A Víctor M.
La cosa era igual cada sábado. Me levantaba a
las siete de la mañana, servía dos o tres tazas de café y me las sambutía con
prisa. Mientras bebía el café también leía los diarios de la única forma en que
eso puede hacerse, rápido, mirando titulares y leyendo dos o tres líneas de las
notas más importantes. En menos de diez minutos ya me había leído todo el
periódico y tenía tres tazas de café encima. Después corría al baño a tomar una
ducha mientras escuchaba a Rossini o a Mozart. Acto seguido me vestía, siempre
de la misma forma. Me ponía un traje negro, una camisa blanca y una de mis tres
únicas corbatas. Peinaba para atrás mis cabellos y salía disparado a mi reunión
cristiana sabatina. La reunión era siempre en Casa sobre la roca, en la Villa Olímpica que está sobre
Insurgentes.
Así
fue durante todos los sábados de un año. El día siempre empezaba de la misma
forma. A las ocho de la mañana, después de caminar por veinte minutos, estaba
ahí. Entraba por una puerta exclusiva que tiene Casa sobre la roca en Insurgentes esquina con Periférico. Esto me
parecía una fortuna porque no tenía la necesidad de rodear toda la Villa y
llegaba puntual. A las ocho entraba victorioso por la puerta exclusiva y veía a
lo lejos a Lucía.
Lucía estaba ahí desde las 7:30 a.m. Era la
encargada de una división de jóvenes y devotos fieles a la palabra de Cristo.
La acompañaba su hermana, Pamela, que tenía quince años y pocas ganas de estar
ahí, desvelada, en un sábado por la mañana. Lucía tenía la tez pálida, los
cabellos amarillos y el cuerpo robusto pero sólo lo suficiente para lucir con
buena pinta. Su hermana, por el contrario, tenía la piel blanca, los cabellos
amarillos y un cuerpo espectacular. De haber podido escoger, sin duda, me
hubiera enamorado de Pamela, pero vi primero a Lucía y de ahí surgió todo este
rollo.
Las
veía a lo lejos y las saludaba con entusiasmo. Caminaba despacio hacia ellas.
Siempre intentaba no mostrar mi gran exaltación por ver a Lucía. Para ella yo
sólo era un devoto más de la palabra de Cristo, un hombre que se levantaba
todas las mañanas de sábado para ir a la reunión. Sin embargo, la cosa era muy
distinta. Si yo me levantaba cada sábado tan temprano era sólo porque quería
verla a ella. Vamos, en realidad sólo quería ganarme el derecho a tirármela.
Mientras me acercaba, pacientemente como he dicho, imaginaba siempre las mismas
cosas: Lucía tendida sobre la cama, desnuda, con sus largos cabellos amarillos
cubriendo el colchón y sus brazos tendidos hacia mí. Lucía en la regadera,
desnuda, mientras yo tallaba su hermoso cuerpo. A veces también imaginaba a
Pamela desnuda, aunque siempre estaba Lucía en la misma escena. Esos eran los
sábados que más me gustaban. La imagen sabatina de las dos hermanas desnudas
para mí reconfortaba mi día y también toda la semana. Sin embargo, cuando
llegaba hasta ellas, esos pensamientos se iban y llegaban a mí unos más puros.
Ya no imaginaba a Lucía desnuda en la cama, sino a Lucía conmigo en el cine o
en el teatro o en un restaurante elegante. Nos imaginaba cogidos de la mano en
un parque mientras comíamos helado y hablábamos de nuestras vidas. Después del
saludo, todos los sábados, Lucía se volteaba, caminaba hacia el recinto donde
se lleva a cabo la reunión y me dejaba atrás. Entonces yo le miraba el trasero
y no pensaba en otra cosa más que en tenerla pegada a mí, desnuda, gritando ¡Cristo!,
pero por el placer que sentía al dejarse penetrar. Pamela se quedaba conmigo
pero no hablábamos mucho. Caminábamos juntos, más despacio que Lucía, hasta la
reunión. En esas mañanas nunca pude mirarle el trasero a Pamela.
