Ana María me pidió que le
contara sobre mi círculo de amigos del Distrito Federal. Era una noche calmada
en aquel pueblo de Tlaxcala. José Hernández Techachal estaba a mi lado, fumando
un Delicados que yo había comprado en el DF. Los cigarrillos son un ritual;
cuando voy de visita al pueblo, dos semanas cada seis meses, compro diez
cajetillas de Delicados y se los llevo como regalo. Jamás nos duran más de tres
días pero los usamos todas las noches para contar historias. La mayoría de las
veces es él quien cuenta una historia sobre serpientes o sobre pleitos de
cantina, yo siempre escucho las historias sentado a un lado de la fogata; Ana
María, la hija de José, también se sienta con nosotros a escuchar las
historias. Es raro que ella hable, pero esa noche habló, únicamente para que le
contara sobre mis amigos del Distrito Federal, aquella ciudad completamente
ajena para ellos. La Carlota, una gallina rancia, estaba acostada entre mis
piernas. Yo la acariciaba como quien acaricia a un perro, con cierta ternura
sí, pero con un dejo de compasión. Las estrellas brillaban a lo lejos, más
cerca del Distrito Federal que de nosotros.
Me puse un whisky en las rocas por pura nostalgia. El día
de mi llegada, hace apenas dos noches, pasé a un Wallmart de Tlaxcala para
comprar un etiqueta negra. En ese pueblo nadie bebe whisky, sólo mezcal y otra
bebida llamada Pozol. El Pozol, por su parte, es una bebida típica del sur de
México, mezcla de cacao y maíz. Agustín Sánchez, otro habitante del pueblo, la
había llevado un día a Tlaxcala y todos la aceptaron con naturalidad. José veía
mi whisky como si estuviera endemoniado; intenté, en varias ocasiones, servirle
un trago, pero jamás aceptó. Me puse un whisky en las rocas y prendí otro
Delicados. Estaba nervioso, debo confesarlo, generalmente no soy yo quien lleva
el protagonismo en esas reuniones de tres personas, pero decidí hacerle caso a
Ana María, hablar un poco del Distrito Federal. Bajé a la Carlota de mis
piernas, me sacudí sus plumas y le pregunté a Ana María que de quién quería que
le contara. De todos, me dijo. Parece gente muy interesante, terminó.
En realidad, mi círculo de amigos del Distrito Federal no
es tan interesante como parece. Se reduce, en gran medida, a tres personas más.
Verónica Pinciotti, Martin Petrozza y el poeta Salmoneo Gutiérrez. José y Ana María me miraban con sumo interés, todo lo que fuera ajeno a ese pueblo lo
veían como algo místico, interesante, empezando por mí mismo. Cuando llegué por
primera vez me trataban con respeto, como si fuera un gran político o un
intelectual declarado. Para estas alturas ya se habían acostumbrado a mí, pero
les intrigaba mi vida fuera de aquel lugar. No quise quedarles mal. Decidí, en
cierta medida, exagerar las cosas, contar de mi vida en el Distrito Federal
como si de verdad fuera algo interesante, manipular los acontecimientos casi de
manera epopéyica, y así lo hice. Volví a tomar a la Carlota entre mis brazos,
la situé en mis piernas y dispuse a comenzar el relato. Antes de empezar, José
prendió otro cigarrillo y se sirvió una jarra de mezcal. Ana María cruzó sus
piernas a manera de flor de loto, se puso unos lentes para “ver dentro de las
palabras”, me decía cada que le contaba algo. La carlota posó su cabeza sobre
mis rodillas.
