Habíamos
discutido tantas veces sobre lo mismo, que el sólo hecho de pensar en ello me
daba nauseas. Sabía de memoria la postura de cada uno de ellos; los argumentos
utilizados para defender dichas posturas seguían antojándoseme buenos, pero no
tanto para cerrar el caso a favor de alguno. Sin embargo, estábamos una
vez más allí, hablando de lo mismo.
Allí,
quiere decir la casa de Guillermo
Garrido, o Garrison; y lo
mismo, la selección de dos poemas míos para enviarlos al New Yorker. Me había propuesto aquello para
impresionar a mi padre, que me consideraba un fracasado y un bueno para nada
porque un buen día de 2002 anuncié que me dedicaría a la poesía. Y también,
porque hasta la fecha no había logrado hacer un solo centavo con mi poesía.
Deseaba aventarle a la cara un ejemplar con mis poemas publicados en la revista
más importante y cosmopolita sobre la faz de la Tierra y decirle: ¿lo ves?, he decidido hacerme poeta
y lo he logrado. Aquí se abre
otra de nuestras discusiones favoritas: ¿en qué momento se puede decir que uno es poeta?
Durante
la primera hora aún podía hablarse de una discusión objetiva. Los cuatro,
sentados a la mesa, aún éramos capaces de ver las cosas desde la razón.
Conforme el reloj nos acercaba a la madrugada, la objetividad salía sobrando
para éstos tres, y se aventuraban a juicios sustentados en su percepción de las cosas. Por ejemplo, Petrozza estaba a favor de que mandase mi poema
que comienza el mundo empieza
y termina en la raja de tu culo…, que
es, para ser francos, mi poema más vulgar. Él no lo consideraba vulgar, lo
consideraba una verdad absoluta, o casi absoluta, y lleno de profundidad y
sabiduría mundana. “Cualquiera que se haya enamorado alguna vez en su vida,
entenderá tu tesis”, decía. Yo no estaba muy seguro; en general, no me permitía
hacer este tipo de poemas a menos que estuviese muy borracho o muy desesperado,
cosa que repito: sólo me había pasado una vez. Guillermo lo contrariaba
sosteniendo que un enamoramiento cuya quintaescencia es la raja del culo de una
mujer, no es un enamoramiento real, sino una obsesión, un fetiche, o una
perversión del acto más puro. Verónica estaba de acuerdo con ambos, en el
sentido en que Petrozza acertaba al decir que mucha gente comprendería; pero al
mismo tiempo, defendiendo la idea de Guillermo, de que el amor no es eso; y
amalgamaba ambas posturas sentenciando que la mayoría de las personas no se
enamoran de verdad, sino de la raja del culo de sus mujeres. Así, estaba un
poco a favor de que enviase dicho poema, porque una cosa era segura: vende.
Si era
complicado escucharlos en la sobriedad, más lo era a las dos de la mañana,
cuando estaban a punto de caerse sobre sus propias caras de tanto tomar. A esas
alturas Guillermo ponía todo su empeño en mandar al New Yorker el poema de la raja, y Petrozza,
que lo había pensado mejor, se negaba rotundamente y prefería por mucho el
poema que en la segunda estrofa decía: …he matado mis pies / porque no he
tenido el valor de matar los tuyos…, y
se defendía diciendo que era una frase estupenda porque nadie la comprendería,
que es más o menos por lo que creemos que Girondo es bueno. Guillermo reía y decía
que eso era cierto, pero que de todos modos el verso de la raja y el que le
seguía, que va así: tus tetas
son las asas de las que me asgo al mundo… era
magnífico por la psicología de las tetas, que son una cosa que nos gusta de las
mujeres porque nos alimentan, porque un buen par asegura la supervivencia de la
cría, etc. Esta vez Verónica no estaba a favor de ninguno, ya que, por un lado,
el poema de los pies era incomprensible y ya estaba hasta la madre (sic) de que los poemas buenos tengan
que ser por fuerza los que no se comprenden. Citó a Gertrude Stein, de cuando
dijo: “una rosa es una rosa es una rosa”. Y agregó que en ese orden de ideas,
un par de pies son un par de pies y no puedes matarlos porque no tienen vida
propia. Guillermo dijo que eso era una pendejada, que en la literatura y en la
poesía uno podía matar hasta uno solo de sus cabellos si le daba la gana.
Por un
momento pensé que mi padre tuvo razón cuando dijo que la literatura no iba a
dejarme nada, excepto beber y fumar y amigos que no sirven de nada y que yo
terminaría siendo como ellos. Más de un año había pasado desde que los conocí y
mis virtudes humanas no habían mejorado en absoluto; mis vicios sí. Bebía más
cervezas que antes, más whisky que antes (antes no bebía whisky y ahora no
podía dejar de hacerlo en las reuniones). Fumaba muchos más cigarrillos que
antes, y encima, Petrozza me estaba convenciendo de no trabajar; decía que el
trabajo es indigno y sólo apto para asnos y monos. Guillermo me había dejado
claro que si no lees eres una bestia, pues el lenguaje es lo más sagrado y
hablar bien lo único que importa. En pocas palabras, me había hecho un
misántropo. Odiaba al resto de la humanidad por su ignorancia, y si había uno
más listo, lo odiaba por listo. Con Verónica dejé de creer en las mujeres y en
el amor; el valor del amor cortesano había quedado en el suelo y pisoteado. Me
estaban convertido en un borracho mamón y mujeriego. Mis únicas intenciones: beber, estudiar y follar. Me
pregunto si James Merrill se las vio con amigos como estos antes de publicar en
el New Yorker.
