Estaba Simona, y yo estaba en
medio de todo ese mal rollo.
Me parece que la cosa empezó cuando dejé el trabajo. Pero eso fue hace mucho. Antes
incluso de conocer a Simona. Comenzó el día en que decidí que yo sería escritor. Gracias a ello llegué a Simona, pero fue por
ello también que me vi en medio de esta situación.
Simona se enamoró de mí porque mi nombre había
salido en algunas publicaciones latinoamericanas. Se enamoró de mí porque había
algunos que conocían mi nombre. Y yo me enamoré de ella porque era un ser noble
y alegre. Un alma limpia, pura. Fuera de la vulgaridad de las masas. Una tía
con criterio suficiente para ver el pájaro azul dentro de mi pecho. Es decir,
una tía con seso. Y un ángel. Si tan solo se tratase de Simona…
Sin embargo, estaban otros. Estaba la madre de
Simona en primer lugar. No tengo algo en contra de la madre de Simona, pero…
joder, ella tenía todo en contra mía. Y no hablo de un caso típico de suegra,
sino de un caso del Diablo. Podía pensarse lo peor de mí con tal solo verme.
Podía adivinar mi fatídico destino, quizá hasta mi muerte, con tan solo echarme
un ojo. Podía saber que yo le disgustaba con tan solo mirarme. ¿Cómo
podía? Supongo que por algún poder sobre natural; alguna bola de cristal o
consultando los caracoles. Vamos, quiero decir: no había modo de que lo
supiera. Básicamente: prejuzgaba.
También estaba la hermana de Simona, que al
menos era una buena hipócrita y me saludaba de estupendamente. Y el primo de Simona,
que era un gilipollas enajenado con hacerse millonario de la manera más absurda
que he visto a alguien intentar hacerse millonario: una pirámide. Yo no creía
en mierdas así. Y él, bueno… sencillamente odiaba a todos los que no pensaban
que comprar jugos milagrosos era idílico. Y sobre todo, me odiaba a mí, que salía con su prima y que era escritor y que
me importaba bien poco toda su verborrea financiera, y era capaz de decirle que no a
todo lo que él consideraba elemental. ¿Es
que no te gustaría ser millonario?, me decía y yo le contestaba, tajante y
sin demasiado animo que no, que no me gustaría. Y también discutíamos sobre
los verdaderos efectos (efectos que yo consideraba placebos) de ese jugo milagroso,
jugo de merolico, que cura todos los males habidos y por haber porque lo
consideraban pansistémico. Se habían inventado la palabra pansistémico para justificar la magia. Era un cuento de nunca
acabar. Quería hacerme parte de esa secta a cambio del beneplácito para liarme
con su prima. Si yo hubiese trabajado con él, él hubiese sido el primero en darme
la mano de Simona. Pero yo no iba a ganarme el corazón de mi mujer de ese modo.
Eso hubiese sido venderme al peor postor.
Y esto era tan sólo la primera línea. En la
segunda estaban los compañeros de trabajo de Simona. Oscar, un homosexual obeso
que se pensaba que yo era poca cosa para Simona porque no soy guapo. No soy
guapo, pensaba, pero al menos no me da por picarme el ojete. No sé cómo un
hombre que desobedece las más elementales reglas de Dios y de la naturaleza
puede tener cara para juzgar una relación que ni le va ni le viene.
Y Linda, una tía con cuerpo de
señora y cerebro de chica de doce años que no dejaba de entrometerse en nuestra
relación. Me hubiese gustado decirle un par de cosas pero se esforzaba por ser
amiga de Simona y Simona me había pedido que le tuviera consideración. Linda
llevaba una relación que iba en picada hacia el desastre. Aún así, se daba el
lujo de juzgar con lupa nuestro caso. De dar consejos, de suponer y de
argumentar. De decir lo bueno y lo malo de mí a Simona a mis espaldas. Aunque
de bueno creo que no decía algo.
