A la luz de un astrolabio se pasea desnuda por la habitación mientras
las cortinas hacen movimientos fantasmagóricos onduladas por el
viento. Ella canta canciones y juega con la coreografía de esas cortinas
gaseosas, se deja envolver, se pone ahora un turbante, ahora un velo,
ahora un pareo o un vestido de novia, canta habaneras y el tango Margot
e improvisa en su indiferente deambular instrumentos musicales: golpea
un cajón, un sombrero, los hace percutir con sus propios dedos o con un
lápiz, emite sonidos de flautín como la nínfula que ya no es, como la
nínfula que siempre será. El astrolabio es de juguete y casi no emite
más que una tenue luz insuficiente para iluminar la estancia pero ella
conoce el rincón donde vive lo suficientemente bien como para no
tropezar con la ropa acumulada en el suelo desde hace semanas con el
paso del quita y pon de cada día. Beatriz es guapa, una invención de un
demonio melancólico. Parece salida de un cómic, sus movimientos son de
cómic, su tamborilear sobre cualquier objeto de la habitación es de
cómic, sus tetas son de cómic, tetas dibujadas a carboncillo y
difuminadas a dedo y algodón con el deleite del que las está inventando
exactamente para su gusto y su disfrute. Beatriz coge su cámara
fotográfica, apunta contra un espejo y dispara contra sí misma una foto
de su imagen haciendo una foto contra un espejo que la multiplica hasta
el infinito de su propia figura replicada por cámara y espejo. La foto
queda velada por el flash de cuello para arriba y oculta la identidad de
la fotógrafa; el resto de la silueta aparece en medio de la nebulosa de
Orión. El flash durante un instante ha deslumbrado la estancia, la ha
pintado de blanco con su luz cósmica e impertinente. Mira la foto en el
display: efectivamente aparece desnuda y con la cara anulada por el
fogonazo. Objetivo cumplido. Podría ser cualquiera pero cuando él reciba
la imagen en su teléfono sabrá que era ella. Se la manda y bebe un
trago de vino blanco mientras sonríe y canturrea letras que desconoce.
Sonríe por lo que acaba de hacer. Sonríe ante su propia ocurrencia.
Sonríe porque lo imagina mirándola a través del teléfono… La canción,
con el gesto de la sonrisa en los músculos de su cara en tensión emerge
desde su garganta de otra manera más engolada y llorona. Hoy se siente
guapa y está disfrutando de sí misma. Hoy soy la pera, se dice. Entra en
el baño y pronto su cuerpo queda difuminado por la otra cortina de
vapor en la que ahora se envuelve, disfruta de la ambigüedad, del sí
pero no, de la insinuación y así actuará esta noche cuando llegue el
momento del encuentro con él.
Él viene del Norte y su caminar es
lento y cansado. Tiene la espalda ancha pero es fácil observar cierto
encorvamiento cuando camina. A veces, una mueca de dolor y una mano a
los lumbares, no es nada, pero molesta, molesta el paso del tiempo sobre
todo. Él viene del Norte y trae una pesada mochila consigo pese a haber
pasado la mayor parte de los últimos años tratando de sacar todo
aquello que consideraba inservible pero, cómo renunciar a ciertas cosas,
a ciertos recuerdos. Recuerdos que viajan de Liverpool a Barcelona y de
Barcelona a Lisboa y después a cualquier otro sitio. Ahora ha vuelto a
casa y también en casa se siente forastero. Madrid se ha vuelto extraño.
Él tampoco es el mismo. Han pasado los años. Han pasado las vivencias,
que pesan más aún que todos esos años… La maquinilla raspa en su
deambular por la nuez. Es imposible alcanzar los más profundos ángulos
de su cara y el afeitado quedará lo mejor que sea posible, sin
ostentaciones. Desnudo delante del espejo mira su cuerpo y se acaricia
las pelotas con la yema de los dedos. La sensación le dice que está
preparado, piensa en Beatriz, la imagina deslizándose sola y desnuda en
su propio entorno y pronto se confirma que está definitivamente
preparado para ella, para tenerla esta noche cerca. Ha recibido un
mensaje en su teléfono móvil. Ella lo provoca. Él está de acuerdo con
las reglas del juego de la provocación. Acepta su inocente desafío pero
no quiere que lo traicione la ansiedad, no quiere que lo traicione el
deseo y caer en la tentación del onanismo precipitado, a destiempo, que
lo pueda estropear todo. No ceder a la necesidad de sus hormonas y de
sus vesículas le hace sentirse más libre y continúa haciendo su trabajo
con la maquinilla. Se afeita la cara, se recorta el vello del pubis, se
prepara para ella. Entra en la ducha y desaparece detrás de la cortina
como el actor que desaparece tras un telón después de representar su
parte de la obra. Toda una escenografía se abre ante él y, al otro lado
del escenario ella recubre su cuerpo con alguna crema que recuerda
lejanamente a la lavanda o a alguna madera noble: no quiere perder su
propio olor, su secreta identidad sensitiva. Él no quiere perder el
sendero de su libertad y camina por Castellana como si aquella fuese la
primera vez.
