¡Oh vosotros los sabios, de alta y profunda ciencia,
que habéis meditado y sabéis dónde, cuándo y cómo
se une todo en la naturaleza; el por qué de todos esos amores y besos;
vosotros, sabios humildes, decídmelo! ¡Poned en el potro vuestro
sutil ingenio y decídme dónde, cómo y cuándo se me ocurrió amar!
Burger.
Burger.
El señor Palafox era histriónico
hasta la médula. Era un lector medianamente leído, pero eso sí, muy entendido
de lo que leía. Era el tipo de lector al que basta leer un libro de Kant para
entender toda la filosofía Kantiana (al menos toda la filosofía Kantiana vertida en dicho libro) de manera ejemplar, y casi listo para dar
cátedra. Así, no requería leer cientos de libros para lucir antes las mejores
mesas como un hombre de letras.
Pero el histrionismo se dejaba
ver en el modo que se expresaba de sus autores favoritos. A Kafka solía
llamarlo mi checo favorito. Decía que
no había un solo checo en toda la República Checa que valiera lo que vale (o
valió) Kafka. Y para aludir a Goethe, se refería a él como el antropólogo de la metafísica emocional. Si quería hablar de
Shakespeare, lo llamaba el hombre
universal, o el hombre hecho de todos
los hombres. A Rimbaud lo llamaba el
niño que fue genio porque nunca dejó de ser niño. Daba gusto escucharlo
hablar de sus autores, a los que tenía bien catalogados y parecía conocer a
fondo. Es como si leyendo sus libros, pudiera leer sus almas. En teoría, así
es. Porque uno siempre se deja el pellejo en su literatura, pero poco son los
lectores capaces de leer tan bien lo que los escritores no escribieron.
Todo esto estaba bien, pero llegaba el momento
en que colmaba la paciencia. Por ejemplo, cuando entraba a la tienda al borde
de un ataque de nervios, gritándome que qué demonios había hecho yo con el Gran sabio occidental. Por supuesto, yo
no sabía qué contestar a ello. ¿De qué habla?, preguntaba yo tratando de
guardar la calma, de no decirle que por amor a Dios no me gritara, ya no que no
me lo merecía y bastante hacía con trabajar para él. Pero Palafox se ponía a
esculcar la tienda toda, dejando un desastre tras de sí, y gritando que era una
ignominia tratar de ese modo al Inmortal.
Al final, cuando todo se resolvía, y después de haber alterado a toda la
familia, descubríamos (la Señora Palafox, a la que había atormentado
previamente en casa y yo) que se trataba de un libro de Borges que el señor
Palafox había perdido. No puedes ponerte así por un libro, le decía su mujer, y
Palafox gritaba que no se trataba del libro. Lo que es el libro, decía, es
decir, el papel y la tinta, me importa
poco. Incluso las letras impresas en él, me importan poco, pero lo que esas
letras significan en nuestro idioma, exclamaba… eso… eso no tiene precio. Es un
tesoro, ¡un tesoro y está perdido!
El colmo del asunto, según la señora Palafox,
que en contadas ocasiones se instalaba en el mostrador de la tienda, a mi lado,
a contarme las locuras de su marido (pues sabiéndome poeta pensó que yo podría
tener la cura a esos desmanes) fue cuando teniendo su marido un problema
emocional (?), decía no encontrarse a sí mismo en la vida, y luego de dos días
de no salir de cama, se ponía a pedir a ayuda… a un tal Chopenjager (sic). La señora Palafox estaba preocupadísima, y al
mismo tiempo, indignada, porque su marido dirigía sus
ruegos, no a Dios, como ella suponía correcto, si no a ese demonio Chopenjager. Desprecia la Biblia, me
dijo la señora Palafox, y en su lugar toma entre sus manos ese libro suyo y se
lo pasa diciendo ayudame, mi querido Chopenjager.
Cuando escuché esto casi me muero de la risa.
Principalmente porque no lo podía creer. Sin embargo, guardé la seriedad, y la señora Palafox
me hizo subir al cuarto donde estaba su marido acostado y rogándole a un dios
falso.
Bueno, allí estaba el señor Palafox, recostado
en cama, con un libro de Schopenhauer bien sujeto entre las manos, casi del
mismo modo que un creyente coge el rosario o la biblia. Le expliqué que su
mujer me había hecho subir a verlo, pero no se inmutó ni le desagradó que yo,
el empleado de su tienda, entrara a sus aposentos.
Me dijo: Salmoneo, la vida no tiene sentido. Tragó
saliva y agregó: “Cuando se extinga el Sol, a nadie importará quién escribió la
Ilíada”. Yo no supe cómo responder.
