Estaba en casa de Estela cuando
lo supe. El señor y la señora Palafox habían salido y dejado a su preciosa hija
sola. Yo era el novio de esa preciosa hija, así que recibí la llamada envidiable:
la invitación a pasar la noche en casa suya so pretexto del viaje de sus padres
a Toluca.
Todas las mañanas, antes de salir al trabajo, miraba
mi reflejo en el espejo y me preguntaba: ¿cómo puede Estela salir conmigo?
Ahora, todo lo que deseaba es que Estela desapareciera, que se la tragara la
tierra, o que viniera un diablo y se la llevara.
Lo supe, definitivamente, aquella
noche: Estela y yo éramos ovejas de diferente corral. Mi camino estaba en la
poesía, y con ello, en la soledad, el aislamiento, la pobreza. El camino de
Estela eran los estudios, la vida laboral y social, y, con un poco de suerte,
la estabilidad económica suficiente para pagar los créditos que exige una vida
así: el crédito de la computadora, del coche, de la casa, del último viaje a
Cancún. El camino de Estela era un camino tan recorrido ya, que podía tenerse
la certeza del paso siguiente: terminar la universidad, buscar empleo, laborar,
comprar y gastar en cosas de soltera, casarse, comprar y gastar en cosas de
recién casada, laborar, embarazarse, comprar y gastar en cosas de nueva madre,
laborar; quizá volver a embarazarse, laborar, laborar, laborar, y luego morirse
con el gusto de haber visto seguir la misma línea a los hijos. Esto es un
abuelo: aquel que pudo ver hundirse a los hijos de sus hijos.
Yo soy poeta, no tengo asegurado el pan de
cada día. Mi vida siempre será incierta. Incluso cuando nací, mis padres no
estaban seguros. Mi padre negó ser el padre, y mi madre, bueno, no podía
probarlo de algún modo. Al final, decidieron echarme a la suerte y Padre ganó.
Se fue a rehacer su vida lejos, donde el recuerdo de una familia abandonada no
fuese un estorbo. Madre se encargó de mí un tiempo hasta que abrió los ojos:
nada la obligaba a atarse a mí. Me abandonó en casa de sus padres. Cuando
cumplí ocho años, Abuelo murió. Todo lo que me queda en la vida es una vieja
que se preocupa por cortar las orillas del pan antes de prepararme un sandwich.
Tengo veintiseis años, ¿puedo hacerme cargo de las orillas yo mismo? En realidad
no. Nunca cortaría las orillas del pan; me da lo mismo; para ello es necesario
Abuela. Las orillas del pan justifican su papel en la vida: no debe morir una
vieja que tiene una tarea.
Decirlo a Estela no sería fácil. Mi pretexto
para terminar no era un pretexto tangible: un engaño, mal genio, una ofensa imperdonable.
Mi razón era una razón metafísica: no podía seguir con ella por el daño que
esto causaría a nuestras vidas y al equilibrio del Universo. Claro, ella
pensaría que yo estaba loco (si no lo pensaba ya). ¿Cómo se supone que
explicaría la diferencia de nuestras almas, de nuestros destinos? ¿Cómo, sin
dañarla, sentenciaría que yo soy diferente, especial… y ella… común y
corriente? ¿Cómo me atrevería siquiera a proponerlo sin pecar en ello de falta
de humildad? Sería un absurdo; siempre me he considerado humilde.
2
Hablando con Petrozza del asunto
me advirtió no dañar a una mujer, porque una mujer herida es un desgaste en el
amor universal; el Universo, según la borrachera de Petrozza, posee una
cantidad finita (aunque enorme) de amor repartido entre todo el mundo. Este
amor debe ser cuidado, casi como una planta, por las parejas que se enamoran;
fomentarlo, amarse, es conservarlo. Herir a una mujer es desgastar esta cantidad
de amor, como agua que se evapora.
Esto dijo antes de entrar a la cima de la
curva de su borrachera. Una vez entrado, dijo: a la mierda, si no estás en paz
con ella, déjala. Es de tontos soportar lo que no se quiere. No te preocupes
por lastimarla, ya se vengará con otro hombre: esto es así: el karma. Ya
pagarás tu patanería con soledad; pero, venga muchacho, estarás burlando a la
vida: la soledad es tu premio, eres poeta y estar solo es tu destino. Mejor es
ir con ella y decírselo: ¡que te den por culo, perra! Acto seguido, encendió un
cigarrillo y se calló. Yo asentí con la cabeza, curiosamente, ambos consejos me
parecían estupendos.
