Invariablemente, no importa si
leo o estudio o escucho música, mi abuela, con la que vivo desde hace muchos
años (demasiados para hacer cuenta y recordar), se las ingenia para... interrumpir. Joder, diría Petrozza, pero yo soy más suave. Principalmente porque
sé que no lo hace con intención. Lo que me lleva a pensar que si lo hiciese con
intención, sería un verdadero demonio perturbador. Casi lo es, y mira que no
puede culparse a una dulce anciana por preocuparse de su nieto, o por la salud.
A veces pienso que ya debería ser delito.
Estoy en mi habitación, sin ánimo de buscar
problemas. Como dijo Pascal: “La
desgracia viene de no saber permanecer en nuestra habitación.” Cuántos líos
nos evitaríamos si no saliésemos más que para lo estrictamente necesario. Es
sábado, son las tres de la tarde y tengo una hora de descanso. Sin embargo, los
problemas llegan a mí desde dos direcciones.
La dirección A es Estela, mi novia, que me
envía un mensaje al móvil recordándome nuestra cita de hoy. Es 17 de mes y
cumple años Rebeca. Rebeca es amiga de Estela, de la universidad, y fuera de
eso no sé nada. El problema es que lo he olvidado. No, el problema es que lo he
olvidado y he hecho cita con Verónica a la misma hora.
Pienso qué contestar. No hay modo. Estela
jamás creerá que lo olvidé. Me conoce y sabe que no soy del tipo de los que
olvidan. ¿Cómo explicarle que tengo otra cita, con una persona por mucho más
importante que su amiga Rebeca? Hoy, Verónica es más importante que la misma
Estela porque sale de viaje y no volveré a verla. Los celos aquí, son
injustificados. Sin embargo, Estela no lo entendería.
La dirección B es mi abuela.
Invariablemente tiene que ser ella. Entra a mi habitación y anuncia que está
enferma. No me impacta; siempre lo está. Dice que es grave, que la lleve al
médico. No me lo creo. Justo hoy, justo ahora. En menos de tres horas veré a
Verónica. Al menos, tengo un pretexto. Cojo el móvil y tecleo: Querida Estela, lamento muchísimo no poder
asistir a la fiesta de Rebeca. Mi abuela está enferma y debo llevarla al
hospital. Tres horas parecen demasiado para ello, pero ya sabes: dos minutos
pueden alargarse dos años en una coma diabética. Te amo. Disfruta la fiesta por
mí. Envío el mensaje y me reclamo. Lo odio pero soy así. Me siento fatal
porque es mentira. Iría ahora mismo a confesarme de rodillas ante Estela. Mi
abuela dice estar grave pero no es verdad, lo sé. Para confirmarlo la llevo al
médico.
Grito a mi abuela que se dé prisa. Lo hago
desde mi habitación, donde me mudo de ropa. Ella está en el lavabo, se arregla.
Le digo que iremos al médico pero sólo si lo hacemos de inmediato. Dice que sí,
pero se tarda horas en ponerse un chal. Yo estoy listo en dos minutos y es un
infierno esperar. Mientras espero, envío otro mensaje, esta vez a Verónica, rogándole
que que cambiemos la locación de la cita, y pongo de pretexto la
gravedad de mi abuela. Luego, espero su respuesta. Esta espera también es un
infierno. Si accede, estoy salvado. Quizá me dé tiempo de resolver el asunto del médico, ver a Verónica y llegar con Estela.
2
Cojo a mi abuela del brazo y salimos. Desde
que lo anunció hasta este momento ha pasado media hora. Es lo que le tomó
peinarse y cambiarse la blusa.
Caminamos despacio y para mí es un suplicio. Estela me ha reclamado informalidad y desinterés.
Ha dicho que de querer puedo, y no está de acuerdo en pasar por alto mi
ausencia. Llevamos menos de un mes de novios y esto es la oportunidad de
presentarme en sociedad, dice. No se trata de Rebeca, sino de nosotros. Además,
me lo avisó desde la quincena pasada y no es posible que justo hoy se enferme
mi abuela. No me lo cree, pero es verdad. Al menos, es verdad que estoy con
ella y que la llevo al médico. Si me doy prisa llegó, lo sé. La fiesta es en
casa de Estela.
Al tiempo que camino con mi abuela colgada de
uno de mis brazos, con el otro escribo a Estela ofreciendo disculpas,
explicando que esto sale de mis manos, y que aún así, haré un esfuerzo sobrehumano para llegar a la fiesta puntual y arreglado. Otra cosa que exige Estela
es mi vestimenta. No me permitirá entrar si llego con camiseta. El mundo es un
mundo libre menos para mí. Debó ponerme camisa y debo planchar los pantalones.
