El señor Palafox estuvo todo el
día jodiendo con lo mucho que mi trabajo dejaba a desear. Me parece que no
estaba de buen humor, que algo le molestaba. Algo que no tuviese que ver
conmigo le estaba picando el alma, porque, bueno… es evidente que soy el mejor
empleado que ha tenido. Él mismo me lo ha dicho en un par de ocasiones. Me ha
tomado de los hombros, orgulloso, y me ha dicho que podría llamarme hijo de no
ser porque no lo soy. Soy el único que ha logrado abrir la tienda a las ocho en
punto de la mañana, y el único que la ha mantenido impecable, limpia, como
trasero de bebé, por más de cinco meses. No se ha visto una sola cucaracha
desde que yo llegué aquí. Y según me confesó la señora Palafox, había unas
mil.
Sin embargo, aquel día el señor Palafox se
traía un carácter del infierno. Revisó escrupulosamente (quiero decir: más
escrupulosamente que de costumbre) cada rincón de la tienda en busca de la
mínima partícula de polvo, de grasa, de suciedad. Inspeccionó, regla en mano,
que el jamón y el queso estuviesen a la distancia suficiente para no
impregnarse uno con el aroma del otro. Se aseguro que los refrigeradores
estuviesen bien servidos de refrescos y aguas, que todos los envases estuviesen
dando la cara al frente, y que los niveles de gas no fuesen inferiores al
ochenta por ciento de su capacidad. En realidad, buscaba sólo un pretexto para
echarme en cara que mi trabajo era deplorable.
Primero me pensé que la cosa iba conmigo, por
algo que Palafox hubiese sabido de mí, por ejemplo, que me beso con su hija
dentro de su casa cuando él no está. O que había descubierto que todo el tiempo
le he prestado poca atención a sus teorías y en general, me pienso que está
algo loco. Pero que lo sepa es imposible, no hay posibilidad… en el primer caso
porque la única que lo sabe es Estela y a ella misma no conviene que se sepa. Y
bueno, las mujeres siempre son más cuidadosas que uno, así que no creo que haya
pista que nos delate, pensé. Y en lo segundo, porque nadie lo sabe excepto yo y
no hay modo en que se me pueda leer la mente.
Luego me convencí que el rollo de su mal humor
no era por mí, cuando llegó su esposa y le gritó un par de cosas sobre la
pulcritud de la cocina, que según él, no era pulcritud sino un cochinero. Apuesto
que esa cocina está limpísima, pensé, Palafox es capaz de llamar cochinero a un
palacio.
Sabiendo que la actitud de Palafox no era una
afrenta personal pude respirar tranquilo y dedicarme a lo mío sin dar demasiada
importancia a sus imperativos desfachatados, como el de sacar todos los envases
de un refrigerador y sustituirlos por los de otro refrigerador, so pretexto de
que haciendo aquello lucirían más. Llegados a ese grado me daba lo mismo hacer
esa tarea que otra, y si se dejaba algo importante sin hacer a cambio de hacer
estos absurdos, no sería mi culpa. Yo podía trabajar en la titánica tarea de
cambiar los envases de un refrigerador a otro como Sísifo en su mito, feliz y
contento de tener una meta clara en la vida. Incluso podía tararear una canción
en la mente mientras lo hacía y poner una sonrisa en la cara, como un bobo que
hace las cosas por hacer. Si eso es lo que mi patrón deseaba, no iba a darle el
gusto del disgusto porque no era justo.
Así que tomé aire, me puse el delantal a la
cintura y abrí, bien dispuesto la puerta del primer refrigerador. Había que sacar
más de cien envases y dejarlos en el suelo… o eso pensé hasta que Palafox me
gritó que cómo podía pensar en dejarlos en el suelo… y tuve que meterlos en sus
respectivas cajas, Dios, y luego sacar más de cien envases de otro refrigerador
y colocarlos en el refrigerador primero. Finalmente, sacar los envases de las
cajas y meterlos al refrigerador segundo. Y todo para que luzcan más, según la
perspectiva de mi patrón, que no era una perspectiva mucho más inteligente o superior
a la de cualquiera. Era una perspectiva de mero capricho.
Tardé poco a decir verdad, considerando la
magnitud de la empresa. Quizá me llevó dos horas y media hacer aquello y
atender, al mismo tiempo, a toda la gente que entraba. Sin embargo, cuando
terminé, estuve contento. Contento de hacerle ver que no pudo joderme con su
mandato absurdo, y que lo mismo me daba hacer esto que aquello, y que ahora
tenía un par de refrigeradores mal acomodados. Esto porque, bueno, antes yo los
había colocado por número de compras. Estaba primero al primero las cocacolas,
que es lo que más se vendía, y luego los tés y los jugos. Al final las leches y
los yogures. Ahora, si alguno deseaba tomar una cocacola (y era lo más probable)
tendría que pasar al rincón y estirarse demasiado. Además que las cocacolas
casi no se veían desde fuera y esto podía hacer pensar que no había.
