. Con ella me
venía el valor para hacer cosas que no haría sola. Beber, salirme del cole,
acostarme con desconocidos, faltar a casa una noche completa.
9
Bebimos unas buenas horas, todo
en plan de ligue y desmadre. A fin de cuentas estas chiquitas me salieron más
cabronas que bonitas. Pedían vodka como si fueran vasos con agua. Esto costaría
mucho dinero y seguramente estas hijitas de la chingada no pagarían una sola
gota de lo bebido.
Me disculpé para ir al
sanitario. Una vez dentro eché una meada y revisé la billetera. Si
continuábamos bebiendo así pronto acabaríamos en la calle. Debía impedirlo. No
sería difícil, habíamos convivido lo suficiente para proponerlo sin parecer
depravados.
Pero antes debía decírselo
al pendejo de Juan. Este cabrón me la haría de pedo, seguro. Ni hablar, tampoco
podía hacer otra cosa: el coche era suyo.
Se lo propuse por mensajes
de celular. Envié un mensaje a Juan, para disimular, donde le explicaba el
plan: llevarlas a mi casa, donde podíamos comprar una botella de vodka antes de
acabar con nuestro dinero. El muy payaso contestó: ¿nuestro dinero? El que
las invitó fuiste tú. Se estaba pasando de la raya. Juan, el mismo pendejo
que rescaté en la preparatoria, cuando era un ñoño de mierda y todos querían
pegarle por ser tan… pues tan Juan, Dios, ahora resultaba ser un traidor. Todo
mundo lo sabe: cuando se está con mujeres la cuenta de ellas se reparte entre
los hombres. No importa quién las haya invitado.
Bueno, bueno, le dije por
mensaje, entonces larguémonos ya, antes de que se evaporé mi dinero, ogete.
10
La cosa se estaba poniendo buena,
hasta me hubiera besado con Arturo con tal de no parar la fiesta, pero su
amigo, el tal Juan, alzó la mano y ordenó la cuenta. Lo hizo de la nada, sin
avisar y yo grité si no lo estábamos pasando bien o qué. Arturo me calmó, dijo
que ya era hora de cambiarnos de lugar. Eso me animó bastante. Arturo era buena
onda, no como su amigo; ese me recordaba a Pablo, el menso del salón: siempre
con su cara de sabelotodo y mesurado al hablar. A esa gente nomás no le gusta
divertirse.
No lo notamos; ya estábamos
borrachos. Salimos del bar y caminamos unas calles. Ni Brenda ni yo sabíamos
adónde. Arturo y Juan discutían. No lo notaban, pero ellos también iban
bebidos. La situación era la siguiente, según puede comprender: Arturo estaba
embelesado con nosotras, lo teníamos en el bolsillo. Arturo deseaba seguir la
fiesta en su casa, pero Juan era el dueño del coche al que nos encaminamos.
Juan no deseaba ir a casa de Arturo, deseaba descansar. Eso escuché decir;
ambos discutían discretamente.
Brenda y yo nos miramos. Le
guiñé el ojo, como diciendo: no hay bronca, que sea lo tenga que ser. Entonces
llegamos al coche, por fin. Arturo abrió la puerta trasera y nos hizo subir.
Primero a mí. Se notaba que iba conmigo. Luego hizo entrar a Brenda. Antes de
subir me miró y volví a guiñar el ojo. Que sea lo que tenga que ser. Estábamos
borrachas, daba lo mismo; estar borracho es fantástico por eso: todo da lo
mismo cuando estás borracho, el peso de estar vivo cede al goce de estar ebrio.
11
No sé por qué, pero cedo siempre.
Arturo insistió en irnos a su casa, en mi coche, con este par de mocosas
depravadas. Cómo es posible, ¡a su edad! Peor Arturo, a su edad comportándose como un
púbero caliente. Sin embargo, no puedo desobligarme de todo, la culpa es mía
desde hace veinte años, cuando cursaba la preparatoria y conocí a Arturo. Nos
hicimos amigos, aunque, más certeramente, fuimos algo así como Don Quijote y
Sancho Panza. Yo hacía de Sancho. Le había seguido todo el tiempo, en todas sus
aventuras, desde faltar al colegio, hasta emprender un negocio de planchaduría
que fracasó hace tres meses… y ahora esto: seguir como perrito faldero los
deseos de una quinciañera coqueta. ¡Ay, mísero de mí!, ¡y ay Infelice!
