Texto por: Démian Jacros.
Por aquella
loma pelada, después de las últimas casas del barrio, se encuentra el palo del
ahorcado. Un árbol viejo y seco que levanta al cielo sus ramas como una gran
mano negra tratando de arañar el cielo. Cada cierto tiempo se suele encontrar
colgado a uno que otro fulano, al que el peso de la vida es mayor que sus
propias fuerzas y prefieren mejor, danzar
en el aire un rato.
Los motivos son muchos y cada uno tiene sus
propias razones, pero hay una historia en especial que se ha quedado en mi
memoria, la historia de Toñito, aquel niño que primero llenó de ternura y amor
a todos los que le conocían, pero que la
vida cruel le convirtió en un ser
desalmado y violento. Todos recuerdan
con gusto aquella mañana en que fuimos a descolgar su cuerpo, no sin antes
solazarnos unos buenos minutos ante el
justo espectáculo de la muerte.
A diferencia de su infantil apodo, Toñito era
uno de los más sanguinarios matones que había parido esta comuna. Su infancia
transcurrió normal pero la miseria que es un habitante muy común por estos
lados, hizo insoportable la vida para su familia. Así que un buen día su padre,
don Manuel, decide abandonar y parte hacia las minas de Múzo con la consigna de
buscar un mejor futuro pero nunca más se volvió saber de él. Como si fuera el
designio de estas mujeres, Transito, toma ahora la cabeza del hogar y trabaja
lavando ropa desde que sale el sol hasta que se oculta y Toñito es educado por
la escuela más dura de todas, la calle.
El que en otra época fue un inocente, había ya
vivido la furia de esta selva humana y pronto comprendió la ley de los más
fuertes. Comandaba una de las más temidas bandas de toda la comuna los Chacales. Aquellos ladronzuelos de barrio que robaban
cigarrillos en el supermercado, se convirtieron con el tiempo, en una feroz
banda de sicarios y matones que tenían enemigos por doquier y no les temblaba
la mano para sacar sus fierros y mandar al que se cruzara en su camino “al
barrio de los acostados”.
Siempre que coronaban una vuelta toda la banda se
reunía en el bar de Macario, un ser desagradable y ruin que les compraba las
cosas robadas y atendía El Oasis, un
antro oscuro y miserable, con un olor a orín que se podía sentir desde la
entrada. La tierra de la calle polvorienta se mezclaba con el sudor y el humo
del cigarrillo, formando una capa pegajosa que se adhería a todas las cosas,
hasta el tiempo parecía detenerse en una atmósfera pesada y mortecina. Los
únicos clientes eran los Chacales y uno que otro borracho lo suficientemente
sensato como para marcharse tan pronto hacían su aparición los demonios.
Aquella calurosa tarde de julio, la bandola en
pleno celebraba su último golpe, llevaban tomando desde la noche anterior,
bebiendo y metiendo perico como si quisieran olerse el mundo. Había sido un
golpe grande, un atraco bien planeado. Un primo de Toñito hizo la inteligencia,
fue la empresa en la que trabajaba como mensajero, les dio los datos del día y
hora del pago de la nomina y allá llegaron, como jinetes del Apocalipsis,
escupiendo fuego, iniciando el Armagedón.
Excitados recordaban como el pollo, mientras los demás se hacían al botín, tomó como rehén a
una secretaria a la que le manoseaba el sexo por debajo del vestido mientras le
sostenía el revólver en la frente, tal fue el pánico que sintió esta, que no
pudo contener la orina.
— ¡Eso fue lo más chimba! ¡Huy! es que estaba muy buena parce –celebraba el pollo mientras se metía una línea del
tamaño de una cordillera, todos rieron, todos menos Toñito.
Corría el rumor en el barrio de un hombre que hacía
varios días andaba preguntando por un tal Antonio y aunque para Toñito las culebras eran el pan
de cada día, esta vez se sentía intranquilo, tenía un mal presentimiento
atravesado entre pecho y espalda.
En un momento, la estruendosa risa de todos se
interrumpe ipso facto, la puerta se abre de
golpe y en la entrada asoma un forastero, un rostro duro que nadie ha
visto por esos lados. Lleva sombrero y un abrigo que raya con el absurdo calor
de aquel mediodía, sus botas cubiertas de polvo hacen evidente el desgaste de
alguien que ha caminado demasiado.
El hombre camina hasta la barra y pide un guaro
doble.
—No tengo
aguardiente –dice Macario, masticando un sucio palillo.
— ¿Y esas
botellas detrás de usted?
— Ya están
vendidas.
— Entonces
véndame una cerveza.
— Como le parece que no
se va a poder, también las
vendí todas -repuso Macario sin apartar
sus ojos amarillos sobre el sujeto.
— ¡Macario ombe! no seas tan pirobo, ¿esto no es
una tienda pues?, que dirá aquí el amigo, que no se atiende como se
debe. -dice Toñito levantándose de la mesa y caminando lentamente hacia la
barra.
— Vea
llave. Déjeme tranquilo que no estoy buscando problemas, solo ando buscando a
un Antonio Cruz
— Antonio Cruz… ¿y eso como para que lo busca? si se puede saber
-pregunta Toñito quien lleva el revolver
en la espalda y su dedo está caliente, listo para disparar.
—Eso -replica
el desconocido — Es un asunto
entre él y yo.
En su mente Toñito trata de asimilar ese rostro,
intenta atar cabos ¿de quién es doliente? ¿Será que alguna vez lo atraque o lo
robe? es demasiado viejo para ser de otra bandola. No lo recordaba y sin embargo había algo en ese rostro que le
causaba impaciencia, una zozobra que le hacía destilar el alcohol en gruesas
gotas por toda su frente.
— Pues lo
que esta es de buenas cucho, por que el que buscaba lo tiene en frente –hablo
Toñito mordiendo cada palabra, afilando sus
ojos sobre los de él.
— ¿Antonio?
- dice el hombre metiendo la mano en el bolsillo del abrigo, al instante tres disparos le reventaron el pecho, uno
detrás de otro, deteniendo a El Oasis
en un absoluto silencio. No dijo nada mas, quedo de pie unos segundos y cayó de
rodillas con la mirada clavada en los ojos del joven, una mirada incrédula casi
infantil. Luego se desploma como un bulto sobre el suelo.
Toñito levanta la visera de su gorra con la
punta de su humeante revolver, se agacha para tomar el arma del cadáver pero lo
que encuentra en aun la tibia mano no es un arma si no un papel, una vieja
fotografía de un niño. Toñito no recuerda haber asesinado a ese niño, pero en
esos grandes ojos inocentes reconoce una exultación perdida hace ya mucho
tiempo. Algo le remueve las entrañas, y un sudor frió le recorre la espalda,
con su mano temblorosa da vuelta a la foto y nota que hay garabateado un
mensaje.
“Manuel: Te envió la foto de Toñito para que te
acompañe siempre. No hace otra cosa que preguntar por ti. Llévalo en tu corazón
y nunca olvides que estaremos esperándote. Te ama. Transito”.
Texto por: Démian Jacros.
Buena redacción aunque el final era un poco predecible (para mi), me engancho de principio a fin, felicidades.
ResponderEliminarno quiero aceptarlo pero me dieron ganas de llorar jeje
ResponderEliminar