3
La cena estaba lista cuando
llegué. Estela lo preparó para mí: espagueti blanco y pechugas de pollo
adobadas. Me senté a la mesa con una sonrisa; una cena así estaba lejos de mi
vida cotidiana. Comimos y hablamos. Las mujeres adivinan, pensé. Estela sacó a
tema el tema de nosotros. Dijo estar
satisfecha de nuestra relación. Yo era empleado de su padre, dueño de una
tienda de abarrotes. Era, a decir verdad, un estupendo empleado. No tenía
amigos fuera de Petrozza, Guillermo y Verónica que me entretuvieran (ellos
viven en DF y yo en Estado de México; frecuentarlos se limitaba a encuentros
quincenales o mensuales en casa de Guillermo o algún bar), no tenía otra cosa
en que ocuparme que no fuera el trabajo, y si continuaba así, probablemente sería
gerente de dicha tienda, el señor Palafox deseaba abrir otra, y si todo salía
bien, quizá fuese gerente regional. En pocas palabras: tenía un futuro. De esto
estaba satisfecha Estela. Ella se graduaría, encontraría un trabajo. Yo
trabajaría para su padre. Nos casaríamos, tendríamos hijos… Al final su padre
moriría y heredaríamos el negocio. Entonces la historia se repetiría al
infinito con nuestros hijos y los hijos de sus hijos, de tienda en tienda, de
generación en generación, hasta que, por karma o equilibrio del Universo, uno
de esta descendencia naciese loco, como yo, que habría engendrado el gen de la
poesía en esta familia. Esta certeza, esta seguridad que Estela encontraba
cálida, deseable… yo la aborrecía. La vida es un juego de azar, cada instante
es un tirar los dados; a veces se gana o se pierde. El último enunciado es
verdad, pero el hombre mediocre se esfuerza en hacerlo falso. Construye una
vida a modo de chinampa. Su mayor deseo es vivir en quietud, sin altercados,
como un cadáver descansando en su ataúd.
Terminada la cena jugamos
parchís. No es el juego favorito de ninguno, pero es lo que había. Un tablero
viejo, juego de infancia de la señora Palafox. Desconocíamos las reglas;
jugamos como entendimos. Fue divertido. A cada turno, ella o yo, inventábamos
una nueva regla que nos aventajara. Si ella movía una ficha para comerse la
mía, yo decía: no, no, no puedes comer esta ficha, es la tercera vez que la
muevo y hay una regla que dice: si una ficha se ha movido tres veces, es
incomible. Entonces ella, para defenderse decía: cierto, pero… a menos que la
ficha haya sido movida tres veces consecutivas…
Por supuesto, no lo tomamos en serio. El verdadero juego consistía tener
ingenio para contrarrestar la última regla inventada por el contrincante. El
colmo fue cuando Estela dijo, antes que yo comiera su ultima ficha: ¡alto!, no
puedes comerme la última ficha si… si… si tienes los tenis rotos. ¡Qué!,
exclamé yo, sorprendido. Sí, sí, dijo, la regla dice: la última ficha no puede
ser comida por un jugador con tenis rotos. Bueno, yo tenía los tenis rotos… jamás
podría ganar. Dejé que Estela comiera el resto de mis fichas.
Reímos mucho. Estela no dejaba de reír cuando
comía una ficha mía; lucía realmente feliz, como una niña de cinco años. Podías
esperar verla ahogase de la risa, morir allí mismo, pero contenta. Sus cabellos
de oro, sus mejillas rosadas y su risa: no, no podría terminar con ella,
alejarme de una mujer bella en nombre de la poesía. ¿No es acaso su rostro un
rostro más poético que todos los versos que yo escriba?
4
La belleza de una mujer no es
suficiente. A menos que seas un imbécil, entonces serás esclavo de un culo
macizo, de un par de ojos verdes, pero nunca compañero de una persona. Enamorarse
de la belleza de una mujer es como enamorarse del color de un coche rojo. El rojo,
la belleza, no son el coche ni la mujer. Cuando valoras a un coche por la esencia
de su utilidad, no te importa el color. Cuando amas a una persona, no te
importa la belleza. El color se decolora, la belleza también. No midas tu amor
por Estela con base en su belleza, Dios, me dijo Petrozza. Me lo dijo él, que
lo pasa cazando culos buenos. Se lo dije, y me contestó: no seas imbécil, no
juzgues al maestro pos sus defectos. Si el maestro da una lección y no la sigue
es cosa suya, pero si tú escuchas la lección y no la sigues, la cosa es tuya. Me
calló la boca.
5
A media noche Estela fue a la tienda de su
padre. No tardó ni diez minutos, la tienda es un local en la misma propiedad de
la casa. Regresó de allí con seis cervezas Tecate. Sin pronunciar palabra me
cogió la mano y me llevó a su habitación. Dentro, hizo sonar un disco de Kiss,
música de mi predilección y por la que tuvimos una discusión hace tiempo. No sé
de dónde lo sacó.
Kiss, la cerveza. Alguien asesinó a Estela y
se hace pasar por ella, pensé. Estela jamás… Por si fuese poco, bailó al ritmo
de Calling Dr. Love, sensualmente, y
destapó cervezas para mí y para ella. Pensé: desea agradarme, desea ser parte
de mi mundo: adaptarse.