Martin Petrozza, dije airado. Martin Petrozza es un
escritor frustrado. Escribe historias y las vive. Vive entre alcohol,
prostitutas y miseria. Tiene pocos amigos pero a veces tiene. Una vez me
presentó a un negro que vivía debajo de un puente y follaba como loco. Le di
una fumada a mi Delicados. Verónica Pinciotti es una chica fresa. Ustedes tal
vez no conozcan el término pero ya lo conocerán. Escribe historias, también, y
va lugares grandes, de moda, compra ropa
fina y es un poco italiana, de Europa, más allá del mar. Les expliqué para que
la distancia les quedara un poco más clara. Salmoneo es un poeta burlesco, por
las tardes trabaja en una tienda de abarrotes y por las noches escribe historias
y poemas. Vive enamorado y también se desenamora fácilmente. ¿Y tú? Preguntó
Ana María. Yo soy un lingüista, profesor universitario que sueña con escribir
buenos textos. Contesté mientras tomaba un sorbo de etiqueta negra. Me junto
con ellos, qué más, concluí.
José me escuchaba muy quieto, esperaba más de la
historia. Ana María me prestaba mucha atención. Los ojos le brillaron,
principalmente, cuando mencioné a Verónica. Para Ana María esa debía ser la
vida, ser una chica de mundo, tener suficiente dinero para andar de aquí para
allá, viajando de un lado para el otro del continente y comprando ropa cara en
tiendas de prestigio. José me preguntó por el negro, pero decidí hacer caso
omiso de esa historia. Martin y yo somos buenos amigos, los primeros. Lo conocí
cuando éramos muy niños e íbamos a la escuela juntos. Nos hablábamos, sí, pero
poco. La verdadera amistad empezó años después, cuando lo vi una noche de
Navidad. Esa noche yo me enteré que a él le gustaba escribir y él se enteró de
lo mismo sobre mí. Le hablé de mi círculo literario donde me reunía a charlar
de poesía con Luciano y otros amigos. Lo invité. Martin, gustoso, aceptó ir a
las sesiones y desde ahí comenzó nuestra verdadera amistad. A Verónica la vi
por primera vez en la universidad. Ella y yo íbamos en la misma escuela, una
muy cara y de mucho “prestigio”, dije con tono de sarcasmo, en México. Llevamos
una clase juntos pero nunca nos hablamos. Yo la veía a lo lejos. Ella se
juntaba con un grupo de gente que se puede considerar, busqué la palabra
adecuada para que ellos entendieran… Importante. Yo, por mi parte, sólo me
juntaba con un joven con sueños periodísticos. Pasé desapercibido, toda la
carrera, a los ojos de Verónica. La historia de Salmoneo se cuece a parte,
agregué. Antes de hablar de él me serví otro vaso de whisky y prendí un nuevo
Delicados. A él lo conocí tiempo después. Martin o Verónica lo conocieron
primero y lo llevaron a un lugar donde yo también estaba. En esa época yo
acababa de perder a un buen amigo, el poeta Enrique, y andaba falto de poetas,
así que acepté a Salmoneo, quien presumía de escribir poesía, con naturalidad. Después
me fui dando cuenta de quién era él y de quiénes éramos todos.
Al hablar me sentía algo cansado. Con ésta, eran ya
varias las ocasiones en que había tenido que contar esta historia. En cierto
sentido todos los del círculo vivíamos contándola. Cada quien a su manera y de
acuerdo a sus intereses. A veces uno
quedaba bien y el otro mal. A veces todos quedamos mal o todos bien. Martin,
con tal de ligar, en ciertas ocasiones me dejaba como un pendejo; o yo, también
por ligar, menospreciaba a Salmoneo a tal grado de rebajarlo al peor de los
poetas. A veces criticábamos a Verónica por su estilo de vida y casi siempre ella nos criticaba a nosotros,
con una ternura que a mí me parece, todavía hoy en día, inocente.
