En algún lugar de Tlaxcala hay una cueva. En todas las cuevas hay
oscuridad y pasadizos secretos. En esa cueva de Tlaxcala, además, hay una
pintura misteriosa que muestra a dos guerreros (posiblemente mayas), blandiendo
tremendas lanzas y viendo hacia el horizonte, como apuntando su vista y sus
lanzas hacia el pueblo mexica. La
historia de la pintura es curiosa, no quiero decir con esto que la pintura esté
llena de misterio, pero vale la pena contar cómo fue descubierta.
José me contó que
tiempo atrás, no sé bien cuánto, una banda de pobres criminales asaltaron la
iglesia del pueblo. Se llevaron todo, desde la copa donde se bebe el vino en
misa hasta dos o tres figuritas católicas hechas de oro. También se llevaron
unos cuadros y el dinero de las limosnas. Los pobres criminales, poco expertos
en temas de asaltos, salieron por patas de la iglesia. Cargaban los cuadros, el
dinero y las reliquias como quien carga un juguete nuevo. Corrieron calle
arriba. Pasaron las pocas casas que hay entre la iglesia y el bosque y pronto
llegaron a una cueva. La cueva era oscura y misteriosa, pero les pareció el
lugar ideal para guardar su botín. Se dice que contaron cuidadosamente cuánto
habían robado. Juan jura que de las limosnas sacaron como trescientos pesos y entre el oro y las pinturas su tesoro
podía costar unos tres mil. Los pobres criminales estaban felices con su
hazaña. Después de contar todo y dejarlo oculto entre la oscuridad de la cueva,
fueron al pueblo a comprar una botella de ron.
A su paso nadie sospechó que ellos hubieran asaltado la iglesia. Agustín
Sánchez Sánchez, el más viejo del grupo, ahora sé que de unos 60 años
aproximadamente el día de hoy, pagó la botella con lo que algún lingüista, unas
horas antes, le había dado a cambio de mencionar palabras en su lengua natal
durante ocho horas seguidas. Regresó con el grupo y todos juntos volvieron a la
cueva. A su llegada, José Hernández Techachal, otro longevo de 60 años, abrió
la botella y tomó ron primero que nadie. La pasó de mano en mano y a los pocos
minutos todos los integrantes del grupo (más o menos de la misma edad), estaban
ebrios.
En esa época no
tenían sesenta años sino cuarenta o treinta y estaban necesitados de billetes.
Agustín Sánchez Sánchez, hablante natal de alguna lengua nahua, se paró ebrio a
inspeccionar la cueva. Como el lugar estaba muy oscuro y él sólo tenía una
pequeña vela, se apoyaba de las paredes para no caer por culpa de alguna roca.
De pronto, un ligero color azul que se reflejaba en la pared llamó su atención.
Agustín acercó la luz de la vela y miró, incrédulo, cómo la pared tenía un
ligero tono azul que sobresalía sobre los grises de las piedras. Regresó
corriendo con el grupo y gritó muy fuerte para que todos lo oyeran. Los demás,
cansados por el efecto del alcohol, no le hicieron mucho caso. José Hernández
Techachal, que era su mejor amigo, decidió, por un momento, ir a ver de qué
hablaba Agustín. Tomó una vela más grande y se dirigió al lugar. José también
notó el color azul y, ávido de atención, comenzó a rascar la pared para ver qué
más encontraba debajo de las piedras. Pronto descubrió que la pared caía
fácilmente y que detrás de cada piedra había más azul. Agustín lo ayudaba a
romper la cueva. Como jamás iban a terminar de romper la pared ellos solos, decidieron
ir por sus amigos y éstos, cansados de tanta insistencia, contribuyeron con la
destrucción. Dos horas después la pared estaba casi destruida. De pronto, los
ojos de todos se postraron ante una escena que cambiaría su vida para siempre. Un
ángel azul, armado con una lanza, asomó su rostro por detrás de la pared. El
grupo quedó petrificado y salió corriendo de la cueva.
La escena los
paralizó, ya en el bosque, durante varios minutos. Fue José Hernández Techachal
quien sugirió que ese dibujo era un mensaje de Dios que, enfurecido por el robo
a una de sus iglesias, había decidido mandarles al arcángel Gabriel para darles
una lección. Los demás del grupo asintieron a tal aseveración y decidieron,
entre todos, tomar los objetos robados y regresar a la iglesia para devolverlos.
