El coche dejó de andar por el
kilómetro cincuenta. Al menos, eso según mis cálculos, que están basados en mi
imaginación. En realidad, el coche dejó de andar en algún punto de la carretera
que va de México a Cuernavaca. No sé exactamente dónde pero fue pasando Tres
Marías. De lo contrario, hubiésemos desayunado allí y llamado a alguien desde
allí. Pero en donde estábamos parados no había gente ni teléfonos, ni comida ni
agua.
Iba conduciendo yo, como siempre que salíamos
a carretera porque a Sandra no le gustaba tener que concentrarse. De pronto, el
coche tosió y dejó de andar. Afortunadamente fue durante una recta y pude
orillarme sin dificultad. Destapé el cofre desde dentro y bajé. Alcé el maldito
cofre, que estaba caliente como el infierno, y en general todo el motor estaba
caliente como el infierno y salía humo. Sandra bajó, se puso a mi lado y ambos miramos
el motor. Supongo que ella esperaba que yo dijese algo, pero, joder, yo no
tenía ni puta idea. Delante de mí tenía un motor caliente, que ante mis ojos
era como tener Por el camino de Swan
escrito en chino, o un paciente con el pecho abierto en espera de un trasplante
de corazón. Es decir, algo inentendible para mí, y fuera de todo mi alcance.
¿Y bien?, preguntó Sandra después que el coche
dejó de humear. Pude ser sincero, decirle: no sé un carajo de esto; pero lucía
nerviosa y al mismo tiempo esperanzada. No podía romper su corazón de ese modo.
Debía al menos fingir que podía solucionarlo y luego, poco a poco, hacerle ver
que no podría arreglarlo yo, no porque fuera idiota, sino porque en realidad
era grave. Al menos, porque no tenía la herramienta adecuada, o algo. Si
hubiese escuchado a mi padre, Dios, pensé. Él se interesaba en enseñarme cómo
tratar a una máquina, pero… bueno, yo era más necio que una cabra.
Sencillamente pensaba: a mí nunca va a pasarme. Y estaba equivocado, como la
mayoría de las veces. Había fallado, como cuando pensé que yo nunca consumiría
LSD. Me lo repetía constantemente y un buen día, el LSD estaba dentro de mí.
Cómo pasó es algo que nunca supe explicarme. El caso es que lo había hecho y me
había gustado. Era experto en equivocarme. Hacía juicios sobre mí o sobre las
cosas y me los creía. Pensé, en realidad creí, que la mujer que amé estaría
conmigo siempre y no me dejaría. Pero me dejó. Se embarazó de otro hombre y se
casó. Me prometí no volver a enamorarme, y en eso también fallé. Y ahora estaba
aquí, frente a un motor descompuesto y recordando a mi padre porque siempre
dijo que un hombre debe saber cómo tratar un motor. Pensé que era un macho y
que eso no iba conmigo, yo era joven y liberal y creía en la mujer que trabaja.
Sin embargo, en pleno silgo veintiuno Sandra aún esperaba que yo hiciese algo.
No concebía que un hombre pueda saber tan poco de coches como una mujer. En el
fondo, era conservadora.
Acerqué la cabeza al viejo trasto, como si
buscase la falla de todo esto, y en realidad traté de hallar la falla pero sólo
podía mirar fierros y cables, y si algún fierro o algún cable no estaban en su
lugar, yo no podía saberlo porque no conocía el lugar de cada fierro y de cada
cable. El motor podía estar hecho un desastre y yo no lo hubiese notado, para
mí, todos los motores estaban siempre hechos un desastre. Toqué algunas piezas.
Ardían y me quemé. Esto no dio confianza a Sandra, era evidente que no debía
tocar nada. Incluso ella se había abstenido de tocar porque podía adivinarse
que estaría caliente. ¿Quieres un trapo?, preguntó con inseguridad. Asentí con
la cabeza, no podía hacer otra cosa, y en menos de un minuto tuve un trapo.