Si
bien, mi principal objetivo era tirarme a Lucía un sábado, jamás logré mi
cometido. Todos los sábados era lo mismo. Entrábamos a Casa sobre la roca. Lucía por delante y yo un poco más atrás junto
con Pamela. Tomábamos asiento (generalmente hasta adelante para no perder
detalle de la reunión), y esperábamos a que dieran las ocho y media para que
empezara todo el embrollo. A las ocho treinta, bien puntual, el auditorio
estaba lleno de jóvenes entusiastas dispuestos a escuchar la palabra de Cristo.
Un hombre que dirigía la ceremonia nos regalaba unas cuantas palabras (con esto
de unas cuantas quiero decir que en realidad el discurso se extendía por más de
media hora). Después, un integrante de la comunidad daba un discurso. Podía ser
cualquiera, siempre y cuando ya fuera un miembro más de la familia. Leía algún
pasaje de la Biblia y lo analizaba. En esto nos llevábamos una hora. Al final
venía la parte más esperada de todas: el concierto. El grupo musical de Casa sobre la roca cantaba canciones de
rock mientras alababa a Cristo y hablaba bien de los jóvenes como nosotros que
estábamos ahí tan comprometidos con Cristo y con nuestra vida. Lucía a veces
era la voz oficial del grupo. Me gustaba como cantaba.
Conocí
a Lucía porque fue mi alumna en una escuela del sur de la ciudad. En esa época
yo daba una clase de Historia del arte en ese colegio. La escuela estaba, por
situarla en algún lado, cerca de Barranca del Muerto, junto al café Murmullos, donde pasé tantas tardes a lado
de Martin Petrozza oyendo a gente hablar sobre El señor de los anillos. Cuando la vi inmediatamente me gustó. Debo
decir que yo era su profesor pero le llevaba escasos dos años de diferencia.
Lucía, por cuestiones de la vida, había atrasado sus estudios. La vi y quise
hablarle, saber más de ella, conocer todas esas cosas que siempre quieren
conocer los enamorados. Por fortuna, descubrí que era muy noble y que tenía un
gran corazón. Siempre la veía ahí, escuchando las conversaciones de todos y
dando opiniones sinceras. Fue gracias a eso como se me ocurrió inventarle una
historia. Me inventé a un primo al cual le puse Víctor y a ese primo le coloqué
una serie de defectos. Lo hice drogadicto, mujeriego, andariego, alcohólico,
fumador y hasta asaltante. Yo me acercaba a ella siempre preocupado por el
estado mental, físico y económico de mi primo. Le pedía consejos, le hablaba de
lo mucho que me hacía sentir mal su situación y lloraba furtivamente en su
hombro. Ella me veía con tristeza pero a la vez con gran admiración. No podía
concebir que un hombre pudiera sentir tanta preocupación por un familiar suyo. Todo
eso le encantaba a Lucía y, gracias a mi generosidad, nos hicimos amigos. Los meses pasaron de la misma forma, como todo
con ella. Ella iba a la escuela, se sentaba en el primer pupitre y yo hablaba
dos o tres cosas de Monet, de Manet, de Gauguin y de cualquier pintor
posterior. Ella escuchaba atenta, con sus ojos verdes bien abiertos y sus
cabellos amarillos bien amarrados. Al finalizar la clase nos quedábamos en el
salón platicando del pobre de Víctor y de sus múltiples problemas.
Un
día, al verme tan afligido (me parece que ese día me habían salido más lágrimas
de lo habitual), a Lucía se le ocurrió una gran idea: invitarme a una de sus
reuniones cristianas en Casa sobre la
roca. Dijo que estando ahí iba a saber qué hacer, pues Cristo siempre tiene
la respuesta para todo. A decir verdad la idea me pareció un tanto descabellada
porque asistir a una reunión en sábado, a las ocho de la mañana, era el último
de mis planes en la vida. Sin embargo, pensé que esa era una buena manera de
acercarme a ella para hacerme su novio y entonces sí, poder culminar lo que
tantas veces había querido. Así que asistí a Casa sobre la roca un sábado y luego otro y luego otro más. Pasaron
algunos meses donde la vida giraba en torno a lo mismo.
