Ana María mordía una manzana roja mientras
observaba el camino de tierra que conducía a su casa. Habían pasado cinco meses
desde la última vez que yo estuve ahí. Tlaxcala me
parecía, ya en ese momento, un lugar lejano y olvidado; como un viejo sueño que
se repite constantemente en la memoria. Regresé al pueblo para continuar con la
investigación lingüística que tenía entre manos. Durante los cinco meses pasé
prácticamente todas las tardes analizando el corpus proporcionado por José;
haciendo transcripciones fonéticas y organizando una breve gramática. Ana María
sabía que ese día llegaba. Había telefoneado dos días antes a Remedios, la
dueña de una tienda de abarrotes, para avisarle a José que mi visita estaba
prevista para dos días después.
Durante
los cinco meses no tuve contacto alguno ni con Ana María, ni con José, ni con
nadie del pueblo. A decir verdad, los hubiera olvidado de no ser por su
lenguaje. Cuando vislumbré la casa, Ana María estaba allí, comiendo aquella
manzana. Estaba sentada en una vieja banca a lado del corral. Las gallinas,
otras dos, me enteré después, picoteaban la tierra y caminaban de un lado a
otro, como afirmando con la cabeza. Ana María llevaba un pantalón de mezclilla
nuevo, una blusa roja, roída, y unos huaraches de media vida. Su cabello negro
y lacio colgaba por todos sus hombros. Yo, por mi parte, llevaba unos viejos
vaqueros marca Calvin Klein y una
guayabera yucateca, blanca. También llevaba unos zapatos negros y llevaba a
Luciano.
Luciano,
el viejo amigo con quien formé hace ya tanto tiempo un círculo literario a lado
de Martin Petrozza, Verónica Pinciotti y Salmoneo Gutiérrez, había decidido
acompañarme al pueblo en esa ocasión. Luciano trabaja de Director de algo en
una organización de derechos humanos. Tiene, como principal objetivo,
resguardar los derechos de los pueblos indígenas. Yo, por mi parte, tengo como
principal objetivo resguardar las lenguas de los pueblos indígenas; así que nos
complementamos. Luciano quiso ir conmigo para dar asesoría jurídica a los
indígenas de esa zona. Yo, que en ciertas ocasiones necesito un poco de ciudad
en aquellos pueblos, acepté gustoso que fuera conmigo.
Cuando
acepté que Luciano me acompañara al pueblo también asumí que esta ocasión no
podría usar la casa de José para hospedarme. Esto equivalía, entre otras cosas,
a no estar cerca de Ana María. Decidí olvidar la situación; ya habría tiempo
para pensar en eso.
Llegamos
a la casa de José cuando sólo quedaba el corazón de la manzana. Ana María aventó
los restos al corral del becerro. Se levantó tranquila, como con miedo, y nos
abrió la puerta tímidamente. Yo noté algo raro en su actitud, parecía como si
se alegrara de verme. Nos hizo pasar al patio y nos dijo que José no estaba en
casa. Ese día, como todos, tuvo que salir a trabajar. José trabaja de asistente
de albañil para ganarse la vida. Gana 60 pesos al día y la mitad lo malgasta en
la cantina del pueblo. Ana María dijo que llegaba a eso de las ocho de la
noche. Apenas eran las cuatro. Luciano me propuso salir a caminar mientras
llegaba José. Yo acepté gustoso. Invitamos a Ana María pero por alguna razón no
aceptó ir.
Este
pueblo de Tlaxcala, como la mayoría de los pueblos cercanos a Ixtenco, es muy
pequeño. Ignoro el tamaño pero hay una cantina, un pequeño parque, dos tiendas
de abarrotes y unos campos de cultivo enormes. Viven al rededor de doscientas
personas en pequeñas casas (algunas no mayores a los 20 metros cuadrados), y
todos se dedican a la albañilería y a las siembra. Las mujeres cuidan niños y
hacen distintos tipos de tortillas.
Luciano
me hizo caminar a la escuela primaria. Al otro día, él iría a hablar
directamente con el encargado para proponerle sus cursos de asesoría jurídica y
derecho. La escuela es una casa que, a simple vista, no tiene pies ni cabeza.
Tiene un piso y otro a medio construir. Le faltan ventanas, cortinas y puertas.
Las ventanas, cortinas y puertas son sustituidas por sábanas. Está situada a lado
de la cantina y de la casa de Meche, una comadrona que más bien la hace de
prostituta. Con quince pesos puedes tirártela por donde quieras.