Eso no era todo, había una línea más: los
vecinos de Simona. E incluso el portero del apartamento de Simona. Ese hijo de
la gran puta, que me miraba como si yo estuviese debajo de él. Ni siquiera se
dignaba a abrirme la puerta del edificio cuando yo llegaba a recoger a mi
novia. Se creía mejor que yo porque estaba acostumbrado a tener amos de
cincuenta años y con Mercedes aparcados en el garaje. Yo llegaba, le saludaba
cordialmente, y le sonreía. A cambio, recibía su desprecio. Era un imbécil. Los
señores de Mercedes ni siquiera le miraban. Le trataban como a una cucaracha, y
era a mí a quien despreciaba. Eso es no tener cerebro, Dios. Yo fui el único en
su puta vida que le ofreció un cigarrillo, y el muy pedante lo rechazó. Solo
porque llegaba a pie.
Y en otra línea más lejana, en un círculo casi
atmosférico, pero no tan alejado como para no meter las narices en lo que no le
importa, estaba el cuñado de Simona, que me saludaba sin siquiera mirarme a los
ojos. Como si yo tuviese la lepra, y todo porque la madre de Simona había
envenenado hasta la médula la situación. Fue ella la que se encargó de
contaminar mi imagen. Fue ella quien solía correr el chisme de que yo era un
don nadie. Al menos, soy el donnadie que hace feliz a su hija, pensaba yo.
De todos, este era el único que no lograba
joderme las pelotas. Principalmente porque yo lo sabía: este tío es noble en el
fondo. No me odia. Le han enseñado a odiarme y es obediente, pero no lo hace
desde el fondo de sus entrañas, como la madre, o como todos los demás. Incluso
yo sabía que podría llevarme bien con él. Es lástima que se deje manipular,
pensaba. Podría ganarse un amigo, y vaya que le falta.
Y
bien, Simona no tenía perro, pero de haberlo tenido, seguro estaría en una
línea más, en la burlesca e irrisoria línea animal. Si tuviese perro, se mearía
encima de mí.
Todas
esas líneas eran líneas de guerra, un pelotón completo, solo con la misión de
joderme. De alejarme de Simona. Comandados por mamá
Hitler, que era racista de mi raza.
2
Mi pecado era amar a Simona, pero me odiaban, principalmente, porque yo no
encajaba en ninguno de los conceptos sociales de toda esa gente. Esto no quiere
decir que yo fuese diferente, realmente diferente a ellos. No lo podían ver,
pero todos esos que alzaban el dedo para juzgar mi vida tenían los mismos
sueños que yo. Buscaban en la vida lo mismo que cualquiera puede buscar:
seguridad, confort, estabilidad. Yo lo buscaba también, pero a diferencia de ellos
había emprendido un camino mucho más aventurado. Un camino menos diáfano que
trabajar en una empresa. Un camino que era arriesgar el pellejo, jugarse el
todo por el todo. Así, era yo por mucho más cercano a sus ideas de lo que ellos
mismos pensaban.
Por ejemplo, Linda, la compañera de trabajo de
Simona, en algún momento de este rollo desertó del trabajo porque se le metió
la idea de hacerse empresario. Montó un negocio pequeño y se puso a darle duro.
Sí, dejó el curro por un negocio donde no había algo seguro, con el sueño de
forrase y dejar de ser el esclavo de alguien ¿No es acaso lo mismo que he hecho
yo al dejar el trabajo por la literatura? Y a ella se lo aplauden. La llaman
aferrada, cuando yo he sido más aferrado. La llaman empresaria cuando el
empresario soy yo. La llaman luchadora cuando el que más ha luchado en esta
vida soy yo.