Como
mi meta era ligarme a Lucía, me propuse ser no solamente cristiano, sino el
mejor cristiano de todos. Esto gracias a que un día, mientras hablábamos de
cuestiones personales, me dijo que sólo podría ser novia y esposa de un hombre
que perteneciera a su orden religiosa. ¡Casarse!, Dios mío (con el perdón de
Cristo), si era lo que yo más quería en la vida en ese entonces. Así que, como
quería ser el mejor cristiano de todos, me puse a estudiar la Biblia, asistía a las reuniones de la
Orden, tanto a las del sábado como a las extraordinarias; e incluso, una vez,
fui el encargado de dar el discurso principal de la reunión. Me involucré tanto
que la gente me quería y reconocía. Llegué a ser parte de su comunidad.
Para
efectos de esta historia, lo que pasó en Casa
sobre la roca más allá de eso sale sobrando. Lo importante es que, gracias
a mis acciones de cristiano puro y a mi primo el desorientado, pude intimar más
con ella. Ya no sólo la veía en Casa
sobre la roca y en la escuela, sino en otros lados. Por ejemplo, algunas
veces íbamos a comer al Vips de Plaza Universidad y algunas otras íbamos a
comer al Vips de Plaza Universidad. Acto seguido, dábamos una vuelta por la
plaza y después se iba en su Mercedes plateado a su casa del Pedregal. Yo me
quedaba ahí, trazando un plan para ir a otro maldito lugar que no fuera ése.
Por cierto, en la comida hablábamos de Cristo, de la Biblia, de Víctor y de nuestras vidas.
Por
increíble que pareciese, con el paso del tiempo, los lamentos en la escuela,
las reuniones en Casa sobre la roca,
las comidas en el Vips y las pláticas en la plaza y en el estacionamiento,
Lucía empezó a acercase más a mí. A veces me tomaba de las manos para que
rezáramos juntos y así nos manteníamos durante cinco o diez minutos. Ella
rezando en voz alta y yo soñando con que sus manos eran sus senos. También, a
veces, tocaba mi pierna con su pie. Cuando tenía más suerte se acercaba tanto a
mí que parecía que me iba a dar un beso. A veces, también, me hablaba de amor.
Decía que quería encontrar una pareja con la cual estar toda su vida para
formar una familia. Hoy en día, analizando la situación desde fuera, creo que
todos esos comentarios los hacía pensando en mí. Pero en esa época yo estaba
tan enamorado de sus ojos verdes y su cabello amarillo que, de habérmelo dicho,
nos hubiéramos casado en cualquiera de esos días.
Una
tarde, por fortuna, nuestra relación llegó más lejos. Un sábado por la mañana,
al llegar a Casa sobre la roca, me
dijo que, si no tenía nada que hacer por la tarde, fuera a comer a su casa. Ese
día habría una comida especial porque era noséquécosa
de Cristo (hoy en día ya no recuerdo casi nada del tema). Por supuesto acepté.
La reunión pasó eterna, la mañana pasó eterna pero a las tres de la tarde ya
estaba ahí, tocando el timbre de su casa de la calle Serranía.
Lucía
misma fue quien me abrió la puerta. Llevaba puestos unos vaqueros negros y una
blusa de lona. Su cabello amarillo bailaba suelto por los aires. Me saludó
efusivamente con dos besos en las mejillas y me invitó a pasar a la casa. Pasé
con cierta timidez. La casa es enorme, cuenta con cuatro pisos, una cochera
para doce carros (por lo que pude contar), jardines y es de color amarillo con
marcos cafés en las ventanas. En el primer piso se encuentra la cocina, el
comedor y un cuarto que yo imaginé bar pero que sólo está lleno de mesas y
cuadros de pintores impresionistas. Los demás cuartos estaban cerrados ese día.