Para
nuestra sorpresa, ese día había mucha gente en la calle. Niños, hombres,
mujeres y perros callejeros andaban de un lado a otro del pueblo. Los hombres
llevaban zapatos sucios, las mujeres huaraches y los niños iban descalzos. Se
veían felices. Se veían de fiesta. En la esquina de casa de Meche y de la
escuela está un centro comunitario. El centro comunitario es una vieja casa
mitad de madera y mitad de cemento. Había una lona amarilla colgando del techo.
Dentro había una fiesta. Luciano y yo nos acercamos a ver qué se celebraba. Al
llegar encontramos, bebiendo, a Agustín Sánchez Sánchez; el viejo amigo de
José, ahora enemigo, y uno de los dos únicos hablantes de la lengua que formaba
parte de mi investigación lingüística.
Agustín
me conocía porque era de todos sabido que yo iba al pueblo a robarme su idioma
para prostituirlo en las instituciones culturales mexicanas. En ese pueblo
nadie me odiaba porque sólo Agustín y José lo hablaban. Sin embargo, también me
tenían cierto respeto. Era de todos sabido que José, conmigo, ganaba 150 pesos
al día; es decir, casi tres veces más que en un trabajo ordinario. Me acerqué a
Agustín y le pregunté que por qué había tanto alboroto del pueblo. Es que
cumple años Josefa, la nieta del alcalde del pueblo, contestó Agustín entre
hipo. En ese pueblo de Tlaxcala, como en prácticamente todos los pueblos de
México, un día de fiesta equivalía a toda una semana de inactividades
cotidianas. Por ser el cumpleaños de alguien “importante”, por ser la fiesta de
la iglesia o porque nacía el hijo de algún político de poca monta, los hombres
no iban a trabajar, los niños no iban a clases y los maestros escapaban de su
tétrica labor docente. Le comenté esto a Luciano entre burlas. Seguramente ni
hoy ni mañana ni pasado abrirían la escuela.
Nos
quedamos un rato en la fiesta. Tomamos pulque, comimos arroz y tortillas de
tres tipos. Luciano platicó con Agustín, después se cansó y se fue a seguir a
una niña como de veinte o veintiún años que paseaba sola por el centro
comunitario. Yo me quedé con Agustín, tomando pulque y pensando en Ana María.
A
las ocho en punto regresamos a casa de José. Del centro comunitario a la
iglesia se hacen alrededor de diez minutos. José vive a lado de la iglesia.
Cuando llegamos a la casa, Ana María no comía una manzana ni nos esperaba en la
puerta. La luz del patio y las velas de la casa estaban encendidas. Grité
fuerte para que José pudiera oírme. Salió y nos recibió muy animosamente.
Estaba tomado pero no lo suficiente para hablar sin coherencia o perder el
sentido. Le presenté a Luciano y lo saludó con gusto. Pasamos a la casa e
inmediatamente después nos invitó a prender una fogata para contar historias.
Llamó a Ana María para que prendiera la fogata y pronto todos estuvimos en el
patio, sentados en círculo, dispuestos a escuchar una historia.
Cuando
José toma le da por contar historias en su lengua natal. Comenzó su historia de
esa manera. En ese momento lamenté no haber sacado mi grabadora portátil de la
maleta para poder grabar todo lo que decía. No quise moverme porque, de
hacerlo, hubiera tenido que dejar el lugar privilegiado que tenía; Ana María se
había sentado a mi lado. Cuando José se dio cuenta de que nadie entendía nada y
que todos comenzábamos a aburrirnos, decidió replantear la historia y contarla
en español. La historia trata, más o menos, de lo siguiente:
La
noche en que José se casó con María hubo una gran fiesta en el pueblo. Todas
las personas asistieron a la iglesia y el padre, que ya había perdonado a José
por el asunto del mural, accedió a casarlos. María era la mujer más deseada del
pueblo. Cuenta José que tenía unos grandes senos y una piel muy suave, como si
acariciaras un pedazo de tela. Era morena y tenía un lunar grande en el pezón
izquierdo. José disfrutaba morderlo todas las noches. Esa noche en particular,
cuando descubrió el lunar, José había tomado como nunca. Cuenta que María
también había tomado como nunca. Después de la misa y la fiesta se fueron solos
a la cama de su nueva casa, la cual estaba a lado de la iglesia. Naturalmente,
en cuanto llegaron, hicieron el amor. José le quitó torpemente la ropa y ella
se abrió de piernas y se dejó penetrar,
torpemente, en el gran cuarto (en esa época aún no estaba dividido por dos
cortinas). José terminó en muy pocos minutos y después, antes de dormir,
comenzó a explorar su cuerpo. Sintió sus senos y sintió el lunar y ahí se quedó
dormido, tocándolo.