Hice una pausa en el relato para ver la reacción de mis
interlocutores. José seguía muy quieto, ido, daba la impresión de no entender
una sola palabra. Ana María cada vez me miraba con mas fascinación. En ese
momento me daba un poco de lástima. Ella veía el Distrito Federal como otro
México ajeno al suyo. No concebía un México donde hubiera muchos carros o donde
la gente gastara mil pesos en una tarde de domingo sólo por divertirse. José y
Ana María ganan esos mil pesos en prácticamente un mes de trabajo, y ese dinero
es sagrado. Compran comida, pagan sus necesidades básicas y es todo. José
también gasta dinero en la cantina. Les conté que por las noches de sábado, a
veces compramos dos o tres botellas de whisky. Gastamos, en suma, alrededor de
mil pesos para una velada. El whisky lo bebíamos todo esa misma noche y los mil
pesos se esucurrían en el escusado a la hora en que íbamos a mear. También les
conté que ni Martin ni yo ni mucho menos Salmoneo, teníamos la capacidad de
subsidiar esos gastos. Era Verónica quien, como Baco, nos proveía de los
menesteres básicos para pasar una noche agradable charlando de literatura o de
pintura o de mujeres.
En resumen, dije tajantemente como para cortar lo más
pronto posible esa conversación, la vida en el Distrito Federal se me va entre
dar clases, editar textos, estudiar y analizar lenguas. Los fines de semana,
eso sí, recalqué con humo en la boca, los paso con el círculo. Muchos sábados,
por no decir todos, Martin, Verónica y Salmoneo (que es siempre el más
ausente), van a mi casa a platicar sobre cualquier cosa. Verónica no falta
cuando está en México, pero cuando no está ella y Salmoneo por ver a Estela o
por su trabajo no puede asistir, me quedo solo con Martin. Hablamos sobre
libros, Martin habla sobre él y yo hablo sobre mí. Las conversaciones se
vuelven un tanto egocéntricas, dos tipos hablando de algo que creen que puede
interesa al otro pero que en realidad no le interesa a ninguno.
José se terminó la jarra de mezcal. A estas alturas ya me
tenía la suficiente confianza como para irse a dormir y dejarme solo con Ana
María. Cuando comencé a ir a visitarlos para trabajar una gramática sobre la
lengua que habla José, hace ya dos años, no me dejaba ni un momento a solas con
ella. Si él se iba a dormir, Ana María también tenía que hacerlo; si él salía,
Ana María salía con él; si él se emborrachaba, Ana María lo pagaba. Esa noche,
después de una jarra completa de mezcal, se sentía tan borracho que se disculpó
vagamente y salió disparado a su petate.
Me quedé a solas con ella, allí, tumbados bajo la luna de
un cielo cada vez más oscuro. Yo con una gallina entre las piernas y ella
cruzada como flor de loto. Cuando su padre entró a la casa ella se quitó los
lentes. Su cabello lacio, negro y largo se deslizó lentamente por su cara
morena. Quitó la flor de loto y extendió las piernas. Hace seis meses que
prácticamente no nos veíamos ni hablábamos. La última vez había estado con
ella, a solas, dentro de una cueva a las afueras del pueblo e hicimos el amor.
Un día después partí para México y no volví a saber de ella hasta hace dos
noches. Ana María me preguntó que por qué no la llevaba a vivir a México. Me preguntó si me avergonzaba de
ella, que si en México ella era tan poca cosa. No supe qué contestar, me quede
callado un largo rato y corrí a abrazarla.
El cielo cada vez estaba más oscuro. La Carlota se bajó
de mis piernas y se fue a arrinconar a lo más alejado del jardín, cerca del
corral del becerro. Yo no sabía qué decirle a Ana María y comencé a divagar
para salir del paso. Cada que viajo suelo llevar conmigo un par de libros para
leer en mis momentos de distracción. En esa ocasión llevaba dos libros del
filólogo Antonio Alatorre. Uno de ellos era Los
1001 años de la lengua española, editado por el Fondo de Cultura Económica.
