La dependienta de la tienda de licores tenía los ojos color
azul. Fuera de eso no podía decirse nada más a su favor, con excepción, quizá,
de que era delgada. Era delgada y tenía los ojos color azul. Más o menos como
un millón de chicas más. Sin embargo, a Thomas Wayne le encantaba aquella
mujer. La encontraba fascinante. La adoraba. Y no estoy hablando
metafóricamente.
A cada ocasión que el bolsillo
se lo permitía, Thomas Wayne compraba allí su alcohol, con la única intención
de mirarla. Esto era al menos dos o tres veces por semana. Thomas Wayne entraba
al local, se acercaba al mostrador, la miraba. Tendrá unos treinta años,
pensaba Thomas, aunque a decir verdad, nunca le había preguntado el nombre, y
mucho menos la edad. Hasta ahora, jamás había cruzado palabra con ella que no
fuese lo estrictamente necesario para ordenarse un par de cervezas y un cuarto
de ron. Siempre un par de cervezas y un cuarto de ron. A Thomas le gustaba
abrir garganta con las cervezas, y luego, empinarse el ron. Era, más bien, un
hombre de costumbres (lo mismo que puede decirse de todos los hombres, vamos).
Esto, lo hacía en su apartamento, solo, y a veces… se masturbaba pensando en
ella.
Hace al menos cinco años en
los que Thomas Wayne no había estado con una mujer. A menudo se pensaba que no
volvería a estarlo. Era honesto consigo mismo. Era lo que se dice, un perdedor,
y lo sabía, y le importaba un cuerno. Cumpliría cuarenta y siete años el mes
que viene, con dos divorcios a su haber, y estaba en quiebra. Las ex mujeres de
Wayne habían dejado de exigirle la pensión. Eso le aliviaba al tiempo que lo
sumergía aún más en la soledad y en la desesperación. Hace más de dos años que
no escuchaba la voz de una mujer por el auricular de un teléfono, ni la voz de
una mujer que le dirigiera la palabra, exceptuando la de su madre. ¿Cómo es que
has acabado tan mal?, solía preguntarle su madre, una octogenaria dura como un
árbol. Thomas jamás contestaba. Alzaba los hombros y recibía el dinero que la
anciana le daba, con humildad.
La humildad, mascullaba Thomas, la maldita humildad… Por su parte, pensaba que
la pregunta estaba mal planteada. La cosa no es cómo un hombre acaba tan mal…
hay cientos de maneras de acabar muy mal. La cosa es, pensaba, ¿cómo hace un
hombre para salvar su alma? Para Thomas la vida era una mierda, y no conocía a
alguien que pensase diferente, ni a su madre. Principalmente su madre se lo
dejó claro. Toda su infancia la escuchó repetirle una y otra vez, ¿qué delito cometí para haber dado
a luz a un cerdo como tú?... Y ahora esa misma madre le preguntaba ¿cómo es que has acabado tan mal?
2
Thomas Wayne está que se le acababa el aire. Corrió más de
cinco calles, todo para llegar a las once con cuarenta. Hace casi cuatro horas
que debió haber llegado. Es su tercer día en el trabajo, es miércoles, y es el
único con resaca. Situaciones así ya no le asombran. El instinto ha hecho de
Thomas un sobreviviente. Está parado a una cuadra de la entrada trasera a la
fábrica. Sabe que a las doce todos saldrán a por el almuerzo. Lo mejor será
esperar a que todos salgan y colarme luego dentro, piensa. Así lo hace. A las
doce en punto comienzan a salir…
Thomas mira a un grupo, es un
grupo de tres. Allí está uno que reconoce, un moreno de casi dos metros. El
mismo que se reclutó el día que lo hizo Wayne. Aquella vez él le había sonreído
y le había prestado su bolígrafo. Piensa que ha llegado el momento de cobrar el
favor.
