Mi habitación está amueblada con
un camastro (decir cama es decir demasiado, aunque en realidad no es un
camastro), un librero y una mesa con su silla. En el librero hay pocos libros
porque a pesar que leo mucho tengo pocos autores favoritos y compro pocos
libros. Mi especialidad es la relectura.
Particularmente la de Rilke, que es un poeta al que amo. Sobre la mesa hay una
libreta y hojas sueltas, todas llenas de versos de poemas que nunca termino de
escribir. En realidad, no creo en el fin de los poemas. Un poema termina de
escribirse cuando se muere el autor. Y ni eso, el poema puede seguir vivo mucho
tiempo después. A este respecto Verónica Pinciotti está en desacuerdo. Suele
decirme: “termina tus pinches poemas y no seas mamón”. Petrozza lo entiende, lo
entiende muy bien. “Haz lo que te venga gana, total, cada quien es libre de
creer lo que desee”, dice.
Además de eso, mi habitación está decorada con
un par de cortinas color hueso. La ventana está colocada con miras al Suroeste,
así que entra suficiente luz para sentarse en la mesa y escribir sin necesidad
de prender los focos. Al menos, durante unas buenas horas. La silla es de
madera y no es precisamente cómoda. Muchas veces he tenido la idea de colocar
sobre ella un cojín. Nunca lo he hecho. Lo recuerdo cuando estoy sentado pero
lo olvido después; no es en lo que pienso todo el día.
Tres muebles metidos en un cuarto de cuatro
por tres metros. Una ventana. Y dentro un monje que lee y escribe cuando no
trabaja. El monje soy yo. Es todo lo que puedo decir de mi habitación. Quizá,
algo más: la ropa la guardo sobre la mesa o la silla o sobre la cama o debajo
de ella, según esté limpia o sucia. Trastes no hay porque siempre me alimento
en la tienda o en la cocina. Tampoco hay reproductores de música, ni
televisión, ni computadoras. Principalmente porque no puedo pagarlos, peo
también, porque no los necesito.
Esta es la habitación donde, cuando la ocasión
lo permite (casi nunca lo permite), Estela y yo hacemos el amor. Sobre mi
camastro, que rechina como si debajo hubiese un cerdo que también lo hace. En
otras palabras, es nuestro nido de amor. A
mí no me importa, es mi habitación y duermo allí con ella o sin ella, pero lo
que es ella… no termina de convencerse. Dice que falta decorado. Se empeña en
decorar. Hace dos semanas trajo un florero con flores y está bien. Las flores
son amarillas. El florero está pintado a mano por una indígena. Luego, al
siguiente día, trajo un cuadro. Una reproducción de Degas. No objeto nada y la
dejo hacer. Ella misma instala las cosas. Pone agua a las flores y sacude el
cuadro.
Luego trajo una grabadora, y con ella discos.
La grabadora está en el suelo, junto a la mesa; no permití que la pusiera sobre
la mesa porque la mesa es muy pequeña y la grabadora no deja espacio para escribir.
Los discos sí los pone sobre la mesa; los cambio de la mesa a la cama y de la
cama a la mesa según sea necesario. Los discos son, en general, de Carole King,
John Lennon, Norah Jones.
2
Estela entra, la dejo pasar antes
de mí y se sienta sobre la cama. Suspira y mira lo que ha hecho. Ahora este
cuarto no es mío. Es obra de ella. Ha cambiado las cortinas hueso por unas
cortinas con motas de colores y manchas que parecen flores. Le digo que son
flores pero ella insiste que no. Sólo son colores, dice. En eso tiene razón. Es
en lo que pienso, en que sólo son
colores, cuando las miro y me chocan. También ha puesto un cojín a la
silla. Eso lo agradezco, excepto porque el cojín es rojo y tiene forma de
corazón. Cuando me siento a escribir
sobre él lo olvido, es cierto, pero cuando lo recuerdo me siento raro. A la
mesa ha puesto un mantel, también de colores.
Y sobre el mantel un plástico para no ensuciar el mantel. Ahora debo usar
un cuaderno y no hojas sueltas porque escribir sobre eso es como escribir sobre
algodón.
Yo entro después y me siento junto a ella. La
tomo de la mano y le digo que luce hermosa. Hemos venido a hacerlo. Nunca venimos
a otra cosa. Estela se levanta y coge los discos. Es costumbre amarnos bajo el
cobijo de su música. Saca el disco de
su caja y lo mete a la grabadora. Luego presiona el botón y lo hace sonar. Antes
de que deje la caja del disco en la mesa le pido que me la muestre. Me la da y
la miro. Es de un grupo llamado America.
La portada es de tonos cafés; hay un auto en medio de un bosque y sobre él,
pero fuera de él, tres hombres. Todo es muy viejo, como de los años sesenta o
menos. Al parecer, los hombres han ido allí en ese auto a pescar y a acampar.
Hay sillas y cañas de pescar. Uno de ellos tiene barba, otro gafas de sol y
otro el cabello hasta los hombros. Son hippies pero van vestidos con pantalones
y camisas formales. El disco se llama TinMan. Es un sencillo; justo la canción que escuchamos. En la portada esta
estampado el sello de la Warner Bros.