Como era muy de noche y estaba borrachos y Gabriel patrullaba la cueva,
decidieron volver al día siguiente por las cosas.
Agustín Sánchez
Sánchez y José Hernández Techachal son casi vecinos. Agustín vive en el extremo
derecho de la iglesia y José en el extremo izquierdo. Sus casas y sus vidas son
iguales, lo único que los separa es aquella iglesia que habían ultrajado. Muy
temprano, José atravesó la iglesia y tocó la puerta de Agustín. Ambos partieron
rumbo a la tienda de abarrotes San Ignacio
para verse con los demás del grupo y así regresar a la cueva por las cosas.
Entraron a la
cueva rápidamente, sacaron las cosas y volvieron a la iglesia. En la iglesia
los esperaba el padre quien escuchó la historia con mucho interés. Decidió
perdonarlos, en parte porque habían regresado las cosas y en parte porque les
tenía algo más que lástima. Eso sí, los obligó a confesarse y a rezar una
veintena de padres nuestros en español. Todos quedaron tranquilos y siguieron
con su vida como si nada.
Unos años
después, ahora que me ha tocado conocer a José, a Agustín y al pueblo en
general; José me contó que el padre, que no era nada idiota, no creyó para nada
que fuera el arcángel Gabriel quien apareció en esa cueva. Él mismo fue a
investigar para enterarse de qué arcángel hablaba el grupo. El resto es
historia: lo que parecía un arcángel no era una figura cristiana sino un gran
guerrero maya con un gran penacho en la cabeza que bien podía pasar por un par
de majestuosas alas. Tenía un arma, sí, y también tenía un compañero. Ambos
veían el horizonte. El padre anunció el descubrimiento con todas las fiestas
que uno se pueda imaginar. Había encontrado un mural prehispánico en medio de
una cueva perdida en Tlaxcala. De arqueólogo y aventurero nadie lo bajó en
mucho tiempo. A nadie le contó la verdadera historia del hallazgo.
Yo conocí a José
Hernández Techachal primero que a Agustín. Había ido al pueblo a realizar una
investigación lingüística. La lengua y el lugar llamaron mi atención por dos
motivos: primero porque era una lengua en peligro de extinción, al día de hoy
quedan dos hablantes. Uno de ellos es José Hernández Techachal y el otro es
Agustín Sánchez Sánchez. Los únicos dos hablantes de la lengua viven en el mismo
pueblo, de extremo a extremo de la iglesia, y además, segundo punto por el que
me animé a ir, no se dirigen la palabra desde hace muchos años. Agustín se
acostó con la esposa de José y de ahí nació Ana María, hija de Agustín pero
familia de José; quiero decir que José siempre la ha visto como su hija y aún
vive con ella. La esposa de José, la esposa de Agustín y todos los demás
hablantes ya están muertos. El chiste es que ya nadie habla esa lengua salvo
ellos dos. Ana María, según me ha contado ella misma, decidió no aprender la
lengua un poco por vergüenza y un poco porque ya no sirve para nada.
Cuando toqué la
puerta para ofrecerle a José 250 pesos por día, a cambio de que hablara para mí
durante ocho horas, fue Ana María quien abrió la puerta. Ana María tiene la tez
morena, los ojos grandes, las piernas carnosas y los pies muy sucios. Tiene
como veinte o veintiuno o veintidós años. José, después de muchas insistencias,
aceptó trabajar conmigo pero con una condición: que no fuera con Agustín
Sánchez Sánchez, símbolo de la perversión, me dijo, a pedir su ayuda. Yo acepté
gustoso en parte porque por el momento con él me era suficiente y en parte
porque no tenía ganas de tocar la otra puerta y convencer a alguien más de que
trabajara conmigo. Además estaba Ana María, que no era guapa pero tampoco fea y
eso me bastaba.
Trabajamos
durante tres semanas unas jornadas muy largas. Los primeros días me quedaba a
dormir en el hotel del pueblo. Después de una semana, José Hernández Techachal
confió tanto en mí que me invitó a vivir en su casa el resto de mi estancia de
trabajo. En la casa sólo vivían José, Ana María y un trío de gallinas que nos
daban huevos casi todas las mañanas. También había un becerro en un corralito
nauseabundo, pero jamás vi que alguien hiciera algo con él. Le daban de comer,
lo alimentaban y Ana María le cantaba canciones de Alejandro Fernández mientras
limpiaba su corral. La casa tenía un solo cuarto separado por tres cortinas. En
la primera separación estaba la cocina y la sala, en la segunda el cuarto de
José y al final el de Ana María. Yo dormía en la cocina, tumbado en el piso,
casi de tierra, porque estaba menos incómodo que la sala. Afuera había un patio
y el corral. En el patio estaban las gallinas y en el corral el becerro.