Bueno, ahora tenía un trapo y podía tocar a
mis anchas. Excepto por Sandra que estaba detrás de mí, mirando cada movimiento
mío y poniéndome nervioso. Le pedí que se alejara y se alejó. Entonces miré la
carretera y entendí que estaba solo y que tendría que recordar, recordar,
recordar. Una vez, en mil novecientos noventa y cinco, en un viaje familiar, el
coche de papá se averió caminó a Toluca y tuvo que bajarse y hacerse cargo.
Recuerdo que el choche humeaba, más o menos como este, y… bueno, él me ordenó
que bajara y le echara una mano pero yo consideré más importante continuar
dentro del coche y jugar a Mortal Kombat en el portátil. Fue la primera vez que
logré terminarlo en dificulta máxima; no iba a interrumpir algo así por una
situación que podía arreglar mi padre.
Vale, exclamé, ya lo tengo. Sandra se acercó
de inmediato, la idea de pasar un solo minuto más allí, parados en medio de la
nada, le desagradaba. ¿Qué es?, preguntó entusiasmada. Iré por ayuda, dije.
Sandra bufó, preguntó qué cómo demonios pensaba hacer eso. Bueno, me alcé de
hombros, caminaré. ¡Caminarás!, gritó como si hubiese dicho lo impensable. Para
ella lo era; caminar más de cinco kilómetros era ilógico y estúpido. Supondría
muchísimo tiempo y ella no estaba dispuesta a esperar en medio de la nada, con
el frío que hacía ahora y el calor que haría después, y sin nada que hacer. Sencillamente
era impensable. Más valía que aprendiera a desarmar y armar el motor esa misma
mañana, antes que dejarla sola. Ya, dije y regresé al coche.
Bueno, al menos ya no ardía, ahora podías
tocar los componentes sin quemarte las manos. Pero por más que me concentraba
en verlo no podía saber de dónde venía el daño. Sandra, dije, coge las llaves
y échalo a andar, ¿quieres? Sandra dijo que eso no funcionaría, pero yo estaba
seguro que en algún lado había visto hacer aquello. Uno se pone en el motor y
pide a otro que lo eche a andar. Entonces, no sé muy bien cómo, pero luego de
varios intentos, arranca. Insistí y Sandra, contra toda su voluntad, subió al
coche y dio marcha. Hubo un ruido, como una tos ahogada. También hubo jaleo,
como si el buenazo quisiera arrancar pero fuese impotente de hacerlo. Eso me
animó y le pedí a Sandra que lo intentara otra vez. Mientras tanto yo miraba.
Sandra lo hizo de nuevo. Dio marcha pero esta vez sólo escuchamos un chillido,
como el agonizante grito de un cerdo, y eso fue todo. El coche dio un brinco y
se plantó. Podías girar la llave pero ya no lograbas ni hacerlo toser.
Estábamos peor que al principio.
Sandra tuvo que aceptarlo, yo no era El
hombre. Podía explicar dónde radica la belleza de un Rembrandt, pero no
lograría reparar una avería mecánica por más que me esforzara. Sacó los
triángulos y con el trapo se puso a advertir a los conductores que venía detrás
que delante había un coche parado. La cosa era que no venía nadie. Era martes y
era temprano.
Me recargué sobre el coche y encendí un
cigarrillo. Tenía la esperanza de que Sandra, más que advertir de un choque,
llamara la atención de alguno que se parase a ayudarnos. No es difícil
encontrar alguno que sepa de mecánica, todos saben al menos lo elemental. Han
aprendido eso y sacrificado el conocimiento de la Lengua o de los tratados
filosóficos de la antigua Grecia. No los culpo, en su decisión hay supervivencia.
Es más práctico saber que el cable rojo es el cable positivo en una batería de
auto, que saber que Comte es el padre del positivismo y que se les denominó
rojos a los comunistas durante la guerra civil española, en 1936.
