¿Te gusta?, preguntó Paulina dando unas vueltas. Aludía a su
vestido. Recién había comprado un vestido rojo y me hizo ir hasta su casa para
que yo lo mirase. O para que yo la mirase a ella, enfundad en el vestido, que
era mirarla a ella, y eso era lo importante. Llamó y dijo: te tengo una
sorpresa. Así que corrí hasta la casa de Paulina y allí estaba ella, metida en
el condenado vestido rojo, dando vueltas y saltitos, la mar de contenta.
Hubiese preferido una caja de cigarrillos. No se lo dije. No se lo dije porque
ya era demasiado. ¿Qué era demasiado? Yo mismo no lo sabía a ciencia cierta,
pero sabía, con toda certeza, que ya era demasiado. Que todo esto iba demasiado lejos.
Paulina me pegó un beso en los labios y me sacó de mis
ensoñaciones. ¿Qué tienes?, preguntó. Ah, la eterna pregunta. Nada, dije. Y la
eterna respuesta. Paulina no era de las que se rinden fácilmente. Me sentó en
el sofá y se reclinó sobre mí. El escote del vestido era un buen escote y pude
ver la mitad de las peras mientras me sobaba la cabeza e insistía en que yo
tenía algo. Algo raro. Ya sabes que soy así, dije. Sin embargo, Paulina
no se lo creía. Cuando la conocí yo era galante y parlanchín. Ahora era una
especie de trapo. Callado. Apático. Aguado. Apenas dos meses de relación y ya
me había cansado. Paulina era una mujer encantadora, alegre, no tengo nada que
decir en su contra. Hasta donde yo sé era lo más cercano a una mujer decente, o
lo más cercano, al menos, que yo conocía como una mujer decente. Era igual. Me
daba exactamente igual si Paulina era decente o no. Si lo hacía solamente
conmigo (esas cosas son importantes) o con medio mundo. No me interesaba si a
Paulina no le agradaba mi apatía, o si la hacía sentir mal, o lo que sea. No me
interesaba saber si yo iba por buen camino hacia su corazón. No me interesaba
ganar su corazón. Vamos, Paulina no me interesaba en lo absoluto. Cogerla
estaba bien pero no era la gran cosa. La pregunta se hizo inevitable: ¿por qué
sales conmigo entonces? Me lo preguntó un día de lluvia:
Yo estaba sentado sobre mi viejo sofá, y ella, Paulina, daba
vueltas por la estancia. Discutíamos el mismo viejo rollo. ¿Qué tienes? No
pudiendo más con todo esto, lo solté: ¡no me interesas ni tú ni tu puta vida! Y
es que Paulina salió con la perorata de sus emociones, de sus pensares y
sentires, y de su puta vida. Y se lo tuve que decir. Yo oía todo eso pero no
escuchaba nada. ¿Entonces por qué andas conmigo?, preguntó al borde de las
lágrimas.
No hay desdicha más grande que tener a tu lado a un ser, que
no es el ser al que deseas tener. Y encima, si no tienes nada que reprocharle…
No hay hipocresía ni bajeza más vil que la de amar falsamente. Que la de follar
a una mujer mientras se piensa en otra. Si algo en esta vida tengo que pagar,
es haber engañado a Paulina.
2
Carolina había salido de mi vida
definitivamente. Con esto quiero decir que la muy cabrona se había casado. Con
otro. Y ese otro, la había preñado. No existía ya manera en el mundo de que yo
recuperara a esa mujer. La verdad es que nunca hice nada por recuperar a
esa mujer. Ni a ninguna otra. Y ahora que lo sabía: que Carolina salió de mi vida definitivamente, la
extrañaba con la fuerza de un tornado. Carolina fue el amor de mi vida y por supuesto yo estaba deshecho. No me llegó de
inmediato. Fue hasta los tres meses después cuando la nostalgia y la desdicha
cayeron sobre mi pobre alma acongojada. Extrañaba a Carolina hasta el último
detalle y estaba dispuesto a quitarme la vida. Pero yo no era un suicida. Un
suicida de verdad no anda por allí pregonando que se va a matar. Un verdadero
suicida se pega un tiro. Yo, en cambio, no dejaba de avisar que me suicidaría.
Bastaba una oportunidad, el mínimo empujón, para que soltara la sopa. Frente a
un amigo. Frente a un desconocido de bar. He perdido la cuenta de las veces que
conté lo mucho que amé a esa mujer. En bares y en cantinas. En el subterráneo.
En la Plaza Mayor. En el teatro. En la parada del autobús. Bastaba una copa
para que me deshiciera en lamentos, interminables, y en el rollo de mi
desgraciada vida.