Desayunábamos, comíamos y cenábamos tortillas. Ana María prepara unas tortillas
deliciosas, de siete formas distintas. Mi tortilla favorita es una que en ese
pueblo llaman “parada”. Es una tortilla gruesa que primero se calienta en el
comal y después se para y se le pasa fuego. Queda dorada y lista para comer con
frijoles.
José trabajaba
para mí de lunes a sábado de 8 de la mañana a 5 de la tarde. Después se iba con
los 250 pesos a tomar a la cantina. Tomaba mezcal. Lo llegué a acompañar un par
de veces aunque prefería quedarme en la casa con Ana María. Ana María limpiaba
el patio y limpiaba el corral y limpiaba la casa y cantaba canciones de
Alejandro Fernández. Cómo me gustaría vivir en México e ir a un concierto de
Alejandro, me decía. Yo en algunas ocasiones le prometía que la llevaría
conmigo al Distrito Federal y que la invitaría a un concierto de Alejandro
Fernández en su próxima gira. Ana María no sabía qué era una gira y tampoco le
importaba. Tampoco creía en mí.
Platicábamos muy poco pero me gustaba verla con su falda sucia y su blusa roída limpiar la casa y cantar
canciones de Alejandro. Mientras tanto yo analizaba todas las palabras que su
padre me había dicho durante el transcurso del día y que había guardado en mi
grabadora personal. Hacía apuntes y pensaba qué corpus extraer de José el día
siguiente.
Cada día veía más
a Ana María y olvidaba el corpus. Me fui enamorando de ella secretamente. Le
veía las nalgas y los pechos y sus pies sucios. Tenía tantas ganas de estar con
ella, a solas, que dos o tres días le pagué a José sin que trabajara para que
se largara a la cantina desde la mañana. Le inventaba cualquier pretexto: que
ese día tenía que analizar los datos de ayer o que necesitaba tiempo para leer.
Él se iba feliz y yo me quedaba con Ana María. Ella nunca salía de casa, sólo
iba al mercado o a la tienda o a comprar cosas de su aseo personal. Lo demás lo
compraba José o lo compraba yo.
La última semana
de esa, mi primera instancia en el pueblo, fue un calvario. Pasaba ocho horas al
día con José, trabajando la lengua. Después tenía poco tiempo para estar con
Ana María. A ella, en realidad, yo no le importaba en lo más mínimo y si me
hablaba era sólo porque no tenía otra cosa por hacer. Además, yo cada día tenía
más trabajo, menos dinero y más ganas de cogerme a Ana María. Sabía que eso
podría traerme mucho problemas pero ya a esas alturas me importaba poco. Las tardes eran un calvario aunque no estaban
del todo mal. José me contaba muchas historias, entre ellas la de la iglesia, y
me divertía con sus anécdotas de juventud. José sólo hablaba, además de mezcal
y de la aventura de la cueva, sobre serpientes. Les tenía tanto miedo que un
día se cagó en los calzones cuando vio a una entrar por el patio de su casa.
Primero se cagó en los calzones y después la molió a palos. Ya después se fue a
cambiar, según él. Ana María también se reía de las historias. En las noches
cuando José regresaba temprano de la cantina, nos sentábamos en el patio de la
casa, prendíamos una fogata y contábamos historias. Quiero decir que José y yo
contábamos historias, Ana María no contaba nada porque dudo que tuviera alguna.
José hablaba de serpientes y yo de mis aventuras en México. Ana María y José no
podían creer que yo, un hombre de mundo como ellos me decían, me interesara
tanto por lenguas de las que ellos mismos se avergonzaban. Yo ocupaba parte de
mi tiempo en convencerlos de la utilidad de toda lengua, pero nunca tenía
resultado. También intentaba convencer a José de que hablara con Agustín, si
quiera un día, para grabar una conversación real entre dos hablantes de una
misma lengua. En esa ocasión no pude convencerlo.