La canción es suave. No está mal, podría
escucharla siempre, pienso. Volteo la caja y allí está: es una pieza escrita por
Dewey Bunnell y producida por George Martin. Dewey es un chico a lo Lennon:
cabello largo, lacio y suelto. Gafas redondas de ver, e idealista. Supongo que
él hubiese preferido que yo dijese: Lennon es un chico al estilo Dewey. Bueno,
sencillamente no es así. La canción es buena, puedes recordar el coro sin
dificultad y la música realmente te hace girar, como la cámara gira en los
videos de Barry White, alrededor de él y de su cara. Puedes sentirlo, es como
estar en medio de una pompa de jabón. Girando. O haciendo el amor…
Cuando acabamos de hacerlo nos recostamos.
Hablamos poco, pero hablamos. Estela dice: “estar contigo es como estar en una
canción de America”. No sé qué
pensar. Petrozza me ha dicho: “cuida bien de escuchar lo que dicen las mujeres
antes, durante y después del acto sexual. Sobre todo esas cosas que dicen como
si no las dijeran ellas, como si les saliera del alma o algo. Anótalas en papel
si te es posible. Al final, esas palabras serán las piezas que faltan en tu
rompecabezas, cuando no entiendas porqué te dejaron, o porqué te odian, o
porqué no pueden vivir sin ti”.
Yo digo: te amo. Ella sonríe (¿debo anotar
también la sonrisa?). Luego dice: “se me antojó un helado”. Yo pienso: ella y
yo siempre comemos helados, es lo único que podemos hacer, por mi trabajo.
Salgo tarde y cuando lo hago, ella me espera y vamos al parque. Compramos un
helado y lo comemos sentados, en una banca. Hoy es domingo, los domingos no
trabajo y podemos venir aquí. Los domingos no comemos helados, ¿por qué tiene
antojo de uno? ¿Significa esto que le
gustaría más que fuese lunes, no estar aquí? Yo digo: mañana comemos uno, saliendo
del trabajo. Ella dice: “sí, de vainilla”. Yo asiento con la cabeza. Callamos
un par de minutos y ella mira el cuarto. Le gusta, le gusta. Le gusta cómo ha
dejado esto, aunque no está satisfecha. No me equivoco, al instante siguiente,
dice: “deberíamos pintar las paredes”. Yo no digo nada, pero no me alienta la
idea. Ella agrega: “de color durazno estaría muy bien”. Yo me doy la vuelta,
quedo de lado, y la beso.
Hacemos el amor una vez más. La última porque
en cualquier momento llegará mi abuela. Ha ido al panteón, a la tumba de mi
abuelo. Yo insisto en que debería tomarse más tiempo, todo el día si le place,
pero ella tiene esa manía de cuidarme. No llega después de las tres de la tarde
con tal de hacerme de comer. Son las dos con treinta. Se lo digo a Estela y
sugiere ducharse. Estoy de acuerdo. Tomamos un baño mientras escuchamos a todo
volumen cantar a Norah Jones. Desde que trajo esa grabadora no hay un segundo
que pasemos juntos en mi casa sin que suene algo. No digo que esté mal, la
música me gusta, pero creo que es tiempo de traer a casa algo más mío. Cuando
tenía nueve años me encantaba el grupo Kiss.
3
Lo compré en un tianguis cerca de
mi casa. Me gustó porque era de arcilla y hecho por el mismo que lo vendía. Mi
dinero no iría a parar a manos de una compañía millonaria. De algún modo era
ayudar. Lo compré para adornar el cuarto. Estela ya había hecho más de la cuenta
y me tocaba a mí. Era un muñeco de Gene Simmons, con su traje de dragón, sentado
en un trono y empuñando su bajo como a un cetro. El rey del mundo (que equivale a decir: Satanás).
Lo puse sobre la mesa, ¿dónde más si no?, y lo
dejé allí. Pensé en comprarle un estante, de esos que se empotran a la pared,
para que no estorbara a la hora de escribir. También pensé en una cúpula de
cristal para evitar el polvo. Estaba él y estaban los discos de Norah Jones. A
mí me pareció justo, una parte de este cuarto también es mía (aunque no
parezca), pensé.
Estela no lo tomó muy bien. Cuando lo miró
dijo que era horrible y que desentonaba con el resto del decorado. Yo primero
no me lo creí, que hablase en serio. Hablaba muy en serio. Dijo: no quiero
volver a verlo. Le pedí que se calmara, que no era para tanto, sólo un muñeco,
además mío y en mi cuarto. No quería decirlo pero lo pensé: ¿a ti en qué te afecta? En su defensa,
Estela argumentó que el muñeco era feo, feísimo, horrible. Que daba miedo, y
sobre todo asco, y que esos Kiss
tocaban muy mal y eran viejos y pasados de moda. Vaya, dije yo, pero son de la
misma época que America y C. King. Le
expliqué que en los setentas había dos clases de personas, los que gustaban de
la nueva ola del Heavy Metal, y los últimos estragos del movimiento hippie.
También surgió la música disco, pero eso es punto y aparte. Si ahora fuera 1975
yo estaría escuchando Kiss y Estela America.
