La casa donde vivía con mi abuela hubiese sido una casa grande. De
hecho, podría decirse que era una casa grande: tenía estancia, comedor, estudio
y baño completo. Todo esto tan solo en la parte de abajo. En verdad, hubiese
sido una casa grande si contamos las cuatro habitaciones y sala de estar que mi
abuelo planeaba a construir encima de la planta baja.
Sin embargo, no pudo
hacerlo. Murió antes incluso de que echaran la loza del primer piso. Dejó a su
esposa (mi abuela) una obra gris en un terreno en el Estado de México.
Mi padre abandonó a mi
madre en 1990, cuando yo tenía cuatro años. Cuando tuve ocho ella me abandonó a
mí, en esa casa de paredes sin pintar. Abuelo solía llamarla la Fortaleza.
Comenzó a levantar la Fortaleza poco antes de mi llegada. La llamaba así debido
a su jubilación. Alcanzó a jubilarse a los sesenta años de la Policía Federal
de Caminos. Deseaba salirse por completo de aquello, así que compró un terreno
en el lugar más alejado de la ciudad, o como lo llaman mis amigos, en Culo del
mundo. Literalmente, construía su fortaleza. Había un jardín, y ese jardín
sería rodeado por una barda de tres metros. El mismo año murió Abuelo, dejando
la obra inacabada y a su esposa con un niño de ocho años, producto de una
relación tormentosa.
Abuela me contó algo sobre
la muerte de Abuelo. Algo cursi, ya sabes, una historia donde la muerte no es
tan terrible, sino un cuento de hadas donde el muerto se va a un lugar mucho
mejor y los vivos debemos pensar en ello, ser fuertes, decir: venga, pero si
abuelo ahora está en el Cielo, con los ángeles, con Dios, y con el conejo
Bunny.
Abuela adaptó las estancias
de la planta baja. Yo dormía en lo que sería la sala (delimitada por paredes de
tablaroca). Ella ocupaba la parte que debió ser estudio. El baño lo
compartíamos. Las paredes estaban pintadas de color amarillo, azul y naranja.
Abuela terminó de echar la loza y de arreglar lo mejor que pudo la casa con la
raquítica pensión de la Policía Federal de Caminos. Encima, debía mantenerme.
La historia de mi vida. Se
la conté a Martin Petrozza la primera noche que pasé en su casa. Hablaba de mi
abuela y de la casa de mi abuela como si hubiesen pasado años. Como si mi vida
en el Estado de México hubiese sido un oscuro y lejano pasado. En realidad, hace
dos cuartos de hora y tres minutos que había salido de la colonia Nuevo México
e ídome a casa de mi amigo, para no regresar.
También estaba Simona, la
novia de Petrozza que le había adoptado como a un cachorro de calle. Ambos
escuchaban mi historia. Bebíamos, fumábamos (todos menos Simona) y escuchábamos
a los Delfonics, un grupo sesentero de negros cantantes de soul cursísimo que
le gustaba a Petrozza. Era difícil imaginar a Petrozza, sobre todo luego de
escucharlo decir que las mujeres servían para dos cosas: para follar con ellas
si son delgadas, o con otras, si son gordas, escuchando a un grupo como ese.
En algún momento me
interrumpí y pregunté a Simona si los Delfonics eran un grupo de su
predilección, pensando en su influencia sobre mi amigo, pero lo negó
rotundamente e incluso agregó que ella no soportaba a ese trio de negros
cantando como adolescentes blancas. Petrozza tenía sus cosas, no dejaba de
sorprenderte aunque pensaras que le conocías como a la palma de tu mano.
2
Llegué a casa de Martin
luego de una pelea con Estela. El rollo con Estela estaba caliente de un par de
meses acá. La huida no fue sorpresa, la esperaba. Esperaba el momento de
envalentonarme e irme. Alejarme para siempre de la vida insoportable en el
Estado de México. Una vida fría y rutinaria, con un futuro asegurado, mediocre,
pero asegurado. Dejé a mi patrón plantado. Yo era tendero de la tienda del
señor Palafox, padre de mi novia Estela. Los dejé plantados a ambos. Corrí a la
única isla lo suficientemente sólida que conocía: la casa de Martin Petrozza.
Al recibirme, Petrozza no
se impresionó. Simona sí, ella era impresionable. Entré a la casa y al verme
con maletas, Petrozza lo supo todo y lo entendió todo. Simona no podía
entender. No pasaron dos minutos cuando la mesa estuvo puesta por Petrozza: dos
vasos con whisky y hielos, una caja de Delicados y un cenicero. Había mucho por
hablar.