2
Dejamos el cofre abierto, según Sandra eso era
señal de avería y quizá pasara por allí una patrulla o algo y nos rescatara, y
nos metimos dentro. Me puse al volante, que era lo más que podía hacer para
recuperar mi dignidad; recrear en ella la imagen de El hombre, y de vez en vez
intentaba dar marcha al coche. No hacía el menor ruido ni daba la mínima señal
de vida. Todo era tan silencioso que Sandra no notaba que yo a veces hacía
girar la llave. Y la hice girar tantas veces que perdí la esperanza y hacerlo
se convirtió en manía.
Venga, dijo Sandra, dame un cigarrillo. Sandra
no fumaba y se lo dije, pero estaba tan harta de todo que estaba dispuesta a
fumar. Tenía los pies sobre el tablero y estaba desparramada en el asiento. Le
di el cigarrillo ya encendido y lo tomó y lo sacó por la ventanilla. Encendí
uno para mí también y me puse a fumar. Al mismo tiempo pensaba en todo esto.
Habíamos cogido la costumbre de ir a Cuernavaca porque nos gustaba beber allá.
Pero era absurdo, no teníamos un motivo real para considerar bueno beber allá.
Podíamos beber lo mismo en DF e incluso no significaba un viaje de hora y media
ni pagar hospedajes. ¿Por qué teníamos que ir a Cuernavaca? Lo hacíamos
cualquier día. Sandra llamaba y preguntaba si me gustaría ir a Cuerna, y yo
siempre decía que sí, total, ella corría con los gastos y ello me sacaba de la
ciudad, que en cierto modo era lo bueno de ir a beber hasta allá: no estar
dentro de la ciudad, porque la ciudad estaba llena de lugares y de gente a la
que estábamos acostumbrados. Ir a Cuernavaca significaba que todo podía pasar.
La gente allá no nos conocía y cada encuentro era un encuentro mágico, no
importa si acabábamos bebiendo con el más idiota de los hombres de Cuernavaca,
nosotros no sabríamos quién era en realidad. Y sobre todo, él no sabría quién
éramos nosotros; que yo no tenía trabajo y que Sandra corría con los gastos.
Aquello era mal visto en la ciudad. En Cuernavaca no teníamos que dar
explicaciones. Tampoco en la ciudad, pero la sensación era esa: una sensación
de libertad porque no conocíamos el nombre de las calles y la mayor parte del
tiempo no sabíamos dónde estábamos exactamente. No importaba, el caso era
precisamente ese. Y regresábamos a casa pidiendo auxilio a los peatones de cómo
llegar a México. Eso nos permitía sentir que habíamos hecho un viaje largo y
que lo mismo podía ser Cuernavaca que Europa o Panamá.
Sin embargo, últimamente la magia se estaba
acabando. Cuernavaca es pequeña en realidad y cada vez nos costaba menos ubicarnos.
Trataba de perder el rumbo; viraba en calles que no habíamos virado antes, pero
todas las calles daban al centro o a un sitio donde no valía la pena entrar,
lleno de casas y sin bares. Pensé en todo eso y supuse que este desperfecto era
el símbolo de nuestra inconformidad, el manifiesto simbólico de que en realidad
no deseábamos ir a Cuernavaca nunca más. Que estábamos hartos pero no teníamos
el valor para aceptarlo abiertamente. Para decir: no quiero ir a Cuernavaca
pero voy porque tú lo deseas y no quiero que pienses que si algo sale mal es
porque yo fui aguafiestas. Se lo dije a Sandra y se burló. Dijo que yo estaba
loco y que sencillamente el coche había fallado, lo mismo que podía fallar
cualquier otro día, etc. Decía todo esto al tiempo que daba caladas inútiles al
cigarrillo. No hacía pasar el humo del tabaco hasta los pulmones, lo expulsaba
antes, como un niño que no sabe fumar. Y también le dije esto y me pidió que
callara. Dijo que yo sólo sabía criticar pero no era capaz de resolver
problemas reales. Entonces le dije que todos los problemas son reales, incluso
los que ella piensa vanos, porque aunque estén en el mundo de las ideas, dentro
de la cabeza de alguien, pertenecen a una realidad, y la transforman, y tienen
tanta vida como lo que ella considera un
problema real.