De cualquier forma, eso no es razón para pelearnos, dije, ¿o sí? Estela no
contestó.
En un rápido autoanálisis descubrí que yo
siempre había estado alejado de la música. No tenía autores favoritos ni cantantes
ni músicos. Nunca había comprado un disco en mi vida. Si me preguntasen por mi
banda favorita diría que es kiss pero
sería mentira. En realidad no conozco el nombre de más de tres canciones suyas.
Aprendí el nombre de los integrantes como datos de cultura general, eso es
todo. Y si me inclino por esa banda se debe a que es la única que escuchaba mi
padre, cuando yo tenía como cinco años, y estaba acostumbrado a mirar las
portadas de sus acetatos y sus caras pintadas no me escandalizaban; todo lo
contrario, podría decirse que me cobijaban el inconsciente porque de algún modo
significaban mi padre.
Cuando dejé de cavilar, Estela estaba allí.
Parada y con los brazos en jarra. Estaba claro, su postura era: el muñeco o yo.
Esta situación me dejó helado. No estaba
acostumbrado a estos rollos. Quizá no estaba acostumbrado a estos rollos porque
no estaba acostumbrado a las mujeres. Estela era mi primera relación formal. Había
escuchado hablar a Petrozza sobre estos casos y estas mujeres. Cuando lo
escuchas de alguien más parece sencillo. Parece que uno debe decir: si lo pones así, vete. Defender tus
cosas, tus ideales. Pero en la vida real es más complicado. Estela lucía
enojada de verdad, y era, para ser sincero, por una cosa estúpida. Estaba allí,
estaba enojada…. Pero no por ello menos bella. Aún tenía esos ojos claros y esa
boca que arde en fuego. Petrozza hablaba de Perras del Infierno, pero Dios mío,
Estela, enojada y amenazante, seguía siendo
un ángel de piernas bien torneadas y busto firme. Sus cabellos continuaban
siendo de oro y… bueno, estábamos en mi cuarto y a mí cuarto sólo íbamos a una
cosa. No iba a perderme esa cosa por un muñeco de un grupo en el que ni
siquiera yo creía. Bueno, estaba claro y estaba decidido: iba a ceder con tal
de llevar la fiesta en paz…
Me acerqué a Estela y la abracé. Le pedí que
se calmara. Dije que después le daría un sitio más adecuado a Gene, que no era
para tanto.
No sé exactamente qué fue lo que detonó su
ira, si la petición de su calma o la promesa de mover a Gene de sitio; ella no
quería moverlo de sitio, quería desaparecerlo.
Pero la materia no se crea ni se destruye, pensé… aunque lo sacásemos de
nuestras vidas, eso también sería encontrar otro sitio parea Gene. Incluso si
lo quemásemos, Dios.
Si antes dudaba, no lo hago más. El instinto
de un hombre, de defender lo suyo, sale, se crea capaz o no, justo cuando el instinto
de una mujer salta felinamente. En esa habitación había un perro y una gata,
luchando por lo que consideraban su
territorio. Los gatos son así, se adueñan de tu casa, de tu cuarto. Ya me
lo había advertido Petrozza, los hombres son perros y las mujeres gatos.
Aquella tarde no hicimos el amor. Ella exigía
la desaparición ipso facto del muñeco
de Gene Simmons. Y yo, bueno… era mi muñeco y mi cuarto y a mí me gustaba. Nos
arañamos mucho aquella tarde. Eso es lo que aprendimos aquel día, a hacernos daño.
Hasta ese entonces no lo habíamos hecho. Esto podía llamarse nuestra primera pelea formal. Ahora debíamos aprender
otra cosa: a curarnos las heridas. Todo el mundo aprende a pelear, es lo malo,
pero pocos aprenden perdonar, a olvidar, a lamerse las heridas de las garras
que sacamos en nuestros momentos más bajos. Se llama instinto y no podemos
acabar con él. Es más fácil que él acabe con nosotros. Pero sí podemos
controlarlo. Si estamos conscientes de ello. Petrozza tiene razón, las mujeres
son perras del Infierno, pero eso es
porque nosotros nos comportamos como diablos.
Me gusto.
ResponderEliminarUn blog para disfrutar acompañado de un buen escocés en la rocas y de buena compañía. Altamente recomendable. Gracias
ResponderEliminarEncantador!!
ResponderEliminarMuy bueno!! Habrá que leer lo que falta.
ResponderEliminarveses se enpieza por una anecdote y termina con una buena nobela.
ResponderEliminarSalmoneo, tenés la capacidad de convertir una anécdota casi insignificante de la vida cotidiana en un relato atrapante y lleno de gracia. Es decir, sos un escritor con todas las letras. Excelente el relato.
ResponderEliminarExcelente!!!!
ResponderEliminarMuy bueno
ResponderEliminarEs magnifico
ResponderEliminarExcelente...!
ResponderEliminarOh, es muy bueno
ResponderEliminarPRECIOSO!!
ResponderEliminarlas diferencias entre hombres y mujeres existen, de lo contrario la visd seria muy aburrida.....
ResponderEliminar