Texto por: Eduardo Ortiz.
Sitio del autor, aquí.
Llegó un día; nadie supo de dónde
venía o de dónde era. Corrían muchas historias sobre su origen, algunos en el
rancho ya lo conocían de haberle visto en otra parte, pero la mayoría no. Yo
era uno de ellos, y uno de los que alguna vez lo corretearon y lo apedrearon.
Mi primer
recuerdo de él es sobre que vestía pantalones
demasiado grandes para cuerpo; amarrados con un pedazo de cuerda de
ixtle, de esa que usábamos para amarrar los costales utilizados para los granos,
maíz, ajonjolí o frijol cuando se levanta la cosecha. Camisa raída y desfajada,
mal abotonada a veces, despeinado y sucio.
Era de piel blanca, pero cuando se reía o se enojaba (esto ultimo en muy
raras ocasiones) se volvía roja, exageradamente roja. Cara delgada y llena de
arrugas como si esa edad entre 20 o 30 años
ya hubiera vivido dos vidas.
Cuando llegó causó
sensación entre la plebada, que lo siguió desde su entrada al rancho. Llegó por
las vías, por la carretera, por la
vereda… no lo sé. Sólo sé que cuando lo vi, un grupo de niños le gritaban y le
toreaban. Él sólo reía; nos veía como a unas moscas, molestas pero incapaces de
herir, y con ademanes quería espantarnos. Algunos niños eran crueles; con ramas
le picaban las costillas al revolotear alrededor.
Le decían el Toto, su nombre o apellidos,
nadie supo jamás. Se decía que se había vuelto al morir su madre, que su padre
era un trabajador ferrocarrilero, pero que lo dejó abandonado al morir la
esposa.
Poco a poco nos fuimos acostumbrando a su
presencia. En realidad, era muy servicial, si lo mandaban a realizar alguna
pequeña tarea, la hacia, pero no podía hacer cosas complicadas, pues de repente
se quedaba mirando a ningún lado, como pensando. Reía sólo en ciertas ocasiones,
sabe que pasaría por su extraviada mente.
Recuerdo una ocasión en que se
portó violento y el objeto de su violencia fue uno de mis hermanos, no se
si Toño el que me seguía, o Daniel que
era mas chico. Mi hermano caminaba por una verdad a orillas del arrollo. Casi llegando
a casa se encontró con el Toto. Nunca supimos por qué actuó de esa manera: de
repente lo agarró del cuello y quiso estrangularlo. De eso se dio cuenta un tío
mío que estaba sentado por fuera de la tienda de mis padres, tomándose una soda.
Rápidamente corrió a quitárselo.
Se hizo un escandalo muy grande. Arriba de una
pequeña loma de Tucurubari estaba la casa de mi tía, a unos 50 metros de la
nuestra. Abajo, junto al arroyo, un limón siempre lleno de limones en toda
época del año, quizás por estar cerca del agua. Ahí, frente al limón, fue donde
sucedió esto: la gente empezó a llegar y lo quisieron linchar, algunos lo
golpearon, entre ellos mi tío. Lo amarraron y se lo llevaron a encerrar en la
casa de don Jorge Carrasco, en la que vivía su hijo Armando, que tenía unos
cuartos con unas puertas grandes de madre, y el de la esquina, frente a la
iglesia, unos fuertes barrotes también de madera. Parecía una celda de prisión
y de ello sirvió para resguardar a el Toto de la ira de la gente.
No supe cómo se impidió que fuese asesinado
por la turba. Quizás fue que la cordura volvió a todos, no lo sé, ni lo
recuerdo. La cosa es que ahí duro muchos días. Tampoco recuerdo si se lo
llevaron a la cárcel o se le corrió del rancho, solo sé que en esos días muchos
íbamos y apedreábamos la ventana para querer pegarle, pues por ella se asomaba
con sus ojos bien abiertos de vez en cuando el Toto. Sus ojos, que por cierto
eran azules o gris verdosos, le daban agua y comida por la ventana.
Los niños jamás volvimos a
acercarnos al Toto, pues sabíamos ya que a pesar de su carácter apacible y risueño,
podía volverse violento. De recordarlo se encargaban nuestro padres, quienes si
veían a algún niño molestándole, le daban una buena paliza con una vara de
chicura o guasima en las canias y verijas, no quedando a nadie ganas de volver
a hacerlo; aunque había sus excepciones con los chamacos ingobernables del
pueblo, como el Titi y Miguel Ángel, los
hijos del Churi, a quienes les valía
madre todo.
Otra cosa que hoy a la distancia
me vuelve a la mente, es que el Toto era muy limpio, solo la primera vez que lo
vi, cuando recién llegó, estuvo sucio, después ya no. Cada mañana, antes de que
amaneciera, incluso, él ya había tomado un baño en las heladas aguas del rio, o
en el dique, que era una especie de presa pequeña donde se retenían las aguas termales que en
varias partes del rancho brotaban por el lado del rio, y que servían para que
algunos vecinos como Pedro Pérez, don José Miranda y don Fidencio, regaran sus
siembras en las arenas de orillas del rio, conducida el agua por un pequeño
canal de tierra que finalizaba en las tierras de don José, quien tenía varios
guayabos, los que cada vez que se llenaban de fruto los robábamos, y que cuando
nos sorprendía nos correteaba echándonos madres. Fue en este dique donde todos acudíamos en
tiempo de frio a bañarnos antes de ir a la escuela, y el lugar donde algunas
veces me tocó ver como se bañaba el toto. Nunca usaba jabón, pero se tallaba y
volvía a tallar, a veces con tierra del fondo, o con piedras, hasta que su pile
se ponía roja de tanto friccionarse. No sé qué le impulsaba a ello, pero así
era, duraba mucho bañándose. Lavaba su ropa al mismo tiempo, y la ponía a secar
en las espinas que Pedro Pérez ponía sobre el cerco de sus tierras para que no
nos metiéramos a robar sandias, y esperaba dentro del agua hasta que estas
secaban o les faltaba poco, no importándole ponerse la ropa húmeda.
Desaparecía por temporadas pero
siempre volvía, nadie sabía adónde iba
ni a qué, sólo sabíamos que el día menos pensado llegaría por las vías del tren
o una vereda de cualquier parte. Vendría con su eterna sonrisa y a veces con
una tonadilla, chiflando o tarareando.
Texto por: Eduardo Ortiz.
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