Ella aparece en medio de una fantasmagoría de seres que hablan sin
decir, que se fotografían al son de sus teléfonos móviles mientras hacen
caso omiso al arte que cuelga de las paredes. Pollock no es importante y
de su suicidio nadie sabe nada allí pero Pollock nos vigila como una
premonición. Arte de vanguardia, arte del siglo XXI nacido en alguna
mente evolucionada del difunto XX. Estamos asustados de perplejidad, de
asombro, de incredulidad ante los protoseres. Pero parece que a ella no
le afecta. Ella es uno de ellos pero mantiene el disimulo, algo que
odia. Si hay algo que detesta es disimular pero las circunstancias…
Ella mantiene la entereza cuando lo ve fotografiar a dos linarejas con
cara de polvo fácil. No se descompone. La linareja es una mujer guapa
por decreto. La linareja, dicen, puta hasta vieja. Él las fotografía
como si no supiese que ella ya ha llegado. Da igual. No se descompondrá
pase lo que pase. Él no sabe si la fotografía ha salido bien o mal
porque ha notado su presencia cercana y todo se ha precipitado al ritmo
del galope paroxístico de su corazón. Ella es tan alta como él, calcula,
y es un espectáculo escénico. Tantea sus medidas por el rabillo del ojo
mientras mantiene el otro puesto en la cámara y en las dos linarejas.
Ellas hace un rato que dan igual pero a la llegada de ella se han
saludado sin mirarse tratando de aparentar naturalidad y desenvoltura.
Él la admira desde hace días, aunque no la había visto jamás. Ella es
insoportable incertidumbre y amalgama de sabores: su piel está
recubierta ahora por pecas, ahora por escamas ahora por terciopelo y su
color muta con su estado de ánimo y él la escruta porque quiere tocarla y
oler su aroma a jazmines de Tailandia. Bromean con el tantra y con el
mantra para relajarse. Dialogan sobre ecología. No hay nada natural en
la naturaleza, se aventura ella, todo pertenece al mundo de lo sagrado.
Cuando la naturaleza te parezca natural, todo estará acabado y empezará
algo distinto que no podrás identificar. No sabemos qué es pero puede
estar bien. Él se siente un insecto a su lado pero no se descompone
tampoco y trata de llevársela al terreno de las conversaciones que
domina, las tantas veces ensayadas y entonces más bien es ella quien se
tambalea un poco cuando le habla de foto astronomía o del big crunch o
de la belleza de la estatua de un pequeño Peter Pan en un jardín de
Londres rodeado de niños perdidos que enredan sus brazos y piernas
entre sus pies firmes clavados en el barro. Ella le pregunta por el
material que utilizó el escultor para esculpirla y él, que no lo sabe,
se pregunta porque le interesa precisamente eso. Luego, ella acude a la
excusa del estrés y del cansancio y bebe rápida y precipitada su primera
copa de vino. Luego llegarán otras más mientras escogen en la carta un
menú improvisado. Ella adora el aguacate de Ecuador y él la contradice.
Desestiman lo graso y perpetran un microscópico solomillo que es
suficiente. Cena lezamiana en miniatura que ella ha sugerido con
absoluta aparente y calculada indiferencia. Como quien lo pide todos los
días. Él la tiene definitivamente a sus doce y detrás, en un abanico
horario de nueve a tres se abre la Castellana entera en todo su
esplendor, desenfocada ante su retina, como el resto de Madrid. Madrid
lleva desenfocado para él mucho tiempo, demasiado ya y ha perdido la
perspectiva de lo que Madrid es para él. Ella deslumbra y eclipsa, su
pecho escotado, como una sugerencia, resplandece más aún y a él le
tiembla la mano izquierda, lítica. Pero no se descompone. Es la conjura:
no descomponerse ante la belleza prepotente y aquella meta perfección y
mostrar una relajación al menos ficticia o fingida en la que los
encuentros casuales como aquel parezcan los menos casuales de los
encuentros.
