Texto por: Javier González Cárdenas
Sitio del autor, aquí.
Son demasiado explícitas. Cuentan historias aburridas y
archiconocidas. Las primeras veces que vi pornos
fue en la secundaria, con amigas y amigos. Íbamos a casa de uno de ellos:
los muchachos colocaban almohadas sobre sus braguetas para no delatar sus
erecciones; nosotras simplemente reíamos o hacíamos chistes sobre los pornoestrellas y sus diálogos
inverosímiles. Después vi otras películas, con una de mis parejas, a quien
recuerdo masturbándose frente al televisor del hotel cuando se aburría de mi
cuerpo. La memoria, lamentablemente, no siempre es selectiva, y también recuerdo
esos insípidos juegos de rol que practicaba conmigo. No eran más que
imitaciones de lo que veíamos en las pornos,
pequeñas obras de teatro, en exceso predecibles y anodinas. La originalidad era
la gran ausente cuando representábamos los desenfrenos de la enfermera y el
doctor, y en las supuestas visitas de un plomero cuya intención era destapar la
cañería, aunque no se sepa bien de qué tipo de cañería se habla.
Conservo un video casero, de hace
algunos años, donde salgo a cuadro. Él propuso grabarnos en plena acción con su
celular. Quiso endulzarme el oído: es más excitante masturbarme si tú estás en
el centro de mis fantasías, dijo. Sólo al principio me negué a participar en sus
videos. No quería correr el riesgo de verme copulando en alguna página de internet.
La mayoría de los hombres son unos cerdos, y hasta vengativos cuando una los
deja.
Luego de que insistiera tanto me pregunté qué era lo que yo quería, qué me gustaría ver para intensificar el deporte extremo de mis masturbadas. Él se sorprendió de que accediera, finalmente, a participar en el video-teatro. Impuse mis condiciones, eso sí: grabaríamos con mi cámara de video, y no con su celular. El video sería de mi absoluta propiedad física e intelectual. Los encuadres y las acciones los definiría yo. Por nada del mundo copiaríamos los rasgos predecibles de la industria triple equis. Al menos eso pensé.
Para asegurar mi plena satisfacción,
inventé a los personajes que representaríamos en la alcoba. Fue fácil encontrar
la idea perfecta para realizar el ejercicio. Siempre he disfrutado la lucha
libre, desde que mi padre nos llevaba a ver los vuelos y maromas interminables
de Súper Muñeco: ese luchador colorido que hacía equipo con Pinocho y Súper
Ratón, conformando el famoso Trío
Fantasía, el favorito de los niños. El Muñecón era ágil y flexible. Lo que
más me gustaba era su baja estatura, acompañada de bíceps morenamente
deleitosos, además de aquella máscara semejante a la de un payaso, pero tan
simpática que hasta daban ganas de franquear el encordado y subir a luchar con
él, viéndolo como lo veíamos mi padre y yo, desde el ring. Mi preferencia por
los chaparritos no es secreta. Él lo sabía. Por eso aceptó meterse en esa
máscara con quemacocos. Yo escogí la máscara de Sexy Pólvora, una de mis
heroínas, una chica que ha pisado el ring junto a Los Perros del Mal, entre
ellos el Hijo del Perro Aguayo.
Una buena grabación nunca pasa de
moda. Merece ser reproducida cuantas veces sea necesario. Esto me orilla a
conectar la cámara a la caja televisiva. Pocos conocen el nivel de excitación
que se alcanza en ese preámbulo del coito digital, cuando una encaja las puntas
varoniles de los cables RCA en las entradas hembra del televisor. Más
tarde, al oprimir el botón de reproducir,
con el mando a distancia, la experiencia es tan estimulante que no sé si yo veo
el video, o si el video me observa, invitándome a homenajearlo con mis ganas dactilares.
El orificio bucal de la máscara hace difícil la ejecución de un cunnilingus,
pero eso ya estaba escrito en el guión, y el guión es la ley. El video comienza
con ese aspaviento erótico, luego de asegurarme de que el ojo de la cámara
encuadra el cuero apetecible de mi compañero. Es un fullshot generoso que muestra su trasero hinchado de músculos,
dado que mi concubino solía sudar a chorros en el gimnasio cuatro veces por
semana.
Recurro a este video con frecuencia
porque está hecho a mi gusto. Entramos a la habitación, en la escena inicial, y
luego de retarnos a dos de tres caídas, comenzamos a desvestirnos. Él,
disfrazado de Súper Muñeco, luce una camiseta elástica que realza el grosor de
su espalda y brazos, además de los consabidos tirantes que remarcan las fisuras
de su pecho muscularizado. Yo visto
un conjunto ceñido, sin ropa interior. Eso lo excita, pero no más que la
presencia del artefacto intruso, videándonos
en una seducción ensayada. Mi chaparro me desnuda con lasciva lentitud,
contorneando cada esfera de mi cuerpo con sus manos. Después me avoco a
masajear sus brazos y le pido que se desnude, dándome la espalda. Es plan con
maña: pues sé que lo veré más tarde, en el video, dejándose acariciar la tiesa
dotación. También, mientras lo masturbo, me doy el lujo de llenar el vacío de mi
mano libre con sus nalgas y toqueteo su ano con uno de mis dedos. No puede
resistirse. Intenta zafarse, pero le aplico una llave. Debe saber que yo pongo
las reglas.