Se lo conté a Verónica
Pinciotti, quien no hacía otra cosa que decir: me alegro. Excepto en
la parte del suicidio. Allí no dijo nada. Y de tanto repetirlo comenzó a
preocuparse. Dijo que deseaba hablar conmigo. Me citó en un bar del centro de
Tlalpan y me pidió que me dejara de tanta pendejada. Perder a Carolina es lo
mejor que ha podido pasarte, decía. Verónica realmente odiaba a
Carolina. Recuerda, dijo, que: “a veces un hombre gana cuando pierde
a una mujer” (Sabina).
Quizá Verónica tenía razón. Sin embargo, por mi parte, no veía ninguna ganancia
en perder a Carolina, sino todo lo contrario. Me dolía hasta la última célula
saber que yo, definitivamente; o que Carolina
definitivamente, me había olvidado. Quizá la cosa está ahí, dijo Verónica. Eso
es lo que realmente te duele. Que te haya olvidado. Ya sabes, dijo: “uno no se
mata por el amor de una mujer. Uno se mata porque un amor, cualquier amor, nos
revela nuestra desnudez, nuestra miseria, nuestro desamparo, la nada.” (C. Pavese) No lo entiendes, dije, si Carolina estuviera aquí, me
hincaría ante sus pies. Caería postrado antes sus pies. Le entregaría mi vida.
Pero Verónica, quizá lo entendía mejor que yo. Probablemente yo, cegado por la
tortura de perder lo más valioso de mi vida, no entendía un carajo. Qué iba yo
a entender. Acabado. Aniquilado. Hecho polvo. Qué iba yo a entender. De haber
entendido un poco quizá sabría que con mi sufrimiento desmedido lo único que
lograba era dar vida al fantasma de Carolina. Un ente oscuro como la muerte que
me atormentaría el resto de mis días. Pensar en Carolina, hablar de Carolina,
extrañar a Carolina, era la manera perfecta de NO olvidar a Carolina y de
alimentar el suplicio. Tenía veintipocos años y ninguna experiencia en perder
al amor de mi vida.
Ya sé, dijo Verónica dando un trago delicado al whisky que
había ordenado. No hay remedio más eficaz para el mal que te atormenta que el
viejo refrán: un clavo saca
otro clavo. Aquellos que algo saben del amor, sabrán sin necesidad de
continuar, la insensatez del caso. No sé, dije, se dice que eso nunca funciona.
Si no funcionara no se diría tanto, dijo Verónica. En serio. Yo misma me la
paso sacando clavos con otros clavos. Sí dije, pero tú nunca te enamoras. ¿Y
cómo sabes?, preguntó. Vale, dije, como quieras, pero yo no estoy de acuerdo.
No creo en la sabiduría popular. Pues deberías intentar, dijo, no pierdes
nada.
3
El primer clavo que encontré se llamaba Paulina. Tenía
veintidós años y era estudiante de psicología. A mi favor, cínicamente, puedo
decir que mi maestría en el arte de fingir es tal, que ni ella, estudiante de
la mente humana, supo vislumbrar el origen de mi falsedad. Me entregué como el
amante fiel que me hubiese gustado ser con otra mujer. Logré esconder la
desdicha de mi corazón entre halagos, ramos de rosas y sonrisas fatuas. Las
primeras cuatro semanas las pasamos estupendamente, y a decir verdad, Paulina
poseía carisma y belleza. Carisma y belleza que se opacaban ante el recuerdo de
Carolina. Todo era así. Paulina jamás brillaría en mi cabeza como lo hizo
Carolina. Por ejemplo: Paulina era una mujer inteligente, lo sé, y a pesar de
ello, cuando la comparaba (la comparaba todo el maldito tiempo) con Carolina,
se me antojaba simple y vulgar. No tenía ninguna de las cualidades de Carolina,
como su amor por la música (buena música), o su amor por la literatura (mi Literatura),
ni sus capacidades
amatorias. Con esto no quiero decir que
Paulina fuese una pésima mujer, era una buena mujer, estoy seguro, pero en ese
entonces yo no podía concebir que una buena mujer no fuese Carolina.
4
Presenté a Paulina con Verónica, y ésta, contenta de verme salir
del Infierno en que me encontraba (sin saber que estaba aún más sumergido en
aquel Infierno) me felicitó y felicitó a Paulina por el feliz encuentro.