Croquetas de jamón, pseudo ceviche de gambas, foie con
ternera cortada con un microscópico bisturí, cena lezamiana para dos
infantes difuntos que han dejado de serlo al menos por un rato. Ella lo
convence con el vino blanco, es la primera parte de la seducción y él lo
saborea como si supiese algo de ello. En realidad busca la anestesia
para su sistema nervioso, para que no haya traiciones en los gestos ni
en las palabras pero mientras apura el vino devora croquetas con las que
bromean y traban lazos con un futuro que todavía es incierto. Y en
medio de todo aquello comienzan a llegar los roces, la necesidad de la
piel y las manos se entrecruzan por instantes y luego él le agarra la
suya y se la besa pensando en algún infinito. Ella recibe sus labios
complacida y turbada. Él parece un ángel, un príncipe, un demonio y la
hipnotiza a base de palabras y de besos en los nudillos. Su cabeza dice
no pero su cuerpo se ha vuelto desobediente ante aquellas armas de
seducción insospechadas. Definitivamente él es la diferencia entre un
ángel y un idiota, lo que queda de ello… eso es él.
Y durante noches
la amó y la hizo suya hasta la deshidratación de sus cuerpos. La
recorrió y saboreó cada una de sus planicies como ella hizo con él y por
un tiempo los ectoplasmas desaparecieron de sus firmamentos y no hubo
más pesadillas ni llantos de bebés. Lo que convirtieron en la
jaula-animal en la que ellos mismos se introdujeron los mantuvo en el
simulacro del éxtasis mientras duró el calor y la última tormenta del
verano. Mientras los periódicos siguieron llevando y trayendo noticias y
las vieron pasar desde su ventana, páginas agitadas por el viento con
noticias agitadas por el caos.
Pero, como suele ocurrir, un día no la
vio más y volvió a encontrarse fuera de su útero fantástico para
amantes infantilizados sumidos en el desamparo más absoluto y peor aún.
Su útero cobijante desapareció, explotó y volvió a la intemperie de la
colectividad, del anonimato de almas varadas donde los paranoicos se
comunican con los demás a través de sus propias mentes sin darse cuenta
de su incomunicación. Se terminaron los días de sentirse feto protegido
en placenta y por placenta y todo volvió a ser hielo, tundra y verso
acabado. Beatriz fue para él lo que él quería que fuese: caverna
original, primero de los círculos concéntricos y lugar de partida. Ella
bailaba conga y chachachá y él era infante extasiado que la miraba
bañado por la placenta primordial. Al desaparecer ella de su esfera o al
ser expectorado él de aquel lugar de protección experimentó en su
retorno a la intemperie, fascinado y triste, cómo entre cielo y tierra
hay más cosas muertas y exteriores de las que puede soñar hacer suyas
cualquier niño del mundo. Al despedirse de aquel corazón que había sido
suyo le invadió el retorno al desasosiego aquel, mil veces vivido pero
ya olvidado desde la llegada de Beatriz, la agorafobia de lo externo, la
provocación de la soledad del individuo, que se cree indómito y que,
sin saberlo, no ha sabido aún salir del rincón placentario.
Ahora la
ve todos los días. La ve a cada momento. La tiene gravada en su retina,
palmo a palmo, centímetro a centímetro. Conoce sus sabores de madreselva
y sus labios almibarados. Ella apoyó la cabeza en su pecho y la dejó
allí durante lustros mientras él le rascaba la nuca y le acariciaba el
pelo y le hablaba de los peces de colores. Le recorría las nalgas el
pecho y el ombligo con el anverso y el reverso de su mano, ahora hacia
arriba ahora hacia abajo en un movimiento de acuné. Pero ella se
marchó.
Mucho tiempo después sigue recibiendo fotografías de una
nínfula a la que el fogonazo de un flash le oculta la cara pero no la
identidad, no para él. Ella cambia su ropa, a veces no la lleva, a veces
no mucha, nunca demasiada. Jamás aparece su rostro pero él sabe quién
es e insiste en la melancolía del objeto perdido como una pérdida de su
mismo yo. No hubo silenciosa tragedia en su pérdida y desaparición, tan
sólo una muerte de la música que habían iniciado a componer, una
ruptura del dueto de violines que componían en el que cuando uno perdía
una nota era el otro el que reconducía la melodía. Tú me completas aún
le dice, solo, mirándose en un espejo.
Ahora vive vacío de sentido,
con el tejado de su vieja casa derrumbado desde dentro y buscando nuevas
formas de reestructuramiento de su propia identidad, nuevos destinos,
su habitación se constituye en la prolongación de su piel abrasada por
la intemperie ante la soledad y espera a Beatriz llegar de vuelta en
forma de fogonazo o de líquido nutricio, sabor y textura de almíbar.
Allí vive, en el interior de una burbuja individualista esperando que la
lágrima congelada de la mejilla se derrita para empezar a caer.
Siempre es un placer leer tus cuentos, con ese estilo depurado, directo, que me recuerda de momento la narrativa de Raymond Chandler, pero con un sello muy personal tuyo...
ResponderEliminarEs una micro novela o un cuento Largo?
ResponderEliminarBuena historia.
ResponderEliminarExcelente
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