El otro era un libro muy curioso, una novela recién publicada, la única del
autor, la cual había titulado él mismo, o tal vez fueron sus hijos, La migraña. Cuando vi esa novela, en una
librería de la calle Miguel Ángel de Quevedo, no sabía que La migraña era una novela de esas donde los autores dialogan
consigo mismo en una especie de monólogo que en ciertas ocasiones puede
resultar tedioso. Esas novelas que tanto Javier Marías como Enrique Vila –
Matas resumen muy bien.
Estoy leyendo una novela sobre un hombre que ve los
dolores de cabeza como un mensaje del cielo, le mentí a Ana María. En ese
momento ni siquiera había leído el libro. Una novela interesante, donde un
hombre recuerda un episodio de su vida de adolescente. Argumenté esto gracias a
que había leído la sinopsis de la contraportada. Ana María levantó la cabeza de
mis piernas (minutos antes se había acostado sobre la tierra y había usado mis
piernas como almohada). En ciertas ocasiones me pregunto qué se sentirá leer,
comentó al aire. Leer no es tan malo, dije. No sirve para gran cosa pero te
ayuda a mantenerte con vida o a hacer amigos. ¿Cómo es eso de mantenerte con
vida? Me preguntó. Muy sencillo, cuando yo leo novelas pienso que estoy leyendo
historias mías, situaciones que me pertenecen. Mientras lees una historia vives
en ella, formas parte de la historia y su mundo se vuelve tuyo. Leer una novela
es absorber vida. Una persona que lee una novela, más que lector es un
simbionte de historias, un chupador de vida. Le expliqué.
Si leer historias es absorber vidas, entonces quiero
aprender a leer. Enséñame, por favor. Me dijo Ana María casi en tono de
súplica. Pero antes, prosiguió, quisiera que me leyeras alguna historia de
Verónica y alguna historia tuya. Quiero ser parte de ustedes, vivir lejos y
comprar ropa cara, estudiar lenguas y sentir que no te vas por seis meses cada
vez. Quiero emborracharme un sábado y oírte discutir con Martin Petrozza sobre
literatura. Quiero ser un poema de tu amigo Salmoneo. Si me lees historias y me
enseñas a leer, yo dejaré que tú vivas en mí, el tiempo que quieras, allá en la
cueva.
Aunque en el pueblo no hay Internet, yo siempre llevo mi
computadora y en ella parte del blog donde solemos escribir los cuatro. Entré a
la casa por ella y la saqué al patio donde me esperaba Ana María. Prendió rápido.
Antes de empezar a leer algo me serví el último vaso de whisky. Muy bien, si
eso quieres entonces así será. Ana María volvió a ponerse los lentes , se sentó
frente a mí y prestó atención. Así comienza nuestra historia, me dije para mí
mismo. Este cuento, le expliqué, es de Verónica. Trata sobre su relación con el
señor Scott, un tipo de mundo. Alcé la voz y comencé a leer el cuento. El resto
de esa historia, es otra historia.
Como de costumbre
ResponderEliminarExcelente!!!
Excelente relato, saludos.
ResponderEliminares atractivo este en pieso adelante
ResponderEliminarDelicados y se los llevo como regalo. Jamás nos duran más de tres días pero los usamos todas las noches para contar historias. La mayoría de las veces es él quien cuenta una historia sobre serpientes o sobre pleitos de cantina, yo siempre escucho las historias sentado a un lado de la fogata; Ana María, la hija de José, también se sienta con nosotros a escuchar las historias. Es raro que ella hable, pero esa noche habló, ...hermoso♥♥♥♥♥♥♥♥♥
ResponderEliminarentretenido
ResponderEliminarGracuas por esta historia.
ResponderEliminarDisfruté muchísimo leyendo éste relato. Mil gracias.
ResponderEliminarFenomenal
ResponderEliminarExcelente
ResponderEliminarUn relato divertido, revelador y ambicioso.
ResponderEliminarCreo que me he enamorado de ti con este relato Guillermo
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