Sandra bajó del auto. Estaba cansada de mí. Le
exigía a mis testículos, por los cuales yo no aceptaba ninguna culpa, yo no
había pedido tenerlos, que arreglaran un asunto de testículos.
Así que se trata de eso, le grité a Sandra
desde dentro, por la ventanilla. Sandra no respondió, le daba lo mismo lo que
yo pensara. Pero yo no iba a rendirme, estaba cansado de que se creyera que soy
poca cosa por no saber reparar un auto. Así que se trata de eso, repetí
gritando desde dentro. Sandra se acercó a mí, por fuera, y preguntó que ahora
de qué demonios estaba hablando. Vamos,
le dije, crees que soy menos hombre porque no puedo arreglar esto, ¿no? Sandra
respondió que no era cierto. No importa lo que digas, dije, en el fondo es así.
Siempre es así, Dios, las mujeres y los hombres; la guerra de los sexos.
Estamos en 2011 y aún crees que en esta relación los pantalones los tienes tú. Crees
que es cuestión de pantalones, pero, ¿sabes?, los hombres y las mujeres somos
personas. Ambos somos personas y yo puedo perdonar que tú uses camisas y botas
y bebas y eructes y pagues las cuentas, así que espero que tú seas capaz de
hacerlo lo mismo, y que me perdones la vida porque nunca he tenido que vérmelas
con un motor arruinado y… ¿De qué carajos estás hablando?, preguntó Sandra con
verdadero asombro. La miré a los ojos, desde abajo porque ella estaba parada
fuera, del otro lado de la puertezuela y yo sentado dentro, y algo me dijo que
quizá me estaba equivocando. Demasiado tarde, ya había hablado de más; había
insultado de algún modo a Sandra con eso de soportar sus camisas y sus eructos
y ahora tendría que pagar.
Exigió que le explicara eso de las camisas y
las botas. El asunto era que siempre consideré masculina la forma en que Sandra
vestía. No lo hacía siempre, es cierto, a veces se metía dentro de ese vestido rojo y era un encanto, pero las más de las veces vestía tejanos y camisas y
daba la impresión de ser lesbiana. Encima, bebía como un hombre (lo que eso
signifique), y también comía como uno (lo que significa que podía comerse dos
hamburguesas del McDonalds de una sentada, o quince tacos de suadero, o torta y
media de esas Super tortas; y lo sabía porque yo mismo la había mirado
hacerlo). Había ciertas reglas para la masculinidad y para la feminidad y
Sandra las violaba casi todas. No era femenino el modo en que se dirigía a los
hombres, los llamaba güey o cabrón, y los saludaba pegando su puño al de ellos.
No era femenino el modo en que mascaba chicle, ni el modo en que tocaba
guitarras de aire en cuanto escuchaba una canción de Guns N´ Roses. Ni siquiera
era femenino el modo en que hacía el amor. Tomaba el control de todo y aunque
daba unas chupadas bastante femeninas, en general, era enérgica y activa. No
estoy diciendo que todo esto fuese pecado, pero bajo la mira de la normatividad
de la sociedad Sandra era una machorra la mayor parte del tiempo. Incluso ella
misma me había confesado que durante un tiempo se relacionó con mujeres
exclusivamente y le gustó y volvería a hacerlo.
Verás, dije, creo que usar camisas a cuadros y
botas vaqueras te deja en tan mal estado como a mí el no saber reparar el auto,
¿sí?, así que sencillamente pienso que estamos a mano y que no puedes juzgarme,
o no debes juzgarme por no saber lo que un chimpancé venido a humano podría
hacer en dos minutos. Nunca me ha interesado aprender las cosas mecánicas
porque las considero infrahumanas. Prefiero ejercitar el cerebro, ¿sabes?, leyendo,
resolviendo ecuaciones, escuchando a Sebastian Bach. No pienso dar mi respeto y
admiración a uno que arregla un coche porque cualquiera puede hacerlo, pero no
cualquiera puede componer los conciertos de Brandemburgo, ¿okey?