Dos
horas después el frío lo despertó. Eran las seis de la mañana y el sol ya
estaba casi en lo más alto. Vio cómo dormía María, se vistió y decidió ir a
caminar al bosque. Ya adentrado en el bosque le dieron unas ganas inmensas de
ir al baño. Se quitó el pantalón para no ensuciarlo. Hizo sus necesidades y
cuando intentó coger el pantalón para volvérselo a poner, sintió que dentro de
él había una serpiente. José, que no quería morir el día de su boda, tiró
rápidamente el pantalón y regresó, encuerado, a la casa. Pasó corriendo por las
calles del pueblo y todo mundo se le quedó mirando. Desde ese día todas las
personas del pueblo, incluyendo a su mujer, le apodaron pito flojo.
José
contaba esto y se le salían las lágrimas de los ojos. Recordaba a su mujer,
recordaba su infidelidad y también recordaba cómo había muerto. Ana María, por
su parte, se mostraba muy seria, como si hubiera oído la historia un millar de
veces. Yo estaba contento y Luciano estaba contento. Juan es un gran contador
de historias, platica las cosas mientras las actúa, sube y baja los tonos de voz
y a veces hasta hace caras. Eran como las diez de la noche y José se quedó
dormido. Entre Luciano, Ana María y yo lo llevamos a su cuarto, lo tumbamos en
el piso y volvimos a salir al patio. Luciano propuso, de pronto, que fuéramos a
la cantina. La chica con la que había hablado unas horas antes en el centro
comunitario le había dicho que ahí la podría encontrar después de las diez. Ana
María intentó despedirse de nosotros pero Luciano, no sé bien cómo, la
convenció para ir. Partimos los tres rumbo a la cantina.
La
puerta de la cantina se constituye de dos pedazos de madera que se abren
empujándolos, como si fuera una puerta de cantina de vaqueros. Luciano empujó
la puerta y entramos. No había mesas disponibles. Ana María nos dijo que en ese
pueblo uno podía sentarse en la mesa de quien sea siempre y cuando hubiera
lugar. Había tres tipos que estaban solos, platicando. La mesa era para ocho
personas. Decidimos sentarnos junto a ellos. Uno de los tres, que parecía el
jefe, le hizo plática a Ana María. Ella no le contestó y entonces se dirigió a
nosotros. Especialmente se fijó en Luciano. Le preguntó que a qué se dedicaba.
Su tono de voz, lejos de sonar amigable, parecía incitar a la pelea. Luciano,
espantado, contestó que trabaja en la PGR. Así que vienes a resolver ese caso, yo te puedo ayudar a
darte toda la información que necesites, dijo el jefe del trío. Mi nombre es
Mateo, agregó. Luciano, más espantado, contestó que esa noche no estaba
trabajando, que venía con dos amigos, Ana maría y yo, a tomar al bar. Mateo se
dirigió a todos en la cantina y le pidió al camarero que sirviera una nueva
ronda, pues el fresita de la PGR pagaba las copas. El cantinero, sin rechistar,
fue a servir alcohol para todos. Mateo, para confirmar su invitación, volteó a
ver a Luciano quien no dijo nada y se limitó a seguir con el juego. Chingados,
yo se las pago pero este vato, Mateo, mañana mismo me da la información
importante, gritó Luciano para que todos lo escucháramos. Mateo, cansado del
juego, le pidió a Luciano que le enseñara su placa. Luciano argumentó que no
quería tener problemas y que ese día no estaba de trabajo así que se podía
tranquilizar y sentar. A mí, en lo personal, me impactó la actitud de Luciano,
en cada momento se mostraba más seguro de sí mismo, como actuando muy bien su
papel. Y qué hace un maestro con un judicial de la PGR, preguntó Mateo a
Luciano. Al decir maestro se dirigió a mí
con una mueca de cabeza; acto seguido, uno de los otros dos hombres se
paró justo detrás de mí. Ana María escuchaba todo sin decir nada, no se notaba
espantada pero tampoco cómoda. Sin embargo, no se movía y no expresaba
sentimiento alguno. El hombre me tomó de los hombros y me sostuvo fuerte. Si en
este momento mi hombre le vuela los sesos al maestrito qué vas a hacer,
¿meterme a la cárcel? Preguntó Mateo a un Luciano cada vez más confundido. Le
llamo a dos amigos y en dos horas están refundidos en la mierda, contestó
Luciano. Mateo y los otros dos se rieron. El que me tenía sujetado de los
hombros me soltó poco a poco y regresó a su lugar. Mira judicial, agregó Mateo
mientras tomaba un sorbo de tequila, si yo te doy la información que quieres
mañana mismo estás muerto. Te la puedo dar ahorita y entonces te chingas,
concluyó. No nos hagamos mensos, ni tú eres judicial, ni trabajas en la PGR,
dijo Mateo mientras sacaba una pistola y la ponía en la mesa. Lo que no me
gusta es que tú y el maestrito este vengan a robarse a nuestras mujeres. Cogió
la pistola y señaló a Ana María. Nomás porque hoy estoy de buenas y vas a pagar
las copas, los voy a dejar ir. Tienen dos minutos, en lo que voy al baño, para
largarse. Deja el dinero y vete de aquí, si los veo no la cuentan. Acto seguido
guardó la pistola en su bolsa y se fue al baño. Miré a Luciano, consternado,
miré a Ana María y miré que Luciano sacaba de su cartera un billete de 500, lo
ponía en la mesa y me decía que nos largáramos cuanto antes de ahí. Tomé, por
reflejo, a Ana María de la mano y salimos muy tranquilos, sin miedo. Cuando
cruzamos la puerta de vaqueros salimos corriendo, sin parar, rumbo al bosque.
