Después del incidente de Martin Petrozza, y de mi regreso a México D.F., nadie habló más del asunto. Llegué
desde Potenza porque Petrozza había intentado suicidarse.
El ambiente en México fue de nostalgia y de
tristeza las dos primeras semanas, en las que todos hablamos del estado mental
y emocional de nuestro compañero, a sus espaldas. Salmoneo fue el más
preocupado, y el más interesado en develar el misterio de la mente de un
suicida. Tenía la teoría de que Petrozza había hecho lo que hizo por un motivo
más mezquino que el resquebrajamiento de la realidad. O que al menos, un motivo
más mezquino había detonado dicho resquebrajamiento. Lo que era yo,
sencillamente no entendía. Aunque podía pensar en Petrozza quitándose la vida,
no podía creer que fuese cierto, y que en realidad lo había hecho. La idea del
suicidio no me es ajena, creo que a ninguno, pero una cosa es pensarlo y otra
actuar. No me imagino siquiera sintiendo lo que se siente pasar por la boca la
dosis de pastillas que ingirió Petrozza.
Cuando lo hablamos con él, no quiso cooperar.
Hacía chistes y se expresaba desinteresado. Decía que lo único por lo que no
recomendaba hacerlo es porque se tiene que cagar sangre. Las pastillas le
abrieron el estómago por dentro, y los intestinos. Literalmente cagué sangre,
dijo. También nos contó que sangró por la boca al vomitar, y que se lastimó la
laringe al quitarse las mangueras que le metieron en el hospital, con las
manos. Hacía del caso un espectáculo. Nos contó la escena más grotesca que le
he oído a cualquiera: se estriñó y tuvo que sacarse la mierda con las manos.
Fue como abortar, dijo. El ano le dolió alrededor de ocho días y tuvo que usar
supositorios para defecar. Pero de motivos no logramos sacar algo concreto.
Luego, la llama de la curiosidad fue menguando.
Muy probablemente porque nadie quería enfrentarse al hecho. El mismo Petrozza
no dijo mucho. Si le preguntabas, bromeaba. Así es él, se toma todo a broma,
incluso la vida. Lo escuché decir varias veces que le daba lo mismo estar vivo
que muerto; que si le dijeran que mañana morirá, no haría algo especial.
Incluso, decía, lo tomaría a bien. Es melancólico. Prefiere la muerte a la
vida, aunque ame estar vivo.
La idea de desnudarse ante alguien no es cosa
que agrade a las personas. Eso lo que pensaba cuando miraba a Petrozza reír y
bromear respecto a su muerte. Me decía que aquello era el disfraz con el que
cubría su verdadero miedo, o su verdadera angustia. Sin embargo, cuando hablé
con él a solas, dijo que no era verdad. Fumaba y expulsaba el humo de su
cigarrillo, y me miraba con esos ojos suyos que son el símbolo de la
sinceridad. Siempre lo recordaré fumando y mirando de ese modo, pensaba
mientras le escuchaba decir que todos esperan que haya un motivo misterioso en
el acto de quitarse la vida, pero que en realidad, ese acto es como cualquier
otro, casi como conducir o rascarse la espalda. Como estornudar, o como
quitarse una lagaña. Se hace en automático, sin pensar. Con la diferencia que
el suicidio es cosa que sólo se puede hacer una vez en la vida. No pude sacarlo
de allí, y hasta llegué a pensar que todo ello era verdad. Es decir, que para
Petrozza la vida era tan vana como un cáchuate y quitarsela le importaba tan
poco como mantenerla.
2
Fue hasta casi un mes después, cuando estando
yo en Ottawa, que recibí la información que me hizo darme cuenta de dos cosas:
primero, que la vida para Petrozza era más conflictiva de lo que él mismo
aceptaba; y de que aún sentía por mí lo suficiente para confesármelo. Esto
sucedió más o menos así:
Mi recién matrimonio con Scott F. significó lo
que debía significar: tiempo suficiente para escribir sin preocuparme de la
manutención de mi persona, y sin salir de la vida a la que estaba acostumbrada.
Incluso, podría decirse que económicamente mi vida mejoró. Ahora tenía al
servicio de mis deseos (y de mis caprichos) dos chequeras en blanco: mi padre y
mi marido. Además, podía contar con la ayuda de mi suegro, que aunque poco
afectivo, era muy dado al cuidado de su imagen. Y en general, toda la familia
de Scott se desvivía por halagarnos y por comprar una buena opinión de nosotros
sobre ellos. Nos pagaban viajes a todos lados con tal que una vez llegados con
el anfitrión, dijéramos que tal persona nos envió, y le diésemos saludos de su
parte.