Sandra me miró con la boca abierta. Exclamó
que yo estaba cada vez más loco o más pendejo. Dijo que ella nunca me había
visto a mí como a un hombre en el sentido estricto, en el sentido más estricto
y social, sino como a un amigo y un amante con el que se puede beber y charlar.
Y se sorprendió de saber que todo este tiempo yo la había mirado a ella como a
una machorra o a un monstruo que no es normal. Dijo que si pagaba mis cuentas
era precisamente porque no me consideraba un hombre sino una persona, justo
como yo lo había dicho antes, y que no miraba mal ayudar a un amigo; lo mismo
había hecho ya por muchas amigas suyas y el hecho de que yo tuviese un pene no
cambiaba en absoluto las cosas. En resumen, dijo que el hijo de puta y machista
era yo y no ella, y que era cosa mía si me amedrentaba por no saber ni qué es una
bujía. Estaba que echaba humo, más o menos lo mismo que el coche, pensé, y yo
no era bueno arreglando coches ni mujeres.
Tuve que pedir perdón, explicarle que si dije
aquello es porque yo pensaba que ella… Pero no quiso escuchar razones y dijo
que yo era un idiota. Que me creía muy libre y muy liberal pero en realidad no
había avanzado nada en el progreso de mi pensamiento. Podía saber mucho de
literatura y de arte pero seguía siendo un maldito chimpancé. Acepté aquello de
buena gana, al fin y al cabo era verdad. Ella no era la que me juzgaba. Era yo
el que no soportaba la idea de no poder con una máquina. Yo que entendía los
ensambles de una pieza de Mozart, que podía deshilvanar una obra de Kandinsky y
decir por qué era mala. Yo que me jactaba de haber leído toda la mitología
griega y romana, de saber exactamente dónde radica el talón de Aquiles de la
democracia, de entender a ciencia cierta la filosofía de Kant, y desaprobarla,
y de alentar a las personas a leer a Hegel. Yo, que podía construir y
desconstruir conceptos abstractos, no era capaz de entender el funcionamiento
básico de un objeto hace tiempo dominado por las castas más bajas del
intelecto. Y eso es lo que me jodía, Santo Dios, además que mi padre tuviera
razón al decirme que un día, un día iba a necesitar los consejos que me dio.
3
Finalmente nos rescataron. No
podía ser de otro modo. Ante una situación así éramos como dos náufragos cuya
balsa se hizo mierda por la tormenta o algo. Y como náufragos, lo habíamos
perdido todo, excepto lo que la tormenta podía arrebatarnos. Habíamos perdido
el auto y el dinero porque el coche tuvo que llevarlo una grúa y hubo que pagar
por ello. Bueno, le dije a Sandra, después de todo un hombre no posee lo que
puede perder en un… Sandra me paró en seco. Estaba hasta la coronilla de mí.
Desde mi perspectiva era sencillo, yo no había pagado por ese coche ni pagaría
los daños ni la grúa ni estaría a pie todo el tiempo que tardaran en repararlo.
Para mí, todos los coches eran el coche. Viajaba en coche pero nunca era mío.
Para mí, todos los coches eran el coche: una caja de metal sobre cuatro llantas
que me llevaba gratis a todos lados.
Lo que no perdimos fue el orgullo. Sandra me
mandó al carajo y yo no lo evité, podían darle por culo.
de lújo :)
ResponderEliminarmegusta el relato lei algunas partes y meencanto
ResponderEliminarNo hace falta,imaginarse la escena,todos y cada uno de los conductores del mundo ,se han visto ,en ese trance,,ridículo ,por demás,pero, que todos ,lo podemos REIVINDICAR, como propio
ResponderEliminarUn texto sinigual!! maravilloso!
ResponderEliminarExcelente!!!
ResponderEliminarComo siempre un placer leerlo. Saludos.
ResponderEliminarmuy buen escrito... se disfruta bueno, bueno, bueno...
ResponderEliminarGracias por este bellisimo escrito esta muy interesante
ResponderEliminarME GUSTO MUCHO. EXCELENTE!
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