Se acerca a ellos y saluda al
moreno como si le conociese de toda la vida. El moreno se extraña pero al final
reconoce la sonrisa de Wayne. Es una sonrisa retorcida. Como si sonreír le
doliera demasiado. Se estrechan las manos y el moreno lo presenta al resto del
grupo. El moreno ha ingresado al mismo tiempo que Wayne, hace tres días, y ya
es amigo de un par de hombres y conoce muy bien las instalaciones y las
reglas.
No te he visto por aquí en
toda la mañana, dice uno, el que se llama Fredy y que es regordete y un
bocazas. Lo dice con malicia. Ya, contesta Thomas, yo tampoco te he mirado a ti en toda
la mañana… Thomas también lo dice con malicia. Freddy sabe que Thomas no es
uno con el que se pueda jugar.
Thomas llama aparte al moreno.
El moreno se inquieta. No quiere perder su tiempo de almuerzo en escuchar a un
tipejo como Thomas, pero cede y va con él a la esquina de una calle. Thomas
comienza hablar: vale, hombre, vale… esto… verás… ¿tendrás un cigarrillo? El
moreno lo mira sorprendido. ¿Me has hecho venir hasta acá para pedirme un
cigarrillo?, pregunta incrédulo. No es un hombre iracundo pero Wayne… Ya,
continúa Thomas, de eso nada, no es eso, no… verás… hoy tuve un contratiempo
por la mañana, sí… mi madre, Dios… ¿sabes?, mi madre padece de una enfermedad
terrible… es… ella es… y… bueno… hoy se puso particularmente mala y me llamó…
Yo pensaba venir directo a la fábrica y… bueno… no es que no me importe mi
madre… pero… al final se puso muy mala y… Joder, tuve que ir a por ella, ¿lo
entiendes? Al final resultó ser sólo una falsa alarma, esas cosas pasan muy a
menudo y… ¿Qué tiene tu madre?, pregunta el moreno harto del asunto. Sabe que
Wayne está mintiendo. Incluso sabe que Wayne sabe que él sabe que está
mintiendo. Thomas tose un par de veces. Al final contesta: es octogenaria. ¿Octogenaria?,
pregunta el moreno sin comprender. Vale, hombre, dice Thomas, octogenaria, sí,
ella… bueno… sencillamente… se
está muriendo. El moreno no lo comprende. ¡Por la edad, Dios, tiene ochenta
y ocho años!, ¿qué parte es la que no comprendes? Vaya, exclama el moreno, lo
siento mucho, es verdad, ella… bueno… debe… estar
muriendo… Suspira. Thomas le ha hecho cambiar de parecer. Ahora piensa que
Wayne dice la verdad. Wayne es un hombre entrado en años y su madre debe…
Incluso piensa que ha sido muy duro al juzgar a Wayne de mentiroso. Su madre
tiene ochenta años y es normal que tenga crisis y cosas.
Al final, Thomas le ha cogido
por los cojones. El moreno está dispuesto a ayudarle en lo que sea. Con tal que
no le echen del trabajo. Con una madre de ochenta años, piensa, debe ser un
caso delicado. Hay que comprar medicamentos y hacer visitas a los doctores. Y
si el pobre pierde el empleo es probable que…
El moreno se va con los demás. Thomas lo mira alejarse
y lo mira abrir la boca. Ahora mismo debe estar esparciendo el rumor, piensa. Y
no hay nada mejor que un rumor trabajando para ti. En momentos como éste Thomas
piensa que es un genio; si ha acabado tan mal es sólo porque no ha tenido una
pizca de suerte.
El moreno regresa a donde
Thomas. Ha traído información valiosa. Ha preguntado a un par de sujetos, unos
que tienen mucho tiempo laborando aquí, y le han dicho que no corre demasiado
peligro. Es cosa de comprar una tarjeta, le dice el moreno. Comprar una tarjeta
significa comprar un nueva tarjeta checadora, con un historial perfecto, por
quinientos pesos. Es Muller, el encargado de la nómina, el mismo que las vende.
