A las ocho en punto debemos estar
allí. Ni un minuto después. Para mí, significa que debo levantarme a las cinco
de la madrugada. Tres horas antes. Sin embargo, debo darme prisa. Tomar la
ducha en cinco minutos y desayunar en frío. Más de dos horas las ocuparé en
transportar mi culo. Está la distancia, y encima, el tránsito lento. Toma
treinta minutos recorrer cuatro kilómetros. Llegaría más rápido caminando pero
no tengo tanta energía. Hay que guardarla para hacerlo que allí se hace.
A las siete con cincuenta estoy allí. Para comprobarlo hago sellar mi tarjeta de asistencia y puntualidad. No me dan algo por llegar
antes, pero si llego a las ocho con uno tendré un retraso. Sin acumulo tres
retrasos me descontarán un día de salario. Si llego diez minutos tarde me
descuentan el día, pero aún así, debo entrar y laborar. El sueldo es tan bajo
que es absurdo, y además, laborar gratis… es el colmo. Todos deberíamos dejar
esto pero no lo hacemos. Preferimos cobrar cinco pesos aunque eso signifique
poner el pescuezo. La mayor parte de ese sueldo irá a parar a manos de otras
compañías que hacen lo mismo con otros como yo. Gastaba menos cuando no tenía
empleo.
A las siete con cincuenta y dos llega Edgar.
Hace pasar su tarjeta y me saluda. Es un buen chico, pero a veces no lo soporto. Le
duele que haya llegado antes que él. Esa es la parte de Edgar que no soporto.
Se toma las cosas demasiado en serio. Es un maldito enajenado. Ha sido empleado
del mes cinco meses consecutivos y siente orgullo. Es para pegarse un tiro, Dios.
Me enferma mirar su cara en el recuadro del rey de los pendejos. Para
calmarlo digo que hoy es un caso excepcional, que en realidad yo siempre llego
después de las ocho. Asiente con la cabeza y ríe, dice que ya no está invicto
su récord de asistencia. He sido el primero en llegar desde hace tres meses,
exclama y me palmea. Le digo que no lo diré jamás, que puede seguir divulgando
que ha llegado antes, que lo que es a mí me importa poco. Aquí se consterna. No
sabe que le duele más, si haber perdido o saber que a mí me importa poco lo que
para él es lo más importante.
A las siete con cincuentaiocho llegan todos.
Es increíble que hace menos de cinco minutos no había nadie, y de pronto, todos
empiezan a llegar. Es una ilusión, mucha gente llega antes, incluso antes que
Edgar, pero lo primero que hacen no es checar tarjeta. Están por ahí, cerca.
Beben cafés, fuman cigarrillos. Y a los dos minutos para las ocho todos se amontonan
y quieren entrar como un banco de sardinas.
Aquí viene la parte más dura de ser elevador.
Todos queremos entrar. Todos estamos en la planta baja y todos queremos ir a
diferentes pisos. Solo hay un elevador. Con ello, de nada sirve que hayamos
llegado a las ocho. Son las ocho con veinte y yo aún no llego a mi piso. No importa, he checado tarjeta y ésta dice 07:50 a.m. Nadie podrá quitarme un centavo. Incluso
podría irme, salir de aquí y luego reclamar mi pago. Tengo las tarjetas. Pero
no lo hago, el sistema no es tan ingenuo. Tiene cámaras y si mi rostro no está
en ellas, no importan las tarjetas. Odiamos trabajar y ellos lo saben. No son
capaces de dejar las puertas abiertas, de decir: entre quien quiera. El único
en entrar sería Edgar.
Son las ocho con veinticinco. No hago el
intento por entrar. Espero que todos entren y cuando el ascensor está más
flojo, entro. Además, he visto que Nancy hace lo mismo. Nancy es una chica que me
tiene loco. Es cínica y desinteresada. Odia esto tanto como yo, pero lo
necesita. Es estudiante de teatro y no cuenta con el apoyo de alguien. Podría decirse
que cuenta con el apoyo de esta empresa, pero es mentira. Algo que exprime tu
energía vital a cambio de dinero, no importa cuánto sea (y en este caso es
poquísimo), no puede llamarse apoyo. Le están robando juventud y tiempo al
sueño de Nancy. Ella debería estar actuando, pensando, viviendo el teatro. Sin
embargo, ocho horas de todo eso le pertenecen a SOGESI.