Nos
detuvimos en la entrada del bosque, cerca del lugar donde anidan las
serpientes. Ana María y Luciano tenían la cara pálida y las manos temblorosas.
Según ella, jamás había visto a aquellos hombres. Argumentó que no eran del
pueblo y que nada más querían molestarnos. Yo creo que mañana no estarán por el
pueblo, concluyó.
En
vez de entrar al bosque volvimos al centro comunitario porque la fiesta seguía
en grande. Al llegar, Luciano buscó a la chica de veinte años para ir a
platicar con ella. La encontró y nos dejó solos. Al poco rato, Ana María me
dijo que quería regresar a la cueva para estar conmigo. Salimos del centro,
caminamos tranquilamente por las calle y nos adentramos en el bosque.
Ana
María me contó que en todo este tiempo no había dejado de pensar en mí. Pidió
disculpas por el episodio de la cueva y acto seguido se desnudó en medio del
bosque. Yo la tomé de las manos y la besé. Me quité la ropa y la tomé
fuertemente y le hice el amor, torpemente, en poco tiempo. Cuando terminamos
nos volvimos a vestir. Antes que nada me fijé en los pantalones para ver si no
había llegado ninguna serpiente. El resultado fue satisfactorio y caminamos
largo rato por los alrededores del bosque, cerca del pueblo para que hubiera
luz.
Ana
María me contó que José, al no ser su padre biológico, había intentado violarla
en varias ocasiones. Siempre la había tenido desnuda y la había tocado, pero
cuando veía en uno de sus senos aquel lunar grande, paraba de inmediato, pedía
perdón y regresaba a su cama. El lunar había sido para Ana María el mejor
regalo de su madre. También me contó que apenas sabía leer, que sólo había
estudiado la primaria y que vivía con José porque no tenía otro lugar a dónde
ir. En varias ocasiones habían ido a pedir su mano pero José, celoso, nunca
había accedido a entregarla. Me dijo que conmigo era lo mismo, que tuviera
cuidado porque José era vengativo.
Regresamos
caminando al centro comunitario. Al llegar, vi a Luciano platicar alegremente
con Mateo. Había pasado poco tiempo y ahora ya eran compadres. Nos acercamos a
ellos no sin antes tomar un tequila de la mesa improvisada para bebidas
alcohólicas. Me senté y escuché la plática. Mateo y Luciano conversaban sobre
el secreto como dos buenos amigos. Yo me tomé el tequila y tomé a Ana María de
la mano. Decidí olvidarme, por un momento, de José, del mundo y de la ciudad.
La madrugada en ese pueblo era fría pero se veían las estrellas. Me quedé
mirando a Luciano y pensé que mañana tendríamos mucho trabajo por hacer. Me sentí
feliz porque estábamos ahí, en ese pueblo, olvidándonos de que afuera existe
algo que llamamos mundo.
Verdaderamente hermoso, sentido, muy bien cohesionado,atrapante desde el comienzo con un extraordinario final. Gracias por compartirlo.
ResponderEliminarLa serie cada vez me gusta más, Dónde estará ese lugar?
ResponderEliminarEXCELENTE AMIGO E
ResponderEliminarme dejé atrapar por cada uno de los personajes y del entorno pueblerino.
ResponderEliminarMuy buen texto
ResponderEliminarMe gustó, sobre todo los textos que me tiñen la mente de descripciones que me hacen estar y sentir, pero para ser honesta, creo que se le pasó un poquito la mano.
ResponderEliminaresta muy bueno el texto siento q se puede desmarañar mas la historia sin caer en el exceso . saludos
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