Además, debo usar zapatos y deben ser negros y estar boleados. Rasurarme, eso
también es indispensable. Y tengo menos de tres horas para hacer todo eso, ver
a Verónica y…
Mi abuela comienza a hablar. Esto no puede ser
peor, pienso. Siempre que habla lo hace de mí. Dice que debo ser cuidadoso en
el trabajo y que no debo faltar. Nunca flato, no sé por qué lo dice. Es así. Se
lo pasa dando consejos inútiles. Le recuerdo que nunca he faltado al trabajo y
asiente, dice que más me vale y que ningún motivo es bueno para hacerlo.
Incluso si ella enferma, yo debo ir. Vaya, pienso, si supiera en el aprieto en
que me meto, ¿sería capaz de ir sola al médico?
Llegamos. En realidad, no está lejos. Es un
médico de farmacia similar. Vamos allí porque los tres: mi abuela el médico y
yo, lo sabemos: no es grave. Si fuese grave iríamos al hospital. El médico debe
saberlo porque nadie llega allí muriéndose. Toses, resfriados… Es todo lo que
se atiende aquí. Nadie pondría en manos de éstos un caso de esclerosis.
Para mi fortuna, no hay gente. Mi abuela pasa
casi de inmediato y mientras tanto, espero fuera. Saco el móvil y ruego a
Verónica se de prisa. Al final arreglamos vernos cerca de mi casa, que está a
más de 30 kilómetros de la suya. Le conmovió lo de mi abuela y se dispuso a venir
(ella sí tiene coche). Aún así, la distancia y el tráfico harán de las suyas.
Contesta que ya va pero no dice dónde, y eso me inquieta. Debo regresar a casa,
arreglarme según el reglamento de Estela, y salir al café donde cité a
Verónica. Le diré: gracias por venir, y eso es todo. Con el tiempo encima no
podré hacer más. Probablemente sea mejor cancelar, pienso, pero Verónica no me
lo perdonará. Se va de México y es nuestra última oportunidad. Es importante
porque alguna vez la amé. Al menos, debo decirle buen viaje.
El médico tarda demasiado. Han pasado veinte
minutos y mi abuela no sale. Me acerco a la puerta y ausculto. Debí suponerlo.
Mi abuela cuenta al médico el día que yo seré un gran escritor. Soy su orgullo,
un orgullo resignado; ella hubiese preferido por nieto un abogado, un contador.
Pero las cosas nunca son como unas las desea, suele decir y qué razón tiene.
Llegamos a casa, santo Dios, y tengo menos de
una hora para cambiar mi imagen a la imagen de un pelele. Así es como siento
metido en pantalones de vestir y camisa. Además, afeitado y perfumado.
Perfumarse es de maricas, pienso. Sin embargo, quizá yo soy uno de eso, después de todo no sé decir no a Estela.
3
A las siete en punto estoy donde debo.
Verónica no ha llegado. La telefoneo pero no contesta. Estoy sudando. En una
hora más dará inició la fiesta. He confirmado a Estela mi asistencia. Le
llevaré la receta del médico y limpiaré mi nombre. No he llegado a tiempo, pero
no he mentido.
Pido un café americano. Sé que Verónica
hubiese preferido whisky pero no puedo llegar con aliento alcohólico a las
fiesta de Rebeca. Eso sería tirarme el teatro encima. La receta vale, pero el
alcohol… No encontraría una buena excusa que dar y podría significar el acabose
de mi relación. Es lo que pienso mientras me bebo el café. ¿Por qué arriesgo el
pellejo en algo así? Verónica se irá a Ottawa pero volverá. No puede irse para
siempre, es mexicana y adora México. Trato de indagar si es que aún siento algo
por ella. Es innecesario. Sé que es así. Solo verla me provoca calosfrío.
Cuando llega no se disculpa por el retraso.
Además de ello, me reclama haberla hecho venir hasta el culo del mundo, a un café
tan feo. Me disculpo. Es ridículo pero lo hago. Mirarla a los ojos me hace
sentir como un homúnculo. He contrariado sus deseos, le he hecho padecer infortunios
e incomodidades. No merezco la vida. Eso así como pienso muy dentro de mí.
Verónica ordena whisky pero no hay. Es un café
en el estado de México, la especialidad aquí es el Nescafé de sobrecito. Al menos,
pudimos ir a un sitio mejor, exclama Verónica delante de la mesera, que es la
señora y dueña del local. Le pido calma y le explico. Le cuento lo de mi abuela
y el caso de Estela. Casi me grita cuando se entera que la he traído hasta acá
para verla tan poco tiempo. Eso dice, pero me da la impresión que es otra cosa
lo que la enoja. Quizá el hecho de saber que sacrifico su tiempo por el de
otra.