Bueno, Nancy y yo entramos. Me tiene loco pero
no lo sabe. Entran dos tíos más y yo trato de acomodarme junto a ella. Me gustaría
rosar con el meñique su mano. No lo hago. Nancy tiene un tatuaje y una
perforación en la nariz. Lleva el cabello teñido de rojo. No soy su tipo. Alguna
vez lo fui. De ello conservo el tatuaje y una chaqueta de cuero negro. Pero
ahora esas cosas me parecen infantiles. Ella se ofendería si opino sobre su
estilo. Prefiero evitar la escena: Nancy preguntando qué me parce su tatuaje, y
yo diciendo que me da la mismo. Con lo mucho que se deben maravillar los otros
chicos, yo sería el último en la lista de posibles novios. Además, no quiero
ser su novio. En realidad me gusta, me tiene loco, pero sé que si me acuesto
con ella la olvidaré. No es ella la que me enloquece, es su culo. Hablando de
su culo, lo recarga en la pared del ascensor y se deforma. No demasiado, es un
culo firme y eso es lo que me gusta. Todos los hombres dentro lo miramos. Yo lo
miro en el reflejo de la pared de al lado, no quiero que ella me mire mirarlo
porque hoy me sentaré junto a ella. Lo sé. Ella y yo somos los últimos de nuestra
sección, no habrá otro modo. Todos los lugares deben estar ocupados, menos dos.
Los dos últimos.
2
Nancy saca de su bolso un audífono. Se lo
coloca en el oído. Escucha música y masca chicle al tiempo que trabaja. Yo
estoy a su lado. Finjo que trabajo.
El trabajo consiste en llamar y ofrecer
tarjetas de crédito. Un trabajo patético en todos los sentidos. Un trabajo para
llorar. Para saltar por la ventada del quinto piso. Pero también, un trabajo
que forja hombres. Si puedes soportar esto, puedes soportarlo todo. Hay gente
aquí que lleva dos años, pero la mayoría no duran un mes. Hay dos maneras de
endurecerte aquí, de conservar el trabajo: ser bueno, o evitar el trabajo. Yo llevo ocho
meses evitando el trabajo. Es casi tan duro como trabajar de verdad. Hay que
tener huevos. Hay que aprender los trucos. Hay que ser listo, lo
mismo si quieres llegar lejos que si no. El caso es no caerse del barco.
¿Cuánto tiempo puedes aguantar aquí dentro? Esa es la cuestión. No importa si
lo haces siendo bueno o siendo malo. Algunos aguantan porque necesitan el dinero;
otros lo dejan porque el dinero es poco. Sin embargo, necesitar el dinero no es
suficiente. Los que necesitan el dinero dejan de necesitarlo lo máximo en tres
meses. Es el infierno, hombre, de verdad. Solo las almas podridas soportan estar
aquí. Nancy es una veterana, entró a los
dieciséis y ya tiene veinte. Con esta mierda logró sacar adelante su embarazo.
Es madre de un niño de tres años. De alguna manera la admiro; en su situación
yo no hubiese aguantado.
A las nueve en punto se acerca Aldo, el
supervisor. Pasa mesa por mesa y revisa que todo esté en orden. No podemos
tener objetos personales sobre la mesa. Es un área de trabajo de medio metro
por medio metro y no podemos hacer nada con ella excepto trabajar, trabajar,
trabajar.
Cuando llega a mi sitio me riñe. Tengo sobre
la mesa una bolsa de papel. Dentro, hay una torta. Aldo me dice que quite el
almuerzo. Nancy me mira, le gusta enterarse de los regaños ajenos. Alzo los
hombros y exclamo: ¿cuál almuerzo? Aldo no está para bromas, dice que lo quite o
lo cogerá él y lo tirará al cesto. Vale, digo, no hay ningún almuerzo sobre la
mesa. Nancy no deja de mirarme, cree que estoy loco, pero le gusta. Aldo
insiste y cuando está a punto de cogerlo, lo cojo antes y grito: no es almuerzo,
es comida... Aldo no sabe qué decir, no entiende la cosa… insisto: son las
nueve con veinte y no saldré de aquí hasta las dos, el almuerzo se me habrá
pasado, esto es mi comida, no mi almuerzo. Nancy ríe y dice que tengo razón. Aldo coge mi
comida, la arrebata de mi mano y dice que la guardará él mismo hasta las dos.
Yo doy un salto, no voy a permitir que un idiota manosee mi comida; menos si se
trata de Aldo.
Otro supervisor se acerca. Se trata de
Fernando. Tienen un rango más alto que Aldo y le encanta meter las narices
donde nadie lo llama. Supongo que meter las narices es su trabajo. Pues lo
hace bien.