Desacostumbrado a ser complacido, más por una
mujer, no pude menos que sentarme sobre la cama, beber mi cerveza y mirarla
bailar y sonreír. Lo hacía con lujuria y pasión. Al mismo tiempo, se desnudaba.
No estaba lejos de ser una bailarina de tugurio. ¿Realmente era esto lo que quería:
una putita? ¿En realidad todos los hombres del mundo soñamos con esto? Una
adolescente rubia bailando para nosotros, desnuda y alcoholizada. Repito:
Estela no era así; se convirtió en eso por mí. Aguzando su sexto sentido comprendió
que la dejaría; deseaba darme lo que yo esperaba, o lo que ella creía que yo
esperaba, de una mujer. El problema con las mujeres es que son ellas mismas las
primeras en hacerse valer por su cuerpo.
6
No sé, dije a Petrozza, al verla
bailar y beber… no sé… Ya, dijo él, todo el tiempo luchamos por ello. Deseamos
a flor de piel una mujer desinhibida, fácil, rápida, caliente y borracha, pero
una vez que la tenemos frente a nosotros, nos damos cuenta: es la peor
pesadilla, ¿quién quiere una mujer así? Por cada hombre hay una buena mujer. La
verdadera lucha del hombre en el amor es encontrarla, pero hemos perdido tanto
tiempo deseando a la libertina, que cuando la buena mujer se posa sobre
nuestras narices somos incapaces de ver. La mandamos a que le den por culo, y
al final, nos dan por culo a nosotros las putas con que nos quedamos.
7
Estela trató, en verdad trató… pero ni la
vieja ni la nueva Estela eran la mujer que yo necesitaba. Aquella noche bebimos
cerveza e hicimos el amor. No puedo negarlo: fue una noche estupenda. El cuerpo
de Estela, sus ojos azules… todo su físico continuaba causando en mí deseo
vehemente. Sin embargo, algo en su alma, o algo en mí alma, impedía que pudiera
amarla. ¿Qué es lo que mi alma exige de esta pobre mujer que se entrega, que
entrega su cuerpo y su mente; desea ser fiel y servicial; desea agradar a su
hombre, y yo no puedo menos que despreciarla? ¿Por qué, por qué?
Terminar con ella sería cruel, me convertiría
en un hombre que hace sufrir; seguir con ella sería cruel, me convertiría en un
hombre que sufre. Ella o yo… esa es la cuestión, y allí radica toda la
filosofía del ser humano. David Hume, dijo: “Preferiría
la destrucción del mundo entero antes que un rasguño en mi dedo”. David
Hume es un hijo de puta, un imbécil, y a la vez, un hombre muy inteligente. Sufrir,
con tal de no hacer sufrir a otro, ¿hay inteligencia en ello, hay valor, hay
nobleza u honor?, ¿o hay sumisión, estupidez, miedo y cobardía?
8
Al amanecer, el desayuno estaba servido.
Huevos con tocino, pan tostado, jugo de naranja, café con leche. No tenía
palabras para agradecer, ni para dar la estocada. Estela preguntó: ¿pasa algo?
Yo respondí: nada pasa. Tragamos el desayuno en silencio. Nos encontrábamos en
la antesala de nuestro destino. Una vez saliendo de aquí, la vida no volvería a
ser como la conocimos, pensaba. Partiré, no sé a dónde, pero me iré. Mientras
más lejos mejor.
9
De vuelta al trabajo, Palafox me
felicitó por tener la tienda bien surtida (ahora me entendía con los proveedores)
y limpia. Palafox, mi suegro, el señor que me daba trabajo y me ofrecía una
vida con su hija. La señora Palafox bajó a las tres de la tarde, con un
guisado. Dijo que no podía pasar tantas horas trabajando sin probar bocado. Era
amable y me quería. Más tardé, llegó Estela. Venía de la universidad, cansada
(se mataba por un futuro mediocre, pero seguro). Me saludó con ánimo y se metió
a su casa. Esto era la vida: Estela, la tienda, sus padres. Estaba atrapado en
ella, en la trampa que yo mismo tendí y debía encontrar la salida.
Muy buen texto, buen toque el de meter a David Hume, dos errores de dedo: uno en el apartado 2 en la palabra curiosamente y...no recuerdo dónde está el otro n.nU a parte de eso, disfruté mucho la narración
ResponderEliminarBuen relato.
ResponderEliminarY ahora soy yo el que se revuelca en el lodo por desear tener una vida común y corriente...
ResponderEliminarMuy pero muy bueno, gracias, siempre es grato leer los textos de Whisky en las rocas. Un abrazo.
ResponderEliminarvalorar algo por su esencia de utilidad no et importa el resto..
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