Como
toda plática donde abunda el alcohol, dábamos vueltas en círculo. Pasábamos del
poema de la raja al poema de los pies, y en cada vuelta, los defensores
cambiaban de bando y viceversa. Estaba harto. Había otros poemas, el de la
madre que se come a su hija; el del caminante que da la vuelta al mundo
caminando y en eso se gasta la vida; el del mendigo que no acepta limosnas
porque no ha caído en la cuenta que es mendigo y debe mendigar. En realidad, había
veinte poemas sobre la mesa y debíamos elegir dos.
A
Petrozza le gustaba la raja y el caminante, si tuviese que decidir se
inclinaría por esos dos y estaría dispuesto a matar los
pies. Le gustaba sobre todo la comparación entre el sentido de la vida de aquel
que camina eternamente y aquel que eternamente permanece estático. “En realidad
no hay ninguna diferencia, el estático echa raíces en una tierra; el caminante
va sembrando”. Algo así es lo que dijo pero estaba tan borracho que no entendí
lo que quiso decir. Verónica agregó que en realidad, todos somos estáticos,
como plantas, pero sembrados en macetas grandes. Guillermo dijo que el
caminante era una mamada, que en todo caso prefería el que termina con: …de
la noche me quedo con la luna / de la luna me quedo el resplandor / del
resplandor me quedo con el brillo en tus ojos / de tus ojos me quedo con voz. Pero Petrozza y Verónica lo
consideraron cursi.
2
Mis amigos no
ayudaban demasiado, se tomaban todo a broma y reunirnos para seleccionar algo
era para ellos un pretexto para beber. No lo necesitaban, bebían incluso sin
mí, y seguirían haciéndolo con o sin poemas. Pero les gustaba la idea de
reunirse y comentar y apocar mis versos. Yo estaba cansado del asunto.
Le
platiqué a Estela de mi idea de publicar. Estela era
mi novia y era mujer (perdóneseme el machismo, pero así fue como pasó) y le
importaba un carajo cualquier verso que no tuviese escrito la palabra amor, o
la palabra labios, o besos, o fuerza del destino, o piel, o pasión o deseo. No
pudo terminar ninguno de mis textos sin fruncir la boca, y cuando leyó el de la
raja dijo que yo era un vulgar. Lo leyó en la tienda, uno de mis días de
trabajo, en el mostrador y delante de todos. Todos, quiere decir su padre, el señor
Palafox.
Bien,
el señor Palafox era un lector asiduo, y estaba loco.
Era completamente capaz de encontrar en Schopenhauer su religión, y en el
Apocalipsis, su doctrina. Estaba enterado de mis intentos de escribir; siempre
quiso darse (adjudicarse) la oportunidad de echar un vistazo a mi pluma y
corregir, opinar, corregir, y ayudarme, corregir. Ésta era la presa que tanto
anhelaba. Se acercó al mostrador donde yo estaba con Estela, y acariciándose el
bigote, dijo yo quitaría esa
coma de allí… para empezar. Alcé
la mirada y lo vi: Palafox moviendo la boca, y con ella el bigote, de un lado a
otro en modo pensando. Tuve miedo y no me equivoqué. Me
arrebató las hojas sobre las que estaban escritas los textos y se las llevó
afuera, donde tenía instalada la silla desde la que se sentaba a mirar pasar la
gente y meditar. Estela y yo nos miramos y ella alzó los hombros y yo moví
negativamente la cabeza. Me di una palmada en la frente.
Estela
salió con su padre y se acomodó en el escalón de la entrada. Yo los miraba
pasar las hojas y hablar y reír o hablar y asombrarse o hablar y meditar. No
tenía ganas de ir allá. Estaba en mi puesto de trabajo, que era detrás del
mostrador, y allí me iba a quedar, guardando la esperanza de que un cliente entrase a la tienda y me hiciera olvidar que mi poesía había caído en manos de
Palafox. Pero no entró nadie. Dato curioso: nadie entra cuando lo esperas, y
viceversa.
Pasados
quince minutos o así, Palafox me llamó. Cuando estuve cerca, sin quitar la
vista de las hojas, me dijo ¿qué
piensas hacer con esto? Suspiré
y se lo dije: enviarlos al New
Yorker. Se levantó de la
silla y se plantó frente a mí. Me miró de arriba abajo y de abajo arriba. Se
frotó el bigote, y con sus manos regordetas, agitando las hojas como un
abanico… me felicitó. Dijo que yo era un hombre con un futuro prometedor.
