La primera en caer fue Gabriela. Eduardo
llamó a casa, dijo: ¡a qué no adivinas! No adiviné. ¡Gabriela está embarazada!,
dijo. Gabriela tenía dieciséis años. Resultaba increíble que una chica de
dieciséis años fuese tan ingenua; ahora, las chicas de dieciséis eran más despiertas.
Se procuraban estudios: aseguran su independencia. Estaban cansadas de depender
de hombres. Sin notarlo y por su propia mano, se habían salido de la esclavitud
conyugal, para entrar a la esclavitud de las empresas. Los hombres dijeron:
¿quieren ganar el pan con sus propias manos?, háganlo. Fueron más
independientes, pero no más felices. El resultado: una horda de madres solteras
convencidas de su fortaleza y su talento, con dos roles: madre y padre, sobre
sus espaldas.
Naturalmente, Gabriela dejó de ser amiga
nuestra. Los inconvenientes del embarazo imposibilitan la vida social del
adolescente en tiempos modernos, tiempos donde las niñas no se embarazan bajo
ningún motivo, donde los bolsos de estas niñas están cargados de
anticonceptivos. Dejó la escuela y le perdimos el hilo. Gabriela daría a luz.
Era definitivo, limpio e irrefutable. Poco a poco, pero con bastante rapidez,
se convertiría en una molestia para ella misma y los demás. Su hijo estaría
marcado con el estigma de un niño indeseado, hijo de una madre adolescente,
soltera, y poco madura. Ocho de cada diez hombres sufren del mismo mal. Ocho de
diez hombres deberían ir al psicólogo.
2
El segundo fue Eduardo. Tengo
algo que contarles, dijo. Nos citó en su casa y nos dio la noticia: sería
padre. En aquel entonces Eduardo tenía veintitrés años. Cursaba una carrera
universitaria, contaduría pública. Tendría un hijo con la que en ese tiempo era
su novia formal. Dejó de serlo tres
años después, cuando Eduardo y ella, sencillamente, no se soportaban. No podían
verse las caras sin pelear. Los gastos, por supuesto. El nacimiento de este
niño se convirtió en un infierno. Al principio, como la mayoría, fingieron
felicidad… hasta que fingir dejó de ser útil. Abiertamente, e incluso con
cierta madurez, decidieron separarse. El
verbo sobra, realmente, nunca vivieron juntos. Ella se hacía cargo del hijo en
casa de sus padres.
Al escucharlo le felicitamos. Era joven;
hubiese sido mejor esperar, pero la cosa estaba hecha y al menos no tenía
dieciocho años. Embarazar a una mujer a los veintitrés años era algo que a cualquiera podría pasarle. Un error, al
fin y al cabo, pero un error que se puede sobre llevar. No era para quitarse la
vida. El producto de dicha relación tenía, por decirlo de algún modo, derecho a
nacer. Los padres de jóvenes como Eduardo tuvieron a sus hijos a la misma edad
o antes. Podían soportarlo. Evidentemente, la mayor carga sería para ellos
(principalmente la económica), pero en el fondo había algo de deseable en todo
esto: la última oportunidad de procurar vida a la especie, de cuidar, amara y
proteger antes de entrar definitivamente en la ancianidad. Esta es toda la
dicha de un abuelo que puede cargar en brazos a los hijos de sus hijos. Es un
proceso natural y está permitido. Eduardo fue rodeado de amor y comprensión,
tomaron su descuido con alegría. Su hijo sufriría los estigmas de haber sido
criado por los padres de sus padres, y nos los propios.
3
Con el tiempo, el mundo cambió
drásticamente. De ser un mundo acostumbrado a mirar parir niñas de trece años,
cosa que era buena, dio un giro de ciento ochenta grados, hasta convertirse en
un mundo donde reproducirse era aberrante. Tener hijos era cosa de locos. Mas,
si no se tenían los recursos y la madurez suficientes. En pocas palabras, tener
hijos, ahora, era de mal gusto. Privaba al hombre de su independencia. Salir de
la dependencia familiar para entrar a otra dependencia, más oscura; una
dependencia degenerada que no otorgaba ningún beneficio individual, excepto la
ilusoria y consoladora bendición de ser padres. Ser padre no ayuda al individuo
a madurar (la madurez se alcanza en la soledad y en la libertad), en todo caso,
te obliga a procurar pan a una familia. Dicho de otro modo: acelera el proceso
de envejecer. Ser padre, además, podía dejarte en un plano aletargado, carente
de experiencias. Esto era directamente proporcional al a la juventud con que se
tuvieran los hijos. La forma de hacerlo ahora era salir de la dependencia
familiar para asentar la existencia individual por medio de la soltería o de la
unión libre. Acumular el dinero y la experiencia necesaria para reclamar tu
lugar en el mundo: para ser tú mismo. Esto no se lograba criando hijos. Los
hijos consumen la vida de los padres. Nos habíamos vuelto más
egoístas (?).
Nuestro grupo de amigos se declaró libre. Es
decir, declaramos que jamás tendríamos hijos. Nuestras razones, las razones de
nuestra época: el individualismo. Deseábamos ser nosotros mismos, y no lo que
pudimos ser de nosotros mismos.