Esta cita es un fracaso. Bebemos café
americano y casi no hablamos. Ahora lo sabe: podemos beber un café más y luego
nos vamos. Yo no voy lejos, pero ella… Vive en el Sur. Ha conducido más de dos
horas hasta acá, para beber un café malísimo y ver a un amigo por menos de
media hora. No solo eso, sino que debe regresar. Me siento estúpido. ¿Por qué
tenía que verla hoy, como si de ello dependiera el fin del mundo? Podría verla
de regreso de Ottawa. Ahora me dice que no se mudará, irá de visita. Nunca me
mudaré, dice, eso algo que ya sabes. Asiento con la cabeza y bebo café. Ni
siquiera está muy caliente. Lo han calentado en un horno de microondas. Y lo
sirven en un vaso de unicel. No puedo evitar la nostalgia de saber que se va.
Me lo tomo como una desgracia. Y cuando está en México, casi no la veo.
Cualquier cosa me impide viajar al Sur y mirarla. La hora, la noche, el
tráfico. Sin embargo, hoy, la hice venir a pesar de todo.
Acabamos con el café y pago. Antes de irnos
voy al sanitario. Trato de salvar esto haciendo de cuenta que llevamos mucho
rato en el establecimiento. Cuando salgo la despido con beso y abrazo, y la
sostengo allí, entre mis brazos por un minuto. Le digo que la quiero y que le
deseo un viaje estupendo. Le pido que no me olvide y que regrese pronto. Ella
actúa como yo espero y me abraza y me dice que todo irá bien. Que no tardará
más de tres meses y que me comprará algún recuerdo. Asiento con la cabeza y
salimos.
Fuera, la acompaño a la esquina donde se ha
estacionado y le cojo la mano para que suba dentro. La despido con un último
beso lanzado desde la banqueta, y la miro partir.
4
Son las ocho con cuarenta cuando llego a casa
de Estela. Para eso, ya tengo cincuenta mensajes en el móvil de reclamos por mi
retraso. Cosas como: Dónde estás!!! ¿A
qué hora llegas? Si no vas a venir dime la verdad. ¿Por qué no respondes? Ya
llegó Rebeca, apúrate.
Estela sale y me recibe con mala cara.
Realmente no entiendo porqué. Le doy la receta de mi abuela y no se calma.
Dice que es imposible que haya tardado tanto en ir al médico de la esquina de
mi casa. No está en la esquina pero sí a unas cuadras. Es cierto, no tardé
tanto en ver al médico. También desgasté mi amistad con Verónica. Básicamente eso
es lo que estuve haciendo, aparte de planchar mis pantalones.
Paso y hay poca gente, Rebeca no es tan
popular como pensé. Para el escándalo que me arma Estela supuse que se trataba
de una reina. Estela me presenta con los invitados, que son unos quince; me anuncia
como su novio y sonríe. Yo sonrió también. Son jóvenes estudiantes de la Universidad, pero no lucen como los imaginé. Yo no estudié la universidad y
siempre pensé que los estudiantes estarían muy por encima de mí, como genios o
algo, con todo lo que les enseñan día a día en las aulas. Sin embargo, hubo uno
que ya estaba borracho. Iban vestidos como los bailarines de los videos
musicales de moda, y todos daban la impresión de no haber leído un libro en sus
vidas. Esto último lo notabas cuando los escuchabas hablar. Lo hacían de
futbol, de música rock, de la chica guapa del colegio. Es una pena pensar que
tengan estudios pero tan poco cerebro.
Mis últimos pensamientos los adjudico a un
extrañamiento de mis amigos, estando en territorio ajeno.
El resto de la noche lo paso sentado en un
sofá individual, bebiendo. Estela está enfada conmigo por ser apático, pero no
se puede ser de otro modo ante tanto jaleo. Música de discoteca y poco diálogo
interno. Ahora entiendo a Petrozza que no es capaz de poner ni la uña de un pie
dentro de un antro de moda, o una fiesta de jóvenes.
Hoy las cosas no han salido bien. Verónica
indignada, Estela indignada, yo harto de estar aquí. Si al menos hubiese pasado
tiempo con mi novia, con quien me gusta debatir… Pero ella estuvo muy ocupada
sirviendo bebidas y cuchicheando con sus amigas sobre la musculatura de un
artista de moda.
El colmó es cuando Estela se empeña en hacerme
bailar un cancioncita pegajosa. Me levanta del sofá aunque siempre le he dicho que
no sé bailar. Le importa poco y me obliga. Me susurra al oído que lo haga por ella, que por favor lo haga; al menos lo intente… pero yo sé que no se
trataba de hacerlo por ella, sino por su imagen pública y sus amigos. Es por
eso que me niego rotundamente, y es así como aquella noche que debió ser muy
buena, acaba siendo pésima.
Regreso a casa triste y abandonado.
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