Los tres nos sentamos a la
mesa. Inicié con el cuento de la casa de mi abuela. Simona estaba encantada,
reía y suspiraba. Sin embargo, Petrozza no pudo más. Dijo: ve al grano, maldita
sea. Así, dejé una enorme laguna de casi
veinte años en mi vida, hasta llegar a la tarde de ayer, cuando Estela y yo
peleamos.
3
Vamos a la heladería, como es nuestra costumbre. Cuando estamos
allí pido uno de chocolate para mí y pregunto a Estela si desea alguno en
particular. En el fondo sé que pedirá vainilla, su preferido. Estela mira
los congeladores y suspira. Hoy no comerá helado, dice, y entonces lo sé: algo anda
condenadamente mal. Trato de no dar importancia al asunto y salgo de la
heladería con mi helado, sintiéndome bobo de ser el único con un cono.
Nos sentamos en una banca
del parque al que vamos siempre, pero esta vez no lo hacemos en nuestra banca. Lo hacemos en una
cualquiera, a la primera que nos llevan los pasos de Estela. Vamos, le digo,
¿pasa algo? Por supuesto lo niega. Las mujeres serían capaces de negar un
temblor aunque estuviese temblando. No hay algo que hacer, Estela dice: todo
está bien, todo está bien, y no hay modo de entrar al asunto que nos atañe.
Sería más sencillo si expresara sus sentires directamente. No lo hará porque
así son las mujeres y eso me enfada. Le pido que se exprese abiertamente. No me
enfadaré, prometo. Estela lo piensa un par de minutos y al final comenta que no
pasa nada. Esto me hace explotar. Principalmente porque sé lo que pasa y ella
no es capaz…
4
Petrozza y Simona comenzaron a discutir. Petrozza decía entender
mi situación, lo molesto de una mujer que dice no pasa nada. Simona se quejaba de la poca destreza de los hombres
para comprender a las mujeres. Yo miraba sin decir algo. Petrozza decía y
Simona gritaba. Me hacían pensar que yo sería culpable de su separación. Ambos
discutían con bastante ánimo. Entre ellos, sin preocuparse de mi presencia. Petrozza
daba caladas al cigarrillo y echaba el humo. Simona abanicaba el humo y decía
lo frustrante de soportar fumadores. No me quedaba remedio, debía echar el humo
hacia otro lado. Era incómodo y pensé: a buen sitio viniste a parar.
Finalmente se dieron un
descanso y pude continuar. Antes, Simona se levantó a cambiar la música. Puso
canciones de Norah Jones. Petrozza hizo una mueca, pero no dijo algo más. Estos
dos se jodían, pero no en serio. Era su modo decir te quiero. Como un par de ancianos gruñéndose todo el tiempo.
5
Si Estela no dice algo, yo
sí lo haré. Algo pasa y no voy a ponerme en el plan de esta mujer. Bueno, digo,
si a ti no te pasa nada, a mí sí.
Estela pega un brinco. En
un instante se altera, y al instante siguiente guarda la compostura. Como si no
le importase. Como si cualquier cosa que vaya a decir, no le importara de
antemano. Se prepara para todo, excepto lo peor. Espera cualquier cuento
mío y se siente facultada para resolver lo que venga. En realidad, la culpa es
mía. Le he salido con cuentos y he desviado las intenciones reales de un tiempo
para acá. Suficiente para darle la tranquilidad de que nunca pasa nada. Sin
embargo, esta tarde no puedo más. Hay algo que deseo decir desde hace mucho
tiempo, sin saber exactamente cómo.
Ya no te quiero, digo como el más frío de los tiradores. Acto
seguido, doy un lengüetazo al helado de chocolate. Me siento el hombre más
feliz y liberado del mundo.
Estela empalidece. Va a
decir algo pero no puede. Se levanta de la banca y camina despacio, o al menos me
parece que lo hace muy, muy despacio; quizá es la visión mía la engañada.