12
El muchacho se atravesó, de eso
sí estoy segura. Lo vi antes del accidente, lo vi venir y no dije nada. No lo
hice porque pensé que Arturo lo había visto, además, esas cosas nunca pasan,
pensé.
Cuando estuvimos a punto de
chocar contra él, grité. Juan también gritó, algo así como: ¡no mames, no
mames cabrón! Carla no lo vio venir, nomás gritó cuando había pasado todo,
pero de susto, no de sorpresa. Arturo estaba pálido y mudo. Dejó de ser el
Arturo que encontramos en el bar y se convirtió en un mimo. Hacía señas para
expresar su asombro. Se las hacía a Juan. Juan tampoco pudo hablar. Yo fui la
primera en bajar del coche. Corrí hacia la esquina de la calle y allí me puse a
llorar. El segundo en bajar fue Juan. Se acercó al atropellado. Le tomó el pulso
o algo, y yo estaba en espera del veredicto: era en vano, sabía que habíamos
matado a un hombre.
13
Comprendí lo ocurrido hasta ver
la sangre sobre el parabrisas. Al principio ni siquiera pensé en sangre, pero
cuando algo así sucede, el instinto o algo, te dice: has matado a un hombre. Es
una cosa aterradora; no es algo que pase todos los días, sin embargo, cuando te
pasa, lo reconoces. Lo sabes. No hay modo de engañarte, cuando has matado a
alguien lo sabes, maldita sea, lo sabes, lo sabes, lo sabes.
14
Tuve el presentimiento cuando
Arturo me pidió las llaves del coche. El mamón no podía ir de copiloto en un
coche con mujeres. Si había mujeres, debía manejar. Ir de copiloto le
acomplejaba. Iba bebido y no debí dejarlo. Al menos yo no hubiese manejado así.
Soy moderado por naturaleza y apuesto que llevaba encima dos litros menos de
bebida.
El hombre salió de la nada,
no puedo culpar a Arturo del todo; quizá le hubiese pasado a cualquiera, no sé.
El golpe se escuchó muy fuerte y seco. El estéreo sonaba alto; aun así el golpe
opacó la música. Incluso, si no recuerdo mal, apagó el estéreo. No recuerdo
haberlo pagado yo, ni visto a Arturo hacerlo. Íbamos escuchando música antes
del accidente, de eso estoy seguro.
Arturo no reaccionaba. Me
hacía señas y cosas pero no era capaz de hacer algo. Escuché la puerta trasera
abrirse. Por un momento olvidé por completo a nuestras acompañantes. Dios mío,
¿cómo es posible? Una noche no podía salir tan mal: bebidas alcohólicas, un
hombre atropellado delante y menores de edad en la parte trasera.
Una de ellas había
escapado. Abrió la puerta y echó a correr. Al Diablo, por mí mejor: si podíamos
deshacernos de un mal, mejor. Bajé del coche a mirar la gravedad del asunto. En
vano, algo dentro de mí lo sabía: en la calle, a unos metros, hay un cadáver.
15
Vale, vale, vale, salió de la
nada, no fue mi intención, os lo juro por Dios, chingada madre. El cabrón salió
de la nada. Sí, sí, yo iba manejando, pero, joder, uno no puede frenar de
repente, así como así. Además era noche, no lo vi ni venir.
Cuando pude reaccionar,
todos estaban abajo. Busqué a las chicas. Estaban en la esquina, abrazadas y
muertas de miedo. Ya, me dije, al menos las niñas siguen vivas. Eso me
tranquilizaba. Si todo salía bien aún podíamos pasarlo de maravilla. Era cosa
de subir a Juan al coche. Conociéndole, no querría dejar la cosa así:
largarnos, darnos a la fuga, chinga, aún tenemos tiempo.