En otro encuadre, él se las ingenia
para sacudir su lengua dentro de mi cueva: mi cuerpo responde estirándose. Noto
la distensión de mis senos y la tensión en las piernas de quien va poseída por
la labia de Eros. La siguiente escena muestra la continuidad de sus maniobras
lingüísticas, vistas de frente para poder admirar sus hombros y la inflamación
de sus pectorales. Mi rostro enmascarado ve a la cámara y, al verme así, en el
tubo televisivo, acojo una sensación de antiguas lubricidades. Su lengua sube
por mi vientre, se entretiene en una ingle, vira hacia mi ombligo y luego
desliza su cuerpo hasta pegarse a mis entrañas, haciendo resbalar su
instrumento sobre mi clítoris como si tocara las cuerdas de lúbricos violines.
Enseguida se introduce en mí para imponer su ritmo misionero. Su buena
ejecución me orilla a acariciar la orquídea de mis labios menores. Antes que gemir, guardo silencio. Eso también
lo excita: que le devuelva una mirada serena, tras la máscara, sin emitir
sonido alguno. Llega otro encuadre para mí: me libro de sus embestidas y doy
media vuelta, montándome en la prolongación de su deseo. Su torso queda
expuesto, al igual que sus estrellas oculares y la risa incansable de su
máscara, ocupando los primeros planos de la toma. Mi cuerpo y mis ojos ven
directo hacia la cámara, como si quisieran fugarse del televisor para
sorprenderme excitada, como si, de pronto, me encontraran en la cama donde
ahora exploro un placer exclusivo. Mi silueta se recorta hacia el fondo de la
escena. Mi Súper Muñecón se dobla hacia mí, hurgándole humedades a mis senos,
mientras acelero el ritmo de mis sacudidas sobre su regazo.
El sudor de Súper Muñeco es caudaloso:
fluye como río por sus brazos cuando me toma por la retaguardia y se pone de
pie, alzándome, como si fuese a aplicarme una quebradora. Aferro mis brazos a
su cuello y me sorprenden el vigor y
resistencia de sus bíceps al ejecutar el sube-y-baja carnal. Su cansancio
empieza a notarse y le respondo con el vaivén de mi pelvis, pegándola y
despegándola de su abdomen alternadamente. Me meneo lo mejor posible para
retribuir el cambio que he operado en su personalidad: de “Paladín de los
Niños” ha pasado a ser el “Paladín de mis Deleites”. Su cara bicolor –amarillo
sobre negro- y su nariz roja me desarman,
inaugurando ardores vaginales. De pronto, olvido las posturas
previamente planeadas y, haciendo honor a mi máscara, comienzo a escalar su
cuerpo. Desde esa altura estimulo sólo la punta de su hombría. Él se desespera.
Quiere profundizarme, pero no me alcanza. De pronto, fuera del guión trazado,
desliza sus manos hasta mis muslos y me da una voltereta. Mi nuez queda frente
a los ojales de su máscara y yo me entrego, de cabeza, a devorarle el fruto
genital. En ese erguido sesenta y nueve, y de tal forma suspendido, él tiene
todas las de ganar. La felación se me dificulta. Apenas logro lengüetear el
perímetro de su glande y él, en cambio, está mejor posicionado para obsequiarme
un cunnilingus meritorio, de esos que arrojan bancos de pececillos juguetones
al océano de las entrañas.
El juego empieza a aburrirnos, pero
del otro lado del televisor continúa sacándole notas a mi nuez. Digitalizo mi
placer a costa de esos recuerdos audiovisuales. El cansancio de mi Súper es
definitivo, por lo que me da una voltereta y, por un instante, quedo meciéndome
en sus brazos. Ambos caemos sobre el lecho, mientras le doy la espalda, y él
aprovecha para autosatisfacerse, sacudiéndose contra la sonrisa fruncida que se
abre entre mis glúteos. Es sólo un juego, y ambos lo sabemos. Lo sé yo, desde
el presente, y por ello resulta más apasionante ver la manera en que me jala de
la cintura para atraerme hacia su enhiesta manguera, palmoteándome las nalgas,
una y otra vez, hasta ruborizarlas. Sus entradas y salidas se vuelven más
deseables conforme va profundizándome. Y aquí, frente al televisor, empiezo a
sentir las titilaciones del placer. Justo cuando el éxtasis empieza a
anunciarse, con el redoble de tambores de mis gemidos, escucho llaves que
forcejean con la cerradura de mi departamento. El miedo a ser descubierta me
intranquiliza. Tomo el control remoto, casi por reflejo, y pongo fin a la
reproducción de mi porno casero. Escucho pasos pesados, lentos, sobre la
escalera que conduce a mi habitación. Es él, Luis Miguel. Mi pareja en turno. No
tengo duda. Recupero la tranquilidad cuando descorre la cortina y se sorprende
al verme enmascarada y con las piernas al aire, acariciándome la nuez depilada.
Él guarda silencio, por algunos segundos, y lo escaneo de pies a cabeza para
dispararle enseguida una frase de Mae West:
-
¿Traes
una pistola en el bolsillo, o te alegras de verme?
Luis Miguel no responde. Se recuesta a
mi lado y succiona mis pezones, mientras prosigo el toqueteo en mi clítoris.
Pronto se deshace de su pantalón y bóxers. Responde a la pólvora que chispea en
mi entrepierna. Se introduce en mí con facilidad, como si alguien le hubiese
allanado el camino. Sigo escalando hacia el orgasmo, recibiendo a Luismi, influida
por las nociones del Trío Fantasía: la santísima trinidad del porno, la carne y
la masturbación. Sé que puedo venirme sin tapujos. Sé que el video es una
fantasía y nada más. Sé que si mi Luismi descubriera el porno donde me revuelco
con mi ex protagonista no se atrevería a dejarme. La presente lucha, a dos de
tres caídas, facilitará el convencimiento para que ambos abramos juntos esa
puerta. Lo intuyo con orgásmica certeza.
Texto por: Javier González Cárdenas
Sitio del autor, aquí.