Una de las tres
gallinas, la Carlota, me tenía algo de afecto. Las noches que nos sentábamos en
el patio a contar historias ella se subía a mis piernas y se quedaba ahí, tan
tranquila. A veces me cagaba el pantalón, pero en ese pueblo una cagada es lo
menos importante de todo. El becerro me daba un poco de lástima. Lo veía casi
enfrente de nosotros, encerrado en su corral, tan flaco y tan triste. Parecía
un esqueleto de becerro. Sin embargo, yo recordaba a Ana María, por las tardes,
cantándole canciones de Alejandro Fernández y entonces me ponía contento y el
becerro también se ponía contento.
Un día antes de
mi partida, cuando José salió rumbo a la cantina, tomé a Ana María de la mano y
la llevé a caminar por el pueblo. Ella, acostumbrada a obedecer órdenes, no
dijo nada y me siguió naturalmente. Caminamos durante una hora, tomados de la
mano, pero sin decir gran cosa. En un momento se me ocurrió llevarla a la cueva
de la que tanto había hablado su padre. Me encaminé hacia el bosque y ella me
siguió sin rechistar. Llegando a la cueva me armé de valor y la besé en la
boca, en el cuello y en un pecho. No me dijo nada, no aprobó ni negó mis besos.
Ni siquiera se puso roja. La volví a besar, esta vez en la frente, y la metí a
la cueva. Ya en la oscuridad comencé a besarla más eufóricamente. Toqué sus
piernas, sus pechos y sus nalgas. Intentaba desvestirla pero no me dejaba
hacerlo. Estuvimos forcejeando un tiempo hasta que cayó rendida. Hazlo, pues, me
dijo. Para ese entonces, entre forcejeo y forcejeo, ya estábamos muy lejos de
la entrada de la cueva. Ana María se había rendido y había aceptado que le
quitara la blusa, cuando de pronto volteó la vista y vio un inmenso
arcángel de grandes alas observando la
escena. Espantada, salió corriendo de la cueva y regresó al pueblo.
Yo regresé a su
casa una hora después. Ana María hacía la cena y José caminaba de un lado para
otro de la casa. Cuando entré, creí que lo primero que haría José sería
golpearme o reclamarme o golpearme y reclamarme por la historia de su hija. Sin
embargo, ni el reclamo ni el golpe llegaron. José estaba como siempre, medio
borracho y dispuesto a contar historias. Me sugirió que fuéramos al patio a
beber mezcal y a cenar, todo esto mientras me contaba una nueva historia de
serpientes. Yo acepté gustoso porque era la última historia que escuchaba en
ese mes y porque Ana María, después de todo, no se había avergonzado tanto de
nuestro encuentro.
Esa noche me
platicó una historia algo absurda. Según él, una noche caminaba por el bosque
cuando de pronto se le apareció una serpiente. La serpiente, al verlo, cambió
de rumbo y lo hizo seguirla un tramo. Cuando se dio cuenta, tanto la serpiente
como él ya estaban en la cueva. Entraron. José no pudo contarme más porque lo
último que recuerda es eso; después tiene el cerebro borrado.
Esa noche Ana
María también estaba con nosotros, sentada. Llevaba el cabello suelto, la misma
falda sucia de siempre, la blusa roída que casi le había quitado. Llevaba los
pies sucios y tenía su cuerpo atento a todo lo dicho. Sin
embargo, a pesar de su atención, yo sabía que no escuchaba nada. Tal vez estaba
muy lejos, en el Distrito Federal, presenciando un concierto de Alejandro
Fernández.
Como no fui Inka para compartir en la cueva, esa lid maya, impregnada de gallardía precolombina. Históricamente:Nelson.
ResponderEliminarMe encanta que este texto rompe con la cotidianidad de la ciudad y se impregna de lugares místicos mexicanos. Es una narración tranquila, casi poética.
ResponderEliminarExcelente!!!
ResponderEliminarMe gusta, mucho
ResponderEliminarAunque un poco largo, me ha gustado mucho. Incluso los nombres de los personajes, resultaban familiares. Un popurri de mezclas. Gracias por presentarlo. Ah, hasta el mural en casa tengo uno parecido. Ni que hubiera venido tu fantasma a visitarme.
ResponderEliminarAna, puedes mandarnos foto de tu mural para imaginarlo :)
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