Desgraciadamente el señor Palafox no era tan
tonto y se percató de su grandioso error. Desgraciadamente, porque el muy hijo
de… me hizo cambiar todo de nuevo. Se plantó frente a los refrigeradores y
comenzó a reír. Me hizo venir a donde él y colocó su mano en mi hombro. Me
dijo: querido Salmo, tenemos un problema. Y yo que lo sospechaba me hice el
desentendido. Cuando me lo dijo incluso traté de convencerlo de que así estaba
mejor. Le dije que poner las cocacolas al final y en tan incómodo lugar obliga
a los compradores a pasar frente a los demás productos y quizá, a comprar algo
más. Es lo que hacen los centros comerciales, dije, ponen las mejores cosas en
el piso tercero y hasta el final para que tengas que recorrer todo el centro y…
No me dejó terminar. Me palmeó la espalda y dijo: regresa todo a su lugar,
hijo. Luego agregó un por favor. Acto
seguido, desapareció de la tienda. Supongo que se pensó que ya había ido
demasiado lejos conmigo y se proponía seguir con su mujer a la que dejó limpiando
la cocina.
Si la primera vez no logró enojarme, la
segunda, vaya que lo hizo. Me pasó la cabeza sacar todos los envases y ponerlos
en el piso y renunciar una vez hecho esto para que él tuviese que meterlos a
los malditos refrigeradores con sus propias manos. Pero recordé que era tan
machista que no lo haría él: pondría a su hija y a su mujer a terminar la tarea y me maldeciría
en frente de ellas, haciéndelos creer que su desdicha fue culpa mía.
2
Bueno, todo lo anterior fue la causa de mi carácter
cuando saliendo del trabajo me encontré con Estela y se lo dije… del modo que
se lo dije… y también, fue la causa de mi noviazgo. Pero vamos por partes:
Aquel día, al terminar el trabajo me salí con
un coraje de la tienda y un odio hacia Palafox, que no me percaté que de lo que
hice. Caminé por la calle de costumbre regreso a casa, pero doble a la derecha
contrario a lo acostumbrado. Iba con la cabeza gacha y pensando en el día que
iba a renunciar. Aquel día lucía lejano, las obligaciones para con mi abuela me
ataban a la tienda al menos hasta que ella muriera, pero… después… las
obligaciones para conmigo mismo me atarían hasta que yo… Era como estar
encantado por una maldición gitana que me obligase a trabajar el resto de mis
días si darme tregua para hacer lo que yo realmente quería hacer: escribir.
Entonces pasé por la heladería y cuando lo
hice caí en la cuenta de que había desviado el camino, y decidí regresar, pero
luego, algo, me impulsó a seguir.
Tendría que rodear la manzana y sería un tramo más largo a casa pero pensé que
mejor, así tendría tiempo para calmar mi ira, respirar, y no llegar con la
abuela hecho una furia.
En aquel momento no lo pensé pero era las
nueve de la noche, que es la hora en que regularmente llega Estela del colegio,
y estaba caminando por la avenida principal, que es por donde ella llega a
casa. No lo pensé hasta que la tuve en frente, a Estela, que casi choco con
ella por ir ensimismado en mis pensamientos oscuros de renuncia y asesinato
(pensé en asesinar a Palafox).
Cuando la miré y reaccioné que era ella, me
asombré y le pregunté qué hacía allí. Me contestó lo evidente, que regresaba
del colegio. Yo no contesté y lo notó de inmediato. Preguntó si yo tenía algo
malo. Dije que no, pero no me lo creyó e insistió, y aunque yo insistí en que
me dejara tranquilo ella supo que yo estaba al borde de un ataque de nervios. Ahora
que lo pienso, aquello de los refrigeradores fue la gota que derramó el vaso
porque Palafox ya me había hecho varias parecidas y nunca me había enojado.
Estela me tomó de la mano y me encaminó por la
calle. Le pregunté que a dónde íbamos y me dijo que callara, que ya vería.
Entonces, embrujado una vez más por su belleza, que era la belleza de una
Galatea, me dejé llevar.