Subimos unas caleras y llegamos al segundo piso, donde ya se llevaba a cabo la
reunión con los pocos invitados que estaban. Este piso, a mi parecer, fungía
como sala. En realidad, la sala de esta casa está divida en tres partes. Tenía
tres sillones de piel en un costado, tres sillones de mimbre en otro y otros
cuatro sillones junto a una alberca que adorna el centro del lugar. Saludé a
todos, quizá unas cuatro personas y me senté a contemplar la reunión.
Lucía
no estuvo conmigo sino hasta el final. Andaba de un lado al otro paseando su
blusa de lona y sus cabellos amarillos como la portada de la nueva gramática de
la RAE. De vez en cuando se acercaba y me preguntaba cosas como: ¿cómo ha
estado Víctor?, ¿ya lo llevaste con el psicólogo? ¡Qué bien se ve tu camisa
negra! No sabía que te gustaba Luis Miguel. Este último comentario lo hizo
porque en una de esas veces que se acercaba a mí, me encontró cantando uno de
sus éxitos que sonaba en el estéreo para matar el tedio. La cosa hubiera ido
bastante mal sino hubiera aparecido de pronto Pamela vestida con unos vaqueros
a la cadera y una blusa a la moda de color vino. Sus cabellos amarillos estaban
bien peinados y tenían una diadema. Se acercó y se sentó junto a mí no porque
le cayera bien sino porque estaba igual de aburrida que yo. Me contaba de su
novio y de cómo no podía invitarlo a la reunión porque no era cristiano como su
familia. Al parecer el novio vivía también en el Pedregal, aunque en otra
calle, y lo conoció porque su escuela (exclusivamente de varones) estaba a lado
de la escuela de Pamela (exclusivamente de mujeres). Los hombres de esa escuela
siempre van (supongo que ahora lo siguen haciendo), a la hora de salida, a
cazar una que otra mujer a la escuela vecina. En esa época el novio había cazado
a Pamela. Lo que más llamó la atención fue que dijo, no sin cierta picardía,
que afortunadamente Lucía tenía a su novio en la fiesta porque él sí era
cristiano. Naturalmente se refería a mí.
Yo
le dije que Lucía no quería nada conmigo y que a las pruebas me remitía.
Llevábamos unas horas ahí sentados y sólo se acercaba para ver cómo estaba.
Lucía es así, pero te quiere, aunque no seas cristiano, dijo Pamela como para
sacarme de la farsa. Me contó que Lucía no se había dado cuenta de que sólo iba
a Casa sobre la roca para verla pero
que ella, por estar irónicamente más tiempo conmigo, sí que lo había hecho. Esa
noche le confesé a Pamela la verdad. Naturalmente no le importó y hasta le
pareció gracioso. Al final de la reunión llegó Lucía a platicar y Pamela nos
dejó solos.
Lucía
platicó conmigo alrededor de unas tres horas más. No hablamos de Víctor, no
hablamos de Casa sobre la roca y no
hablamos de Cristo. Esa noche sólo platicamos de nosotros. Le confesé, por
primera vez, que estaba interesado en ella, que me gustaba mucho y que me
gustaría en algún momento ser su novio. Ella juró nunca darse cuenta de mi amor.
Dijo, también, que en un futuro, si seguíamos así, tal vez podríamos pensar en
tener algo más. Después seguí hablando de otras cosas. Le conté que me gustaba,
por primera vez, la literatura.
En
esa época ya no era mi alumna. Tenía unos meses que había acabado el curso. Ese
día Lucía me acompañó a la puerta de su casa, cuando fue hora de partir. Le
dije que nos veríamos el siguiente sábado, a las ocho de la mañana, en la
entrada de Casa sobre la roca. Me dio
un beso en la mejilla pero cerca de la boca. Me sonrió con unos labios tiernos
y se fue meciendo sus cabellos. Yo pensé, por primera vez, que sí tenía alguna
oportunidad con ella después de todo. Salí feliz de aquel lugar.
Sin
embargo, nunca regresé a Casa sobre la
roca y hasta el día de hoy, no he vuelto a saber algo de ella.