Juan venía hacía mí cuando
bajé. No tuvo que decirlo: hombre muerto. Podías olerlo a la distancia. Nadie
debía explicarlo: el transeúnte ese estaba más muerto que una roca.
Vámonos, güey, vámonos, le
dije. Juan no respondió. Carajo, Juan, súbete al maldito auto y vámonos.
Súbete, cabrón, le gritaba, súbete; yo voy por las chicas. Juan no entendía.
Sacó su teléfono móvil. ¿Qué carajos vas a hacer?, pregunté con miedo. De verdad, ese cabrón era
capaz de denunciarnos a la policía. Llamar una ambulancia, dijo, ¿qué más? ¡Qué
más!, grité. ¡Qué más, hijo de la chingada!, ¿por qué no llamas también a una
patrulla?
Nomás lo dije, apareció. No
sé cómo lo hacen, pero aparecen cuando menos las necesitas.
16
Cálmate, cálmate, le decía a
Brenda al tiempo que la abrazaba. Estaba deshecha la pobre. Lo matamos, decía,
lo matamos. Lo mató él, dije yo. Tú y yo somos inocentes. No, no, decía Brenda,
tú no entiendes: lo matamos todos, todos somos culpables. Ni madres dije,
lo mató ese pendejo de Arturo.
La luz de una patrulla
iluminó la calle. Maldita sea, pensé, ahora sí no salimos de ésta.
Afortunadamente no nos miró. Estábamos en la esquina, bajo la cornisa de un
balcón. La patrulla aparcó rechinando llanta. Bajaron cuatro oficiales, al
estilo Hollywood. No pasaron ni dos segundos cuando tenían a Juan y Arturo
contra la pared. Les abrieron las piernas y los tiraron. Yo lo vi: les pegaron
con las macanas antes de preguntar algo.
Uno de ellos lampareó hacia
nosotros. Me agaché, no deseaba entenderme con ellos. Vestidas así, ni loca.
Venga, dije a Brenda, vámonos, pendeja. Brenda chillaba. Comenzó otra vez con
el rollo de haber matado a alguien. Cállate, pinche vieja, si nos escuchan nos
agarran.
Me costó hacerla entrar en
sí. En realidad, no estoy segura de haberlo logrado, pero al final corrimos.
Corrimos como locas por la calle, como verdaderas yeguas desbocadas, por
instinto, miedo, o lo que sea. Corrimos, tropezamos, y volvimos a correr como
un millón de kilómetros, hasta que el cuerpo no dio para más. Corrimos un
chingo, como nunca en nuestras putas vidas. Al mismo tiempo llorábamos y nos
arrepentíamos. Pero me dije: corre, Carla, corre chingada madre. Corre por tu
vida, pendeja… y que venga lo que tenga que venir.
Gracias estimad@s, lo subí a mi bio de face...
ResponderEliminarme gusto mucho!
ResponderEliminarUna casual noche sexual se vio modificada por el alcohol infernal. Muy rico .n.n.
ResponderEliminarExcelente texto, muy bien narrado, la utilización de las voces narrativas van dando cuenta de la intensidad de la anécdota y el perfil de los personajes. Un lenguaje desenfadado y magníficamente empleado. Felicidades por este cuento que atrapa al lector desde la primera frase.
ResponderEliminarBueno....como siempre
ResponderEliminarme gusto
ResponderEliminarMe gusta esa filosofía de la vida.
ResponderEliminarLo lei. Me encanto.
ResponderEliminarmuy ciertoooo para reflexionar .. a todos nos a pasadooo .. recordar es vivir!!
ResponderEliminarAsombroso. Me encantó el cambio de narradores y la manera en que fue progresando la historia. Está genial.
ResponderEliminarfino
ResponderEliminarbuena narrativa ¡¡
ResponderEliminarmuy bueno
ResponderEliminarMe mantuvo en intriga... bien!!
ResponderEliminarDeteste a 3 de los 4 personajes, en verdad, los odie. Me llenaron de bilis. ¡Excelente!
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