Así, en poco tiempo de haber llegado a México,
tuve que partir de nuevo. Me despedí de mis amigos, excepto de Guillermo, que
no pudo ir a despedirme al aeropuerto. Petrozza llegó al último, después de
Salmoneo que me esperó desde temprano. También estaba Scott, por supuesto, y
algunos amigos suyos. No fue una despedida de ensueño, apenas un par de adioses
y un abrazo. Y Petrozza prometiéndome escribir correos como respuesta a mi
petición de ello. Dijo que lo haría, que no me preocupase, y que viviera la vida.
Cuántas veces le había escuchado decirme aquello: vive la vida, Pinciotti. Era su manera de decirme que yo era libre,
y que él lo era también.
3
El primer correo electrónico que envió fue
corto pero concreto. Dejaba ver que Petrozza sí tenía un conflicto interno. Escribió
un poema, contrario a su necedad de no hacerlo. Transcribo aquí:
No temo a la tormenta
porque después de la tormenta sale el Sol.
Temo al Sol.
Porque después del Sol
viene la tormenta;
en sucesión interminable de soles y tormentas.
Esto es la vida.
Y los soles son efímeros,
y las tormentas son reales.
Y las tormentas pueden durar años,
y los soles solo un sol.
Esto fue todo lo que escribió, no
anotó alguna explicación o saludo. Ni siquiera escribió algo en el renglón de
Asunto. Todo lo que obtuve a su
promesa de escribirme fue un lamento poético sobre la crueldad de la vida, del
existir humano, y de lo efímero de la felicidad y la alegría. A ello, yo
contesté que estuviese tranquilo, que podía contar conmigo y que si en algo
podía extender la duración de sus soles, lo haría.
No pasaron muchos días cuando volví a saber de
él. Otra vez, mediante un correo electrónico. Y una vez más, rayaba en el
patetismo. No firmaba sus poemas, no hablaba sobre ellos, ni decía otra cosa
que los versos que supuse escribía a la luz de la luna, frente al ordenador.
Todos los correos estaban fechados a altas horas de la madrugada. Por ejemplo,
éste lo había escrito (al menos enviado) a las 3:52 a.m., y decía así:
A todos lados donde voy encuentro un adversario.
Alguno que quiere ser atendido primero,
pasar primero,
ocupar un lugar antes que yo.
Alguno que lucha por el mismo puesto,
que toca los mismos pitos y se piensa mejor.
Alguno dispuesto a quitarme el pan de la boca;
a ofrecer mi vida a cambio de la suya;
de trucar mi libertad en pro de la suya.
Alguno capaz de callar mi voz con tal de lanzar un graznido él.
A todos lados donde voy encuentro un adversario.
Incluso entre los amigos.
El honor, el orgullo, pueden poner a dos amigos a pelear.
La envidia, la ambición, los sueños prometidos
hacen traicionero al más fiel de los lacayos.
Una herencia puede separar a dos hermanos.
Una mujer, Dios santo, basta para hacer arder a Troya.
A todos lados donde voy encuentro un adversario.
La vida es una guerra sin tregua
y se muere con las armas en las manos.
4
La vida de casada deja poco tiempo, sobre todo
cuando es tan movida como la que yo estaba viviendo, para pensar en otra cosa
que no sea una misma. Sin embargo, los poemas de Petrozza me hacían pensar en
él gran parte del tiempo. Primero por tratarse de un amigo, de un ser querido,
claro; y luego porque en ellos estaba impresa la huella de la lucha constante
del hombre por sobrevivir. Una huella de la que nadie está exento, y que
incluso yo, en el estado donde me encontraba; estado que algunos consideran:
opulencia, reconocía con todos mis sentidos. Yo misma estaba luchando una lucha
por sobrevivir, por ser quien soy. Todo el tiempo. Sin tregua. En cada acción,
en cada palabra y en cada respirar, Verónica Pinciotti salía del huevo que le
impedía ser ella misma. La pregunta clave, el pilar de la melancolía a la que
me sumergían los poemas de Petrozza (independientemente de su valor literario)
era la pregunta: ¿para qué?
5
Me di a la tarea de responder a mi amigo en
una carta larga, todo lo que yo sentía por él, cosa que aquí pudo resumir en
una palabra: fraternidad. Además, le
expuse las razones del llanto que llegó a arrancarme leerlo sabiéndolo sincero en
cada verso, y al borde (siempre uno está al borde) de un suicidio. Pero esta
vez no sentía compasión por él, sino admiración. Comprendí mejor los motivos
secretos de Petrozza para darse muerte a sí mismo. Quitarse la vida es aceptar
que lo has descubierto: nada tiene sentido. Petrozza llevaba unos buenos años
sabiéndolo, experimentando en carne propia el absurdo de vivir. No tenía nada,
y al mismo tiempo, lo tenía todo. ¿Para qué?, se convirtió en la pregunta
maldita que regía mi existencia. Viajar a Potenza, visitar Ottawa, casarme,
comprar zapatos, usar perfume, buscar la fama, escribir… ¿para qué? Podía
renunciar a ello y cambiar… pero… ¿para qué? La pregunta se te estampa a cada
vuelta. Es como estar atrapado en una jaula invisible. No importa a donde
vires, siempre está la pregunta, la barrera, el sinsentido que detiene tus
pasos.