Sabía que eso era ciertísimo, pero por otro lado, no podía desanimarlo más de
lo que ya estaba. Al final me decidí por ser fiel a la verdad, y dije: sí, así
es. Entonces Palafox, viendo que yo no vine a darle ánimos sino a enfrentarlo
con la verdad, apretó con más fuerza el libro y exclamó: ayúdame, mi querido Schopenhauer. Acto seguido, abrió el ejemplar,
y leyó de él: “La muerte es el genio inspirado, el Musagetas de la filosofía…
Sin ella difícilmente se hubiera filosofado.” Terminado, cerró el libro
violentamente, y volvió a exclamar: ayúdame,
mi querido Schopenhauer.
2
El sábado siguiente, cuando me encontré
con Estela, que recientemente había aceptado ser mi novia, le conté lo que su
padre hizo. Ella debía saberlo pero lo conté como algo nuevo.
Estela y yo nos mirábamos únicamente los
sábados, cuando yo estaba libre del trabajo y ella del colegio, y solíamos
pasar el tiempo comiendo helados o sentados en la banca del parque comunal.
Aquella tarde, comimos helados. Había una
heladería a dos cuadras de mi casa y llegamos allí, y pedimos un par de
helados. Yo de chocolate, que es mi favorito, y Estela de Vainilla, que
es su
favorito. Además nos gusta así porque podemos compartirlo o mezclarlo.
Cogimos lo helados y nos fuimos al parque donde
nos instalamos en una de las pocas bancas con sombra. Hacía un calor infernal,
y no hay muchos árboles en el parque bajo la sombra de los cuales refugiarse.
Entonces le conté que lo que hizo su padre, y
todo lo que me dijo y cómo la señora Palafox, que es la madre de Estela, estaba
muy preocupada. Estela no lo tomo como yo, es decir, como algo extraordinario.
Ni siquiera dijo algo, se limitó a asentir con la cabeza o a negar con la
cabeza, según la lógica de la situación. Asintió cuando le dije que su padre
estaba loco, y negó cuando le dije que el pobre no tenía alguien que lo
entendiera. Pero como ya dije, todo ello sin mucho ánimo.
Hubo unos segundos de silencio, o quizá más de
unos segundos de silencio, en los que Estela miraba las cosas. Miraba al
horizonte, o lo hubiese mirado de no ser por todo lo que se interponía entre el
horizonte y su mirada (casas, niños, juegos, árboles) y lo hacía como nunca la
había visto mirar. Como si no mirase. Como si sencillamente descansase la vista
sobre algún objeto, cansada de tener que soportar su peso por sí sola. La posaba
sobre un árbol, por ejemplo, y la dejaba allí, estática y sin mirar. Apuesto
que si se hubiese atravesado un niño entre el árbol y las niñas de sus ojos, es
decir, entre su vista, no lo hubiese sabido. Y me oía sin escuchar, porque
también le conté que pensaba escribir tercetos italianos, y no dijo algo. Tuve
que preguntarle un par de veces qué pensaba al respecto, y lo único que
contestó fue: ¿al respecto de qué? Le repetí lo de los tercetos italianos y
asintió con la cabeza. Dijo que estaba bien. Pero tampoco lo dijo con ánimo.
Me pensé que la abulia le venía de la locura de su padre, que a nadie le gustaría saber que su padre no encuentra sentido a
su existir. Así que comencé una apología de los hombres que descubren el
absurdo. Le dije que esos hombres son los únicos que ven. Que en realidad,
nadie encuentra un sentido a la vida. Al menos, no uno digno. Que incluso el
avaro se cansa algún día y se descubre en un absurdo al contar su fortuna. Le
dije que muchos sabios, incluido Voltaire, han dejado escrito que prefieren por
mucho la infelicidad del que ve, a la felicidad del idiota. Y le dije que para
ser feliz hay que ser idiota. Que sólo en las almas toscas y mediocres, en las
almas que no ven más allá de sus narices, puede caber el sentido de
satisfacción por algo que no comprenden. Así, el tonto se cree sabio, y no hay quien
lo saque de allí y es muy feliz; el pobre se cree rico y no mira que la pobreza
le viene del alma. No hay quien lo saque de su opinión sobre el oro y es feliz
de tenerlo, sin ver su estupidez. Y le di varios ejemplos más, pero ninguno
parecía traerla de regreso a la realidad.
Entonces deduje que si su padre estaba loco y
deprimido, muy posiblemente ella fuese del calibre mismo que su progenitor y
también sufriera los males que acongojan al padre. Le pedí que me contara su
desdicha, y ofrecí compartirle un poco de mi dicha, que provenía de estar
ennoviado con ella.
Trataba de consolarla yo a ella, y de un
instante a otro, ella trató de consolarme a mí, porque mi dicha toda se esfumó,
y me arrepentí de haber insistido tanto en que me contase sus pensares. Comenzó
aceptando una pena, y dijo que era bien cierto que no estaba contenta. Estaba
triste. Pero además, sufría dos veces. Una por mí, dijo, y una por ti. Aquí
comencé a sospechar todo, y aunque quise dar marcha atrás, no podía. Había
entrado al callejón de la melancolía y no iba a salir de allí, sino acabado y
muerto por mi propia mano.
Hace un par de semanas que nos hicimos novios,
y todo ocurrió de una manera tan repentina e inesperada, que me puse de tal
contento que me importaba poco ser el esclavo de su padre y ganar menos dinero
que un esclavo de la Edad Media. Todo con tal de estar cerca de mi musa
inspiradora. Me había pasado por alto la opinión de mis amigos, de Petrozza principalmente,
sobre que Estela era una boba. Y también había pasado por alto los infortunios
que esta relación suponía. Todo ello me
parecía poco ante su sonrisa. Ante su compañía. Así, yo estaba nadando en las
mieles de la dicha… que en el instante siguiente me serían quitadas…
Confesó, lo diré de directo y sin preámbulos
para no dolerme la memoria, que había cometido un error al darme el sí, pues no
estaba convencida de quererme tanto como yo a ella. Y cuando soltó el hacha
sobre mi pescuezo, sentí venir a mi cerebro toda la sangre de mi cuerpo, dándome
jaqueca, y luego bajar a toda prisa llevándose consigo el color de mi cara.
Pálido y sin aliento, desanimado y al borde del desmayo. Así es como Estela me
describiría más adelante, cuando el tiempo se encargase de volvernos a reunir
en vida.
Pero en ese momento, entiéndase que yo no
sabía el futuro, y me pensaba en una tormenta interminable, sin pensar que todo
estaría mejor a la vuelta de la esquina.
3
Aquella tarde me creí muerto en vida. Todo
carecía de sentido porque había perdido lo que más valor tenía en mi vida. Si
alguien me hubiese dicho ánimo lo
hubiese mandado al cuerno. ¿Qué ánimo puede haber en un coche sin motor, en un
cuerpo sin alma, en un barco sin velas? Desde mi perspectiva de fracaso,
ninguno.
Llegué a casa y no cené. Le dije a la abuela
que había cenado ya, pero era mentira. Deseaba una sola cosa y era dormir.
Me acosté en cama y deseé la muerte.
4
Al amanecer desperté sin querer
despertar. Era domingo y era mi día de descanso, y el día en que acostumbraba
leer y escribir algo. Sin embargo, aquel día todo cambió de color. Si antes
leía con gusto, escribía con gusto, ahora sentía que perdía el tiempo haciéndolo.
¿A quién iba a dirigir mis tercetos italianos si Estela me había abandonado? ¿A
quién iba a inmortalizar en letras si esa musa se había esfumado? ¿Y sobre
todo, a quién iba a importar mis esfuerzos cuando el Sol se extinguiera?
Tomé la libreta y comencé a escribir, a pesar de
mi desánimo. Escribí un par de versos; no pude más. No me sentía sincero a la
hora de escribir. Estaba haciéndolo por hacer, y así no se llega a algún lado.
Entonces tomé un libro del librero. Al azar. Y
mi sorpresa fue grande cuando miré que había cogido una edición de Porrúa, de
Schopenhauer, que contenía el libro intitulado El amor, las mujeres, la muerte y otros temas.
Lo abrí en una página sin pensar,
y leí:
"…La
experiencia general prueba que bajo el imperio de ciertas circunstancias, una
inclinación viva y aun gobernable puede crecer y superar por su violencia a
todas las demás pasiones, echar a un lado todas las consideraciones, vencer
todos los obstáculos con una fuerza y una perseverancia increíbles, hasta el
punto de arriesgar sin vacilación la vida por satisfacer su deseo, y hasta
perderla, si ese deseo es sin esperanza. No sólo en las novelas hay Werthers y
Jacobos Ortis; todos los años pudiera señalarse en Europa lo menos media
docena. Mueren desconocidos, y sus sufrimientos no tienen otro cronista que el
empleado que registra las defunciones, ni otros anales que la sección de
noticias de los periódicos…"
Dios santo, pensé, mi vida está
en peligro… Si quería salvar mi alma debía leer todo
ese libro en un instante porque sabía que allí, en los pensamientos de ese
filósofo alemán, misántropo y maldito, sólo allí… encontraría el remedio a mis
depresiones. Leyendo adquiriría una perspectiva objetiva de la situación y me
sentiría comprendido por un alma humana tan desdichada como la mía, pero con
mejor inteligencia, capaz de brindarme consuelo y entendimiento de mis
sentimientos…
¡Ayúdame, mi querido Schopenhauer!
Excelente!!!
ResponderEliminarExcelente!!!!
ResponderEliminarInteresante!!!
ResponderEliminarmuy bueno gracias x compartir!!!!
ResponderEliminarAh, ¡buenísima! Salvo que pudo haber sido más corto, a manera que pronunciara el cómo se entreteje la inteligencia de un buen lector y la construcción de otros tantos universos..
ResponderEliminarMe quedo con una frase "los sabios han dejado escrito que prefieren la infelicidad del que ve a la felicidad del idiota". Buena la idea, el estilo me remite a Borges, soy sincera. Bravo!
ResponderEliminarEs uno de mis favoritos.......
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