Me llevó hasta la banca de un parque oscuro y
me sentó allí. Ella se sentó a mi lado y me dijo que podía confiar en ella, que
le contara mi pesar. Yo no lo deseaba, principalmente porque eso sería hablar
mal de su padre, que era mi patrón. Y en segundo lugar, porque me parecía ridículo
enojarme tanto por tan poco. Quizá, ahora que estaba mi cabeza fresca, pensaba
que no fue mala su intención de acomodar todo de mejor modo. Además, ya estaba
harto de darle vueltas al asunto. Así que dije que mi preocupación era otra…
No sé cómo o porqué, pero es como si Estela
hubiese abierto en mí la válvula de mis resentimientos. Teniéndola sentada a mi
lado, dispuesta a escuchar, fui capaz de decirle todo aquello que nunca había
podido por temor o cobardía. Le oculté con otras verdades el verdadero motivo
de mi furia. Le dije que ya estaba harto. Le dije que no podía más y que había
pensado en renunciar si no se ponía un alto a esta situación. Y le dije que más
le valía darme una respuesta inmediata porque ahora sí, yo sería capaz de todo.
Estela enmudeció. Me dio la impresión de que
habíase arrepentido de mostrarse tan aduladora y comprensiva conmigo. Le salió
el tiro por la culata porque queriendo ser buena, terminó siendo mala. La pinté
como yo la veía: como una sirena que me embelesaba con sus encantos y me
atraía, o como una araña que atrapa a una mosca, y todo para nada. Le reclamé
besarse conmigo y salir conmigo pero sin llegar a algo más serio. Le eché en
cara darme la esperanza de un noviazgo cuando ella sabía que no había
esperanza. Y le reclamé de todas las veces que me había reclamado amar a otra
mujer cuando yo mismo le había jurado (y mis juramentos sí son sinceros, dije)
que la amaba a ella y a nadie más.
Se quedó boquiabierta, y luego suspiró, y dijo:
ah, eso es lo que te pasa. Sí, dije yo, eso es lo que me pasa. Lo que me pasa,
dije, para ponerlo claro, es que te amo ya no puedo más con este sentimiento.
Lo que me pasa es que me duele saber que juegas conmigo… Aquí Estala me puso un
alto, se defendió diciendo que ella no juega conmigo, que nunca ha querido
lastimar mis sentimientos y que siendo así, ella prefería poner un alto,
tajante, a la situación.
Al escucharla decir esto casi muero. Sentí que
el corazón se me salía por la boca. Lo último que yo verdaderamente quería era
un alto tajante a la situación. Hubiese preferido las migajas del pan que me
arrojaba a perderla toda. De ser necesario hubiese aceptado, y firmado por
escrito, una relación de juguete con ella, aceptando verla cuándo y cómo ella
quisiera y dejando que abuse de mi billetera y de mi buena fe. Prefería por
mucho besarla cuando estuviese de humor para besarme, aunque eso fuese una vez
al mes, que no besarla nunca. Y prefería, sobre todas las cosas, trabajar y
soportar a Palafox con tal de estar cerca de ella, de saber qué es de su vida y
de que no me olvidase por completo.
Cuando se lo dije, rió. Las lágrimas estaban a
punto de salírseme por los lagrimales, y temblaba. Maldije en silencio la hora
en que nos encontramos en esa oscura calle y me reclamé ser tan imbécil para
mentirle respecto a mi coraje, que en realidad nada tenía que ver con ella.
Y ella seguía riendo, como si mi dolor le
causase la más grande de las alegrías, y pensé que las mujeres son así, dichosas
con el sufrimiento ajeno, y recordé que Petrozza me había dicho infinidad de
veces que las hembras del humano no son diferentes a las hembras de las perras,
que su único interés real es el de ellas mismas, y que todas, sin excepción,
son unas brujas. Me pasó por la cabeza Wanda de Sacher-Masoch, y la maldije a
ella ya toda su raza.
Pero un segundo después tuve que retractarme
de todas mis maldiciones y de mis malos pensamientos sobre la mujer,
particularmente sobre Estela, que viéndome en tan terrible estado pegó un
brincó y me tomó por el cuello (yo pensando en ella como la serpiente que se
decide a morder y brinca, sujetando por el cuello a su presa) y no dejando de
reí me besó apasionadamente y me dijo, entre besos, que yo era un tonto. Dijo
que era el más grande de los tontos porque no había sido capaz de ver que ella
sufría por mí también y que su más grande deseo era que yo me envalentonase y
le jurase amor verdadero para así poder dar el paso siguiente, que es el paso
del noviazgo.
Entonces era yo ahora el que no lo podía
creer, y mi odio por Palafox se tornó cariño y amor porque de algún modo fue
gracias a él que pasó todo esto y que pude romper la tela de araña que me
separaba de mi más grande deseo.
Llegué a casa hecho un mar de ilusiones, y
contento hasta la médula…
Estas entregas son buenisimas!!
ResponderEliminarA veces lo malo sirve para algo mejor, muy bien logrado!
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