Como respuesta a mi longitudinal carta, recibí
un texto en prosa, pero no una respuesta. No del modo tradicional. A primera
vista lo escrito por Petrozza no era una contestación, porque no tenía algo que
ver con mis palabras. Lo que recibí, fue lo siguiente:
No
importa cuánto me esfuerze. No importa si todo parece ir bien. Incluso en mis
mejores momentos, cometo errores.
No importa si yo perdono al que
me ofende, o si pongo la mejilla otra… Sobre todo cuando perdono y cuando cedo
es cuando cometo más errores. Mis errores, posiblemente, son el creer que puedo
no equivocarme. La fe de hacer las cosas de la mejor manera posible, es la
misma fe que me hace tropezar. Mi error es pensar que todo puede salir bien en
un mundo donde todo está mal. Donde nacer es un accidente, el pero que te puede
pasar. Donde se nace con el veneno maldito del pecado, y no hay algo para
remediarlo. ¿Cómo mantenerse limpio, en un mundo de mierda? Yo mismo soy
mierda, y sin embargo, me pienso rey.
Mi error es pensar, aunque sea
por un instante, que soy capaz de arreglar las cosas. Clavo los clavos en el
arco de las cosas. Serrucho los pilares del equilibrio, pensándolos estorbo.
Porque soy ciego. No soy capaz de ver el hoyo en el que me caigo. Y una vez
caído, no soy capaz de ver la soga de mi rescate.
A pesar de ello, guardo la
esperanza de salir adelante, incluso cuando todos han perdido la fe en mí. Allí
radica mi estupidez. Y allí radia mi genio.
La fe y la esperanza jamás han
salvado a alguien. Mantenemos la fe en Dios cuando Dios se ha olvidado de
nosotros. Creemos en las personas, cuando las personas han dejado de creer en
sí mismas. Y dejamos de creer cuando creer es todo lo que nos queda.
Si me dieran otra oportunidad,
la desaprovecharía. Principalmente porque soy tonto. ¿Pero quién no lo es? Llevo
en la sangre el virus de la mediocridad. Fui engendrado por una mujer que
desciende del pecado original. Mi alma está manchada y yo soy suciedad. No
importa cuánto luche por llegar a ser pureza… no importa cuánto luche, y sin
embargo, lucho… empujo la piedra hasta la cima, solo para verla caer, y empujar
de nuevo. Es absurdo, pero al mismo tiempo, es lo mejor que podemos hacer.
Si existe un camino a la luz, es
un camino cerrado a mi persona. Que vuele el que tenga alas; yo cavaré mi pozo.
Una vez más, Petrozza estaba cambiando mi
manera de ver la vida. Todo el glamur que yo buscaba se me antojó poco luego de
leer sus cartas una y otra vez. Incluso llegué a sentirme perdida en un inmenso
mar, y más sola que nunca estando en Ottawa y Petrozza en la capital de México.
Solo por hoy voy a escribir
ResponderEliminarpara desahogarme
y no para complacer a alguien.
Porque mañana a fin de cuentas
lo único que me quedará seré “yo”,
y nada, y nadie.
Porque así la vida es, estamos solos,
solos llegamos y solo nos tenemos
a nosotros mismos.
Mientras unos mueren, los
otros se van lejos, lejos
y no los puedes alcanzar.
Mientras unos están tan ocupados
para ver que estás cayendo en pedacitos
y tu corazón ya dejo de sentir.
Por eso, así, me voy por la vida
sabiéndome sola,
en una soledad absolutamente
desconcertante, que me hace pensar
en cosas que no debería de imaginar, o soñar;
la muerte y la vida sin que este aquí.
Solo por hoy aprenderé que las noches
no dejaran de ser oscuras,
y los días siempre me cegaran.
Por que cuando bajas siempre es muy abajo
y cuando subes vuelves a bajar.
Solo por hoy, yo sola, aquí,
repito, sola.
Te digo, que me haces falta
y que quiero verte, reír, cantar,
verte nada más.
Aunque ni hoy ni nunca lo haga
una vez más.
Me encantan tus relatos Vero, gracias por compartirlos soy tu fan, saludos a todos los demas del grupo!!
ResponderEliminarSería un cliché decir que, Petrozza solo quiere llamar la atención, de Pinciotti,que es una histérica.
ResponderEliminarmuy intreressante
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