Pregunta cuál es el problema. Aldo dice que yo
soy un loco, que he intentado pegarme con él. Nancy salta de su asiento y
grita: Aldo le ha humillado, le ha amenazado con tirar al cesto su comida.
Ahora somos tres los que gritan. La gente comienza a mirar. Algunos se acercan.
Fernando dice a los que miran y se acercan que no hay nada que mirar aquí, que
vuelvan a sus puestos. Fernando me mira a los ojos y me pregunta: ¿has
intentado pegarte con Aldo? Está haciendo el papel de humano. Me da la
oportunidad de decir que no, de ofrecer disculpas. Pero estoy harto. Lo he
intentado, digo, y lo haría en cualquier momento. Mientras digo esto miro a
Aldo; está que arde. Me odia porque me he rebelado. Siempre soy yo el que lo
mete en problemas. Pero esta vez he ido demasiado lejos. He amenazado a un
superior. Lo repito para que quede claro: cuando
quieras, digo. Hay un silencio incómodo. Nancy me mira y me sonríe. Ahora
podría hacerlo: acercarme a Nancy y proponerle sexo. No se resistiría. Soy el
héroe de esta mañana. He retado a golpes a un superior. Nunca antes…
Aldo tiene mi comida en la mano. Fernando
la mira y pide que se la dé. La inspecciona y es verdad, es comida. Una
torta y un yogur metidos en una bolsa de pan. Es mi humilde comida y la comeré
cuando ellos me lo ordenen, de dos a dos con treinta. Luego regresaré a mi
sitio y haré una y otra vez el mismo rollo. Al finalizar iré a casa y al otro
día regresaré porque así está planeado. Con el dinero que pagan no puedo huir a
las Bahamas.
Lo último que miro es la sonrisa de Nancy; quedó impactada. Yo, el chico que no habla ni se mete con nadie, ¡lo ha hecho! Regreso
la mirada a Nancy y ahora lo sabemos: yo quiero su culo y ella quiere mi fama.
3
Me llevan a Recursos Humanos. Me amenazan con llevar el caso a un caso judicial. No solo va en
contra de las normas de la empresa, sino del país. En esta ciudad uno puede ir
amenazando a la gente como si tal cosa. No sé porqué les importa tanto. Si Aldo
y yo peleamos fuera, ¿a quién le importa realmente? Además, Aldo es mucho más
fuerte; probablemente acabaría dándome una paliza y sería todo. Al otro día yo
tendría mi comida sobre la mesa y quizá me ganaría otra paliza. Hasta que lo
entienda. O hasta que logre partir la cara a Aldo. Pero hacen un drama de todo
esto. Me tratan como a un matón. Yo, con mi cuerpo delgado, Dios, ¿es verdad
que se creen esta farsa de amenaza?
Me hacen firmar documentos en los que me
comprometo a cambiar de actitud, y documentos en los que se desligan de las
obligaciones morales y legales en caso de que yo… ¿Es que me temen tanto?
Además, una carta de renuncia. Me dejarán laborar pero se guardarán la carta de
renuncia en caso de que lo requieran. Son hijoputas. No les basta el dinero,
además, tratan a una cucaracha como a un león. Ya me gustaría hacerles firmar
yo los daños psicológicos que me han hecho. Desde que trabajo aquí pienso
menos. Soy más idiota y me conformo con un sueldo. Desde que trabajo aquí veo
más televisión. ¿Qué otra cosa puede hacer un cerebro cansado al llegar a casa?,
¿ponerse a leer?, no lo creo. Quizá durante los primeros meses, pero luego… a
todos nos llega el día en que tomamos el remoto de la caja y cedemos el
control de nuestras vidas.
Firmo, no tengo otra opción. Sobre todo porque
no quiero que me echen. Aún tengo algo pendiente aquí dentro.
4
Son las once con diecisiete. Todo ha pasado
ya. Aldo no me mira ni se acerca. Ha tenido suficiente por hoy. Regreso a mi
lugar y pongo mi comida sobre la mesa. Al hacerlo, miro a Nancy. Ella me mira.
Pregunta: ¿todo bien?, ¿qué te hicieron? Da la impresión que estamos en Auschwitz. Nada, miento. No quiero que piense que me importa. Nancy coge
una llamada, es rebelde pero no deja de trabajar. Su rebeldía está en un
tatuaje de mariposa.