Por quinientos pesos podrías llegar tarde el mes completo. Son ciento veinte
pesos de descuento por día, si lo miras de cerca, es una ganga. Thomas mira al
moreno desde su baja estatura, le sonríe, y asiente con la cabeza, como si
pensara en un plan maquiavélico. El moreno le sonríe también, con optimismo, y
le estira un cigarrillo. Lo ha comprado él mismo. Thomas lo coge asombrado, no
imaginó que el moreno fuese tan ingenuo. Se lleva el cigarrillo a la boca pero
no tiene fuego. El moreno se percata de ello y hace venir a Freddy. Le pide que
encienda el cigarrillo de su colega (Freddy es una máquina de fumar y siempre
tiene fuego).
Freddy, que ha escuchado del
caso de la madre de Thomas, y sabiendo que no puede dárselas con él, le
pregunta qué hará. Thomas da una calada al cigarrillo, la primera, y expulsando
el aire por la boca responde que no lo sabe, que supone que entrar, fingir que
ha llegado temprano y esperar a la primera paga para comprar la tarjeta. Freddy
mueve la cabeza negativamente, él es un viejo lobo de mar, y aunque es bobo ha
aprendido un par de pecadillos. Te descontarán el día incluso si entras a
trabajar, dice, no has firmado tarjeta esta mañana. Lo mejor será que te vayas
y ya comprarás la tarjeta, pero lo que es hoy, no hay remedio: descuento. De
todos modos es tu primera falta, no pasa nada, se necesitan tres para la
primera suspensión y nueve para la baja definitiva. Tómatelo con calma. Palmea
el hombro de Thomas.
Bueno, dice Thomas como si no
hubiese remedio, y un poco acongojado (supuestamente por su madre), en ese caso
lo mejor será que me largue de aquí. Tose. Creo que yo mismo empiezo a coger
una infección, dice llevándose una mano a la garganta. Freddy le estrecha la
mano y le sonríe. Sí, Freddy ha olido a uno de los suyos. ¡Qué te mejores!, le
grita cínicamente cuando Thomas ha dado los primeros pasos. Sí, sí, dice Thomas
del mismo modo, y agrega: muchas gracias por todo… desea pronunciar el nombre
pero no lo recuerda. ¿Cómo se llama ese jodido moreno?, piensa. Al final sólo
agita la mano… Gracias por todo…
3
Thomas camina con el ánimo
encima, sacando el pecho. Va vestido con un pantalón color caqui, camisa blanca
y zapatos de cuero negro. También lleva una chaqueta café que le cuelga de uno
de los hombros, y se contonea como un chuloputas. Está orgulloso. Está
contento, está feliz. ¿De qué? En parte, por librarse de una jornada laboral, y
en parte de saberse libre, pero sobre todo, por aquello que hará con su
libertad. ¿Y qué hará con su libertad? Bueno, pues aquello que ha hecho
siempre, o al menos desde que tiene uso de razón: pegarse un trago. Y además,
esto le dará la oportunidad de mirar aquellos ojos que son su cielo.
Antes de llegar, Thomas saca
de su bolsillo la billetera. Doscientos pesos. Es lo que hay en ella. Es todo
el dinero que tiene; no tendrá más hasta la primera paga en la fábrica. Incluso
si se aferrara a esos doscientos, no alcanzaría a llegar. A salir adelante. Tendrá
que pedir dinero a su madre y quizá a algún colega del trabajo; probablemente
el moreno le ayude, o el mismo Freddy, piensa, pero sabe que no, Freddy no.
Freddy no es amigo de nadie, Freddy es una maldita rata, una maldita y cobarde
rata. Pero el moreno, y ante su madre… pero antes…
Toda la sensación de grandeza, todo el éxtasis y toda la
felicidad, desaparece ante los ojos azules de la dependienta de la tienda de
licores. Curioso, si se analiza, que ella, que es su fuente de vida, sea
también su fuente de desdicha, de desgracia y el recordatorio inminente de que
Thomas Wayne es un pobre diablo. No importa si se ha librado del jornal, si ha
burlado a sus amigos o a su madre, diciéndole que esta vez sí le pagará todo lo
que le debe (aunque la vieja no espere realmente que cumpla su palabra). Su
mirada es dura, su mirada y su presencia sumergen a Thomas en un estado de
embelesamiento, de introspección. Es como si mirándola Thomas fuese consciente,
o como si a Thomas se le revelara el misterio del universo. De su universo.