Sonreía a Paulina, le daba consejos sobre cómo tratarme y no paraba de decir lo
linda pareja que hacíamos. No tenía idea. Así que lo tuve que decir. La jalé
del brazo, aparte, y le dije: Pinciotti: ¡ya cállate! Estás haciendo todo esto
más difícil. Aunque ella deseaba hacer todo más sencillo. ¿Cómo?, preguntó
extrañada. Verás, Vero, le dije, la voy a dejar. ¿Cómo?, preguntó todavía más
extrañada. Que la dejo, la boto, la corto, la termino, a la mierda, no puedo
más. ¿Por qué?, preguntó asombrada. Es una lata, dije, esto de fingir, es
insoportable. ¿Sabes que hizo?, dije, me regaló un par de pantuflas. ¡Unas
puñeteras pantuflas! No es mi tipo de mujer, no, no lo es, lo siento pero mi
tipo de mujer me regala whisky, cigarrillos, sexo, libros. No pantuflas. Vamos,
dijo Verónica, no seas así, dale tiempo, apenas te conoce. Como sea, dije, dar
pantuflas a quien sea, es de mal gusto. Hay que tener… ¡Pantuflas en la cabeza!
Verónica insistió en que aguantara un poco más. Se creía que si continuaba, poco
a poco pero al final, Paulina terminaría sacando a esa bruja de mi cabeza. Pero
si no está en mi cabeza, dije, está en cada poro de mi ser.
Continué saliendo con Paulina. La cosa iba sobre la
siguiente línea: ¿me quieres?, preguntaba ella lanzándose a mis brazos. Yo
respondía, quitándomela de los brazos: ya, te quiero. Paulina pensaba lo
grandioso de nuestro encuentro. Yo pensaba en Carolina. Paulina y yo
hacíamos el amor. Ella no sé en qué coños pensaba; yo pensaba en Carolina. Me
era inevitable pensar que la follaba. Que ese cuerpo sobre mí, o debajo de mí,
era el cuerpo de la mujer añorada. El fantasma de Carolina se metía a la cama
cada que yo lo hacía con una mujer. O que salía con una mujer. Porque Paulina
no fue la única. Fue tan sólo la primera de una serie de fracasos.
Así que esa tarde de lluvia lo solté. Amo a otra mujer, le
dije a Paulina y no se lo podía creer. Sobra describir el escándalo que se
armó. Las mujeres soportan con entereza un parto, pero no soportan el menor de
los rasguños a su vanidad personal. Un engaño les da en el alma. Directo a su
autoestima y a su orgullo. Se pensó que yo tenía un amante o que salía con
alguien más. Cuando le conté de Carolina no lo pudo entender. ¿Me estás
diciendo que amas a otra mujer, pero que esa otra mujer, no existe en tu vida?
, exclamó al borde de un ataque de histeria. Algo así, dije, verás, estoy
enamorado del recuerdo de lo que fue… el amor de mi vida. Amas a otra mujer,
dijo, eso me queda claro. Ajá, asentí. Dices que a esa otra mujer que amas, no
la ves… exacto, afirmé. No la has visto desde hace mucho tiempo, ni la verás…
Así es, dije contento de hacerme entender. Y no hay posibilidad en el mundo de
que la mires o de que le hables… ¡Exacto!, exclamé. Paulina no lo entendía. Sí,
nena, le dije, estoy diciendo que amo a un fantasma. Un puñetero fantasma.
A mí me quedaba muy claro. Preguntó si yo alguna vez la había engañado.
Pues, verás, dije, engañar engañar, no. ¿Cómo?, preguntó. Sí, dije, no me he
acosado con otra mujer desde que estoy contigo. ¿Entonces
cómo me has engañado?, preguntó confusa. Se lo expliqué. Le conté todo sobre
Carolina. De cómo llegó a mi vida, cómo
salí de su vida y cómo ella no se ha largado de la mía. Está aquí, dije. ¿Aquí
dónde?, preguntó Paulina, alarmada. Quiero decir, expliqué, en forma de
fantasma. Está aquí, dije tocándome la cabeza… y aquí, dije tocándome el
corazón. Carolina todavía está aquí. Paulina no lo creía del todo. Para ella
era imposible que una persona amara a otra después de tanto tiempo. O sea,
dijo, cuando decías que me amabas, tú no… No, no, interrumpí, no es así,
yo siento por ti un cariño especial, pero, si te soy franco, y quiero ser
franco… aún… pienso en ella. ¿Mucho?, preguntó Paulina. Todo el tiempo,
contesté. ¿Todo el tiempo?, preguntó. Todo el tiempo, dije asintiendo con la
cabeza. ¿Todo todo el tiempo?, preguntó Paulina adivinando la cosa. Tuve