Bueno, ahora estoy solo. Dicen
que la soledad es lo peor; a mí me sienta muy bien. Muy pero muy bien. Me
siento el hombre más feliz y liberado del mundo. No llevaré a Estela a casa ni
veré la cara de su padre. Puedo irme de putas si lo deseo, como el bueno de
Petrozza, aunque no lo haga nunca. Puedo ir a un bar y emborracharme hasta el
amanecer si lo deseo; puedo largarme al bosque y perderme y rezar y dar
volteretas sobre el pasto; puedo leer un libro, o comer una hamburguesa con
jamón y tocino. Puedo quedarme aquí hasta la media noche, sentado en esta
banca, pensando en las partículas elementales, o irme de inmediato y decir a mi
abuela que ya no debe preocuparse por mí, en adelante haré una vida propia.
6
Simona fue la primera en notarlo: ¿dejaste plantada a tu abuela
también? Bueno, dije, antes de venir escribí una nota… Petrozza rio a
carcajadas. Eres un mamón, dijo, la cosa es al revés: escribes a tu novia y
plantas a tu abuela. Simona le reprendió. Para ella, haber dejado nota a mi
abuela había sido un detalle muy bonito.
Petrozza se levantó y dijo
que ya estaba bien. Simona y yo no entendimos. Cambió la música, puso algo de
Franz Liszt. Ya comenzaba a ser el Petrozza que conozco. Simona se quejó, pero no demasiado; prefería
escuchar eso a los Delfonics.
Petrozza regresó a la mesa.
Sirvió más whisky en las rocas para ambos y encendió otro cigarrillo, quizá el décimo
octavo. Preguntó: ¿entonces piensas quedarte aquí, mi querido Salmo? Asentí con
la cabeza. Al mismo tiempo miré la reacción de Simona. Era buena. Ambos estaban
de acuerdo y lo permitían. No les importaba. ¿Por cuánto tiempo?, preguntó
Petrozza. Debo reconocerlo, no tengo la menor idea. Cogeré un trabajo en DF y
buscaré un sitio donde pueda estar solo. El tiempo necesario para eso, dije.
7
Me instalaron en un pequeño estudio donde Petrozza tenía una
computadora de escritorio. Me dieron cobijas suficientes y almohadas. Me dieron
un par de pantalones de algodón y camisetas.
Simona se marchó a dormir.
Petrozza entró a mi nueva habitación. No se fue hasta vaciar la botella de
whisky.
Hablamos menos y bebimos
más. En pocas palabras, me dijo lo que un amigo puede esperar de otro. Me
despreocupó por la vivienda y la comida, el trago y los cigarrillos. Me palmeó
la espalda. Me felicitó por mandar mi vida a la mierda. Por recomenzar dándome
así la oportunidad de ser quien verdaderamente soy. Dijo que lo más difícil de
esta vida es ser uno mismo. Acepté sus palabras como las de un hermano. Estaba
bajo un techo, a más de treinta kilómetros de casa. Había dejado a mi novia, mi
trabo y mi familia, y encontrado aquí el calor de un alma buena.
Es curioso, pero si
Petrozza hubiese sido menos amable, no hubiese extrañado tanto las
preocupaciones de mi abuela, ni los gritos de Palafox o los dramas de Estela. Me
sentía seguro y eso creaba en mí el sentimiento contrario al deseado: esperaba
encontrar dificultades en mi viaje, que la vida me costara el sudor de mi
frente, para regresar a mis tierras herido, pero victorioso, tras haber
conquistado mi independencia. El calor y la comodidad que Simona me brindó,
durmiendo en suelos de cálida duela, cubierto por tantas cobijas que daba
calor, y despreocupado de procurarme el trago y el desayuno no estaban ayudando
nada a mi autoestima. Eran buenos amigos. Sin embargo, lo mismo aquí o en casa,
debía salir: salir a vivir mi vida.
muy bueno el texto, pero es muy lindo vivir con los abuelos, aunque cuando ya no están su ausencia es fatal
ResponderEliminarAbuelo ahora esta en el cielo, con los ángeles, con Dios y con el conejo Bunny. Eso es relajante.
ResponderEliminarMe gusta mucho su forma de escribir... gracias por compartirlo
ResponderEliminarbueno, me gustó... que dices Patricia Figura ?
ResponderEliminarme està gustando lo que alcancè a leer....me agrada como escribe, al pan pan y al vino vino, sin tantos dibujos, es gràfica.
ResponderEliminarLa vida,,,Hay que tomarla..DEspacio...Si no se nos concierte..en un infierno...Tormentoso!!!!!FREDA
ResponderEliminarBello tu escrito pero muy triste cariños
ResponderEliminarMuy bien dosificado el relato, buena atmósfera que despierta el inetrés en le lector.
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