4
El grupo rondaba los treinta
años. Para ese entonces sabíamos (o creíamos saber) quiénes éramos y qué
queríamos. También, lo que no queríamos.
Así, cuando nos enteramos del embarazo de Roberta, ella no pudo negarlo: odiaba
haberse embarazado. Iba en contra de sus principios y de los nuestros. Era como
ayer fue tener treinta años y no estar casada. No era feliz, era muy, muy
infeliz. Este error lo pagaría por el resto de sus días. Es así cuando se
tienen convicciones, sean las que fuesen.
Roberta había dicho tantas veces que no
tendría hijos… tenerlos era doblemente estúpido. Estaba socialmente
comprometida, y la sociedad no perdona nuestros errores. Es de sabios cambiar
de opinión; la dificultad de ser sabio radica en el antepenúltimo enunciado.
Habíamos hablado tanto acerca del tema; le sería difícil encontrar juicios que
la justificasen, ideas que le devolvieran la felicidad (si es que alguna vez la
tuvo). Sobreescribir la cinta que se había metido durante años en la cabeza:
tener hijos era absurdo, aberrante, y lo peor que te puede pasar en la vida.
Por supuesto, tenía otra alternativa; la única
según la lógica de esta nueva moral: el aborto. El problema con el aborto es
que hablamos poco de él (no es práctico hasta que sucede), parecía tan lejano,
no lo tomábamos en serio: no estábamos preparados. Dar a luz es algo
irremediable; un aborto es algo irremediable; no estamos listos para las cosas
irremediables. El hombre cambia, es voluble, y no es irremediable: siempre
estará allí la opción de suicidarse, otra cosa en la lista de nuestras
incapacidades intelectuales: afrontar la muerte por voluntad propia. Estás
cosas se hacen o no se hacen, no son decisiones racionales, y el humano es un
animal racional.
Roberta tuvo a la niña (fue una niña). Los
últimos cinco meses de embarazo se alejó del grupo. Volvió con el bebé en
brazos. Al parecer, lo había aceptado: sería madre y se casaría. Nos invitó a
la boda y fuimos. Frente a ella jamás tocamos el tema, no era necesario. Todos lo aceptamos. Roberta seguiría siendo amiga nuestra. No hay
nada que pudiésemos hacer, después de todo no era cosa nuestra.
Sin embargo, todo cambió drásticamente. Las
salidas con Roberta menguaron. Teníamos que verla por las tardes, no muy noche;
dejó de beber y comenzó a ir a grupos budistas. Necesitaba encontrarse, aceptar
su destino y reivindicar sus decisiones. Se aferraba a ser joven, abierta y
carismática; a no perder la libertad arrancada. Era una lucha constante contra
las demandas de una hija. Tarde o temprano sucedería: se alejaría
definitivamente. No podía participar de todas la actividades. Estaba vetada de
viajes, reuniones que acabasen al otro
día, salidas improvisadas. No podía
evitarlo, pesaba sobre sus hombros los compromisos de una madre y de una
esposa.
En el grupo, a sus espaldas, tocábamos el
tema. Pensábamos: dejémosla ir, ahora pertenece a otro mundo. También
pensábamos: ¿hasta cuándo podremos nosotros seguir a flote con esta idea a la
que nos encadenamos? Todas las convicciones, por muy liberales que sean,
encadenan al hombre. Sería más sencillo no tener ideas ni convicciones. Ser
libres de verdad. Dejar que la marea gobierne nuestras vidas. Pero eso, es algo
contra lo que habíamos luchado los últimos quince años. Deseábamos ser dueños
de nosotros mismos, si es que eso es posible. Un hombre que vive conforme a la
moral de su época, no es libre.
5
No importa cuánto se luche por alcanzar la
libertad, el hombre es un ser encadenado. No pude tomar siquiera la decisión de
nacer, de ser hombre; ni la decisión de nacer en un país u otro, o ser rico o
pobre. Cada nacimiento es una tirada de dados, una vida que comienza sin saber
cómo, ni dónde ni cuándo, ni por qué. Cada
hombre es un tablón a la deriva del inmenso mar. Un tablón no puede comunicarse
con otro tablón. Un hombre tampoco con otro hombre. La comunicación es una quimera.
No hay modo de decir a otro lo que se piensa honestamente, lo que se siente. Dos
cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo. Tampoco dos mentes,
dos cerebros, pueden ser uno. El vínculo de los hijos con los padres, no
significa nada. Todos estamos solos, y somos libres, en la medida que nos
convencemos de ello. El convencimiento de nuestra libertad es todo lo que
tenemos. Somos presos encarcelados en un
cuerpo.
Risto Kuulasmaa
parece un ensayo. Buen texto.
ResponderEliminarA por el ,,espero sea todo lo bueno que espero de !!!La simpatica Verónica Pinciotti
ResponderEliminarL’homme est né libre, et partout il est dans les fers”, Rousseau
ResponderEliminarsin comentarios, simplemente me encanto
ResponderEliminar=( me recordo a mi sister... diddex
ResponderEliminarNo nos damos cuenta, pero nuestras convicciones nos encadenan tanto como los imperativos sociales.
ResponderEliminarciertamente, pero el titulo correcto seria algo así como: extraviadas de sí mismas. Me gusta.
ResponderEliminarMuy bueno...
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