Frente a ella es capaz de comprender por qué su madre le odia, por qué su padre
abandonó a su madre, y porqué el padre de su padre odia a toda su maldita
progenie, y a su vez, se odia a sí mismo. Es capaz de comprender, pero sólo por
un segundo, el porqué de tanto odio en este puto mundo.
Es una mirada poética, piensa Thomas. Es raro
que lo piense; Thomas Wayne no es el tipo de hombre que lee. Incluso piensa que
leer es de maricas, de homosexuales y afeminados. La mirada de la dependienta
le hipnotiza, le hace sentir, esa mujer, lo que ninguna otra, a sus cuarenta y
siete años, ni sus ex esposas, le ha hecho sentir jamás. Y no es que no haya
amado a sus ex esposas. Lo hizo, y si le abandonaron no fue por falta de amor,
podría decirse que fue por exceso
de amor. Un amor desmesurado, vehemente, apasionante, como un arma en las
manos de un niño. Thomas Wayne solía pasar del buen humor, de las atenciones y
el cariño maravillosamente expresado (histriónicamente expresado), en
fracciones de segundo, a la ira, el odio y los golpes. Una frase, una mirada,
un actitud… podían detonar a Mr. Hyde.
5
El hombre entra local. Luce nervioso. Da unas vueltas por
los anaqueles, mirando, y al final se posa frente a ella, en el mostrador.
Tiffany lo ha visto antes. Siempre luce nervioso. Es como si en el instante
siguiente fuese a sacar un arma. Sin embargo, Tiffany está acostumbrada a él;
hasta el momento nunca ha sacado un arma. Piensa que debe ser un hombre muy
solitario. A veces se deja la barba y a veces no, pero siempre tiene ese
aspecto de… de hombre solitario, es lo más que puede pensar Tiffany.
El hombre se acerca al
mostrador y tras una pausa (hace una pausa, como si pensase o como si estuviese
terriblemente cansado), la mira directo a los ojos. Tiffany sabe lo que pedirá:
un par de cervezas y un cuarto de ron. Sin embargo, el hombre la mira unos
buenos segundos antes de decidirse, y al final ordena un par de cervezas y… el
hombre duda… ¿te gusta el ron? Es la primera vez que el hombre le dirige la
palabra. Tiffany asiente con la cabeza sin pensarlo demasiado. Este movimiento
no lo tenía calculado, el hombre jamás le había dirigido abiertamente la
palabra y ella asiente porque se siente intimidada. A decir verdad no le gusta
el ron …y un cuarto de ron, ordena el hombre. Tiffany se voltea para tomar
el ron y las cervezas. Las coloca sobre el mostrador. Lo hace casi molesta.
¿Algo más?, pregunta. El hombre mueve negativamente la cabeza. Cómo le gustaría
saber su nombre. Cómo le gustaría ir con ella a algún sitio, al cine, al
teatro, a donde sea. Le gustaría escucharla contar cómo le fue en el trabajo.
Si fuera un poco más valiente, piensa el hombre… Son cincuenta y cuatro con
cincuenta, le dice Tiffany que ha registrado la compra en la máquina. El hombre
vuelve en sí y le estira un billete y un par de monedas. Tiffany abre la
registradora, ingresa el dinero y le devuelve la diferencia al hombre. Tres con
cincuenta. El hombre los coge y se los embolsa. Bueno, piensa, eso es todo.
Antes de salir del local
Tiffany le grita: en realidad
prefiero el whisky.
El hombre sonríe y sale.
Antes, le echa la última mirada a Tiffany y piensa que es una gran mujer.
Al llegar a casa se sienta en
el sofá, coge la botella de ron y la mira detenidamente. Piensa que la próxima
vez le invitará un whisky.
Luego se desabotona el
pantalón y comienza a masturbarse. Whisky…, piensa, la próxima vez le invitaré
un whisky en las rocas.