¿Es necesario
que lo deje claro? No iba a mandar mis poemas al New Yorker. Aquello era un decir, como decir:
deseo publicar mis poemas y salir del anonimato. El New Yorker era la luna, y yo apuntaba mi arco
a ella. No importa si al final tan sólo conseguía una publicación menor. Eso
sería más de lo que había conseguido hasta ahora.
Estela
le explicó a su padre que mis amigos y yo nos dábamos a la tarea de seleccionar
un par de esos poemas… y, Palafox me miró preguntándome con los ojos, como si
en realidad no se atreviese, o no se le hubiese ocurrido ya... Total, pensé,
después de todo es mi patrón y mi suegro, me da sustento y me da a su hija. Lo
dije despacio, para seguir con el juego de la supuesta ocurrencia... ¿sería
tan amable de ayudarme con la selección de… No
terminé de decirlo. No era necesario. Le
ofreces moscas a una araña, exclamó
Palafox y, acto seguido, dio media vuelta con los textos en las manos y se
metió a su cueva por la puerta que conecta la tienda con la casa. Primero mi
amigos y ahora esto, pensé.
De
vuelta al trabajo puse los codos sobre el mostrador. Estela daba vueltas por la
tienda. Pasaba el trapo por los refrigeradores o los estantes, pero lo hacía
mal. Se detuvo en la rebanadora de jamón. Estuvo limpiándola unos ocho minutos,
sobre todo en la parte de abajo. Yo esperaba que dijera algo, que me diera
ánimos. Para Estela no era nada; decir poemas era lo mismo que decir cuadrados o ruedas. No significaba gran cosa. El hecho
de que su padre tuviera mis poemas no le alarmaba en absoluto. No era capaz de
ver la gravedad del asunto: Palafox, que es enajenado, juzgando mis poemas. Mis poemas quiere decir mi vida. Cuando un hombre juzga los poemas
de otro hombre, está juzgando una parte de ese hombre. La parte más sensible de
ese hombre. Peor que desnudarse. No
debo bajarme los pantalones delante de cualquiera, pensé. No puedo andar mostrando mis poemas a
cualquiera, y mucho menos dejar que los ensucien con sus narices.
Camino
a casa me vi envuelto en este mar de opiniones ajenas. Sin poemas. Me los
habían arrancado de las manos, esos buitres, para alimentarse con el trabajo
ajeno. No habían escrito una sola línea pero se llevaban a la boca más de cien.
No eran capaces de dejarme un bocado, de decir: nos comimos dieciocho, pero te
dejamos dos. Llevaba más de
dos meses seleccionando un par de poemas que fuesen dignos de publicar. A este
paso no acabaría jamás. Si fuese fiel a mis pensares, si siguiese al pie de la
letra los consejos de mi querido Rilke… Funesta la hora en que puse en tela de
juicio el valor de mi trabajo. Más me valía callar y permanecer en el
anonimato, donde al menos no se pierde la dignidad. Más vale ser la sombra de
un buen escritor, que un buen escritor convertido en payaso. No tires perlas a
los cerdos, se van a poner a juzgarlas por el valor de su circunferencia o de
su opacidad, pero nunca por el valor de ir por una al fondo del mar.
Ese Salmoneo me agrada
ResponderEliminarToma un tema de gran importancia en el arte. ¿Quién dice qué es o no es válido?.Cada creación es un poco de uno mismo y exponerlas es exponerse. Igualmente cuando las creaciones circulan y mucha gente las lee su creador piensa que las pierde. Todo un tema.
ResponderEliminarMUY BUENO SALUDOS
ResponderEliminarDe lujo. :)
ResponderEliminarPrecioso! divertidísimo y para pensar...
ResponderEliminarun buen relato me encanto buenas tardes besos
ResponderEliminarLa poesía en mi circulo social nunca la comento, es para mi, para mi muro, para los grupos poeticos y para quien desea posar sus ojos en ella, pero no para mis amigos cercanos, como dices, perlas a los cerdos, un beso amiga,
ResponderEliminarPoesía Bukowskiana jajaja, bien!
ResponderEliminarEl texto es de bastante interés. La sección fotográfica "Héroes" me parece un gran acierto al gial que otros dtalles destacables en su diagramación. Saludamos a y recomendamos su blog a nuestros amigos en Venezuela y donde quiera que se nos tome en cuenta.
ResponderEliminarGracias por compartir eso textos, es muy difícil encontrarlos.. .
ResponderEliminarLo he leido con calma y luego he vuelto sobre algunas partes, para convencerme que que, aparte de un uso del lenguaje propio de un consagrado; la temàtica y su desarrollo en un sinfìn de ideas y sensaciones concadenadas y bien descritas, lo convierten en un relato irònico, mordaz, con estilo propio y un poco de humor oscuro y personalista, que provocan la sensaciòn de querer leer el resto, si existiere , para verificar el destino de los poemas , vale decir..... ¿ cuales son los elegidos? y lo principal.... ! que se hizo con aquellos que querian elegir y opinar aparte de enviarlos a.......!. Comprendo. Que buen escrito. Buenas tardes Verònica. Un gusto que estès en el grupo
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