Yo no cojo llamadas. Nunca lo hago antes del
medio día. Paso el tiempo escribiendo frases cortas sobre una libreta. Cuando
un supervisor llega cambio la hoja, a una que es siempre la misma donde he
anotado algunos nombres y números. Finjo revisar mi agenda, mi lista de
prospectos. Si es necesario finjo llamar. Cojo el auricular y marco un número,
al azar. A veces contestan y les echo el rollo sin avisar. Ellos no dejan de
gritar quién demonios habla. Yo no paro, pronuncio las palabras como un robot;
eso es lo que quieren que sea, ¿no? En ocasiones me cuelgan y yo sigo hablando.
Cuando se va el supervisor, regreso a las letras.
Nancy termina la llamada y me dice: cuéntame. Es la primera vez en ocho
meses que me dirige la palabra. Miro sus ojos, están ávidos de saber. Hoy soy
el Hombre. Le digo que no ha sido nada, que me obligaron a jurar que no
volvería a hacerlo y ya. Ella me cuenta que Aldo se quedó estupefacto, no
cree que vuelva a molestarme. Alzo los hombros y llevo la vista a mi comida. Ella
asiente con la cabeza, orgullosa, y coge otra llamada.
Mientras tanto la miro. Es Nancy, la misma a
la que he dedicado decenas de pajas. Está a mi lado y me habla. Hoy no quise
rosar su mano y ahora resulta que ella desea saber de mí. Quizá quiera chupármela.
Las mujeres como ella son así: buscan al macho Alfa y se entregan como la seda.
Una vez que has llamado su atención…
Nancy me pregunta qué tipo de música suelo escuchar.
Sé lo que ella escucha: Heavy metal. Así que miento y digo que mi música
favorita es esa. Ella no se lo cree, siempre ha pensado que todos aquí excepto
ella son unos apestados. Considera apestados a los que no escuchan Heavy Metal.
Yo lo escuchaba cuando tenía quince años así que no me cuesta fingir. Le
menciono un par de bandas y se lo traga.
Coge otra llamada. Son las doce con diez. Es
tiempo de que lo intente, vender una tarjeta. Nunca lo hago con interés pero
hoy es un día diferente. Algo pasa y siento ganas de vender. De hacerlo bien
por una vez. De llamar, presentarme, echar el rollo como debe de ser. Es un
reto, eso de vender. Escuchar las negativas y abrirte paso entre ellas. Hacer
que otro haga lo que tú quieres que haga. Sí, me digo, eso es: hoy quiero
vender.
Nancy cuelga y me llama, dice que si he
escuchado tal canción de tal grupo. En realidad no lo sé, es muy probable que
sí pero no lo recuerde. Asiento con la cabeza. Entonces dice que es su vocalista
favorito, el de ese grupo, y se suelta con un rollo sobre la vida de ese
artista, y de cómo es que formó la banda. A mí no me interesa, debo
concentrarme en vender. Le pido tiempo y hago la llamada.
Es un fracaso. No hay venta en esta primer
llamada. Es igual, me digo, aún tengo cuatro horas. Cuatro horas me parecen
poco, debo darme prisa. Nancy sigue con lo de la banda del artista y lo buenos
que son. Me cuenta de cuando los miró en vivo. Dice que son una bomba y yo
asiento, pero dejo de pensar en Nancy y el artista y la música Hevy Metal. Ahora
pienso en cómo lo voy a hacer.
Al final no puedo soportarlo. Son las trece
con quince y no he logrado vender. Es por Nancy, pienso, que no deja de hablar
y de pedirme cosas. Me pide papel y pluma. Me pide un borrador. Me pide que
descifre el número telefónico que apuntó hace días en una libreta pero es ininteligible.
No puedo soportarlo más. Me levanto y le digo que debo irme, necesito trabajar.
Ella se queda con la boca abierta mientras yo recojo todas mis cosas. Pienso
cambiarme de sitio. A uno alejado de Nancy. Solo hay una cosa que necesito y es
vender…
buenisimo relato me dejo pensando en mi trabajo y en mi vida y el final me parece muy bueno saludos
ResponderEliminarMe encantó este relato
ResponderEliminarPues parece que el trabajo no te hace soportar cualquier cosa, ¿cierto?
ResponderEliminarMéndigos compañeros de trabajo.
Muy buen escrito, me gustó bastante, ¡Gracias!
Ojalá un día puedas visitarme en mi blog.
Martín: sólo unas preguntitas. ¿Eres español o leíste demasiadas traducciones de la Colección Compactos de Anagrama? ¿Gilipollas? ¿Tíos? ¿Tías? ¿"le ha amenazado"? Nimiedades cuando se trata de ser un escritor maldito, supongo, pero no pude evitar que me sacaran una sonrisa. Saluditos.
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