Mario, el cuñado de Simona, decicábase a
vender artículos por Internet. ¿No es eso un trabajo de holgazanes, lo mismo
que escribir? Este tío vende artículos por Internet y es un ejemplo a seguir, y
yo escribo y mando mis textos a los editores, que es prácticamente lo mismo que
vender un artículo por Internet (mis textos también se hacen llegar vía la Web)
y resulta que soy la encarnación de Barrabás. Tengo menos surte en colocar mi
producto, es cierto, pero también es cierto que la dificultad entre una
actividad y la otra es abismal. El día que Mario coloque un artículo en el New York Times, me callaré la bocaza.
Incluso el primo de Simona, aquel que soñaba
con ganar cuatrocientos mil pesos mensuales vendiendo jugos-milagro, incluso
él, no distaba tanto de mí como se
pensaba. Quizá era él el más cercano a mí. Quizá estaba tan loco como yo, que
pensaba hacerme escritor escribiendo textos autobiográficos.
La madre de Simona, Linda, Mario, el primo de Simona,
todos, hasta el portero y el perro que no tenía Simona… Todos ellos y yo, con
sus diferencias de edades y de sueños, de actividades comerciales o empleados.
Todos, Dios, teníamos la misma cosa: nada. Ninguno era dueño de una casa o de
un cuarto siquiera. Ninguno había labrado, incluyendo a la madre de Simona, un
hogar hecho y derecho, con un padre y una madre y algún hijo. Ni siquiera los
que más, digamos la madre de Simona o Linda que habían laborado durante muchos
años tenían algo que yo no tuviese. Pero de todos, yo era el que debía bajar la
cabeza porque se me había ocurrido la idea de escribir. Yo era de todos ellos
el que estaba loco, cuando eran ellos los que se ponían a juzgarme.
Para que quede claro: Mario era padre de un
niño pero no lo mantenía. Una mamarrachada que a mí jamás se me hubiese
perdonado. Me hubiesen cortado los cojones antes. Me hubiese desollado vivo.
3
Ahora bien, sí existía una
diferencia radical entre todos ellos y
yo, y era que yo estaba viviendo mi vida verdaderamente. Haciendo lo que
realmente quería. Luchando por un sueño que me había impuesto yo mismo, y no
haciendo lo que todos hacen: ganarse el pan como y cuando pueden, haciendo lo
que la vida les ha puesto a hacer, en vez de tomar el timón de sus destinos.
Me miraban escribir y se pensaban que estaba
jugando a ser niño. Me miraban leer y creían que perdía el tiempo, cuando leer
era mi escuela y era mi entrenamiento y escribir mis horas de trabajo. Y si no
ganaba muchos pesos con esto, ¿qué podía esperarse? Roma no se hizo en una sola
noche y mi meta en la vida era tan larga como llegar a dar la vuelta al mundo
nadando. Había apuntado mi flecha al Sol, cuando ellos tan solo apuntaban a la
copa de un árbol. Se llega antes cuando la meta es corta: pagar la renta de un
apartamento, comprar un coche, eso es algo que todos hacen. Pero escribir,
Dios, es la cosa más dura que me impuesto hacer. Escribir es como querer subir
el Everest, pero más complicado. No hay modo hecho, no hay guía ni instrucción.
Escribir es escribir, y se acabó. Lo mismo puedes llegar o no. Es como caminar
en medio de un oscuro bosque buscando la salida a ciegas y a gatas. Puedes
pasarte la vida entera dando vueltas en círculo, lo mismo que salir pronto o
tarde.
Y si cada uno de ellos sentíase mejor que yo,
estaban equivocados, y también tenían razón. No hay una sola persona a la que
al examinársele con lupa, como a mí, hasta la raya del culo, y no le salga
algún defecto, algún vicio, algún error… o muchos. Quien esté libre de pecado
que tire la primer piedra, dicen, y estos sentíanse santos.
4
Valer la pena para Simona, de eso
iba todo este rollo. Juzgaban si yo valía la pena o no, si era digno de esa
mujer, de esa hija, de esa prima, de esa hermana, de esa amiga, de esa vecina,
de esa patrona. Me encontraba ante un tribunal kafkiano que me había arrestado
y sometido a un proceso de inspección imaginario. Absurdo. Miraban en mí el
pecado sin mirar que pecar es mirar como ellos miran.
Yo estaba seguro que Simona valía la pena para
mí, y que me amaba. Simona me amaba, lo que quiere decir que Simona era capaz
de apreciarme, lo que significa que ella podía ver en mí algo. Todos se preguntaban cómo era posible que Simona, siendo
guapa y siendo un ángel pudiese ver en mí algo.
Pero ninguno se preguntó jamás: ¿qué es lo que ve Simona? Y ninguno tuvo la
decencia de acercarse a mí y para averiguarlo, ni de preguntárselo a ella.
En una ocasión Simona me confesó que a veces
sentía que ella no era digna de mí. Lo que son las cosas, pensé, ¿cómo es
posible que todos esos gilipollas de mierda se anduvieran con el cuento de que
yo no soy alguien? Si al menos me conocieran, si fuesen mis amigos, si
hubiésemos pasado más de quince minutos en conversación sincera… solo así,
quizá, hubiese aceptado por cierto alguno de sus juicios. Pero yo no aceptaba
juicios de ninguna autoridad. Si alguno se pensaba que yo era poca cosa, podía
pensarse lo que quisiera. Yo no tenía ojos para cualquiera. Yo no tenía ojos
para alguien excepto Simona, y mi competencia no era con alguien excepto yo.
Nada les debo y nada me deben.
No miraban que yo realmente quería estar con
Simona, y que Simona realmente deseaba estar conmigo. Construir un futuro
juntos y labrar tomados de la mano un destino y un pasado. Incluso estaba
dispuesto a jubilar a la suegra, a pedirle que dejase de trabajar si ella
estaba dispuesta a acogerme en la familia. Simona y yo trabajando para ella,
progresando para beneficio de nosotros tres, porque yo jamás la descartaba.
Ella era parte de Simona y yo la amaba y aceptaba todo lo que de ella viniera. Construir,
en pocas palabras, un futuro para ella y después, un futuro para nosotros como
pareja. Pero esto estaba muy lejos de la verdad porque yo no podía poner si
quiera un pie en el hogar de Simona sin ser cruelmente juzgado e intimidado. Y
Simona, que me amaba a pesar de la opinión de su madre, quedaba atada de manos,
entre la espada y la pared, sin poder ayudarme, ni ayudarse ni ayudar a su
madre. Quedaba sumergida en esta guerra que la madre había iniciado en favor de
nadie…
No me cabe en la cabeza que la madre de Simona
no mirase, no fuese capaz de ver, que estaba a nada de perder una hija, cuando bien
podía ganar un hijo.
pufff la gente es taaan tonatq eu solo mirta lo de afuera! genial el texto me ha encantando porque esta muy bien narrado y la vdd que me identifico un poco! pero genial pinche petrozza!! nunca me desepciona leerte!! parece que vives mi vida! saludos y dile a esa simona que aguante que ya vera como te hacesgrande!!
ResponderEliminarmagnifico, expresas muy bien lo que es la gente entrometida me encanta leerlos
ResponderEliminarMarmocali. abril 02 16.40
ResponderEliminarAguanta muchacho, aguanta. Estoy en mi quinta mujer y recién he vuelto a escribir después de muchas mujeres anteriores. Porqué? Pues simplemente porque ésta ha sido la primera que realmente comprende el valor de un hombre que tiene por arma una pluma fuente( ahora un teclado), y cuya madre es una lectora empedernida. Quién sabe si le regalas un buen libro a la madre de Simona, le tome el gusto a las letras y te comprenda. Felicidades. Buena historia.
Bueno. ¿leés los comentarios de todos tus relatos?
ResponderEliminarguau encantada de leer este texto, ojala yo encontrara alguien como tú Martin Petrozza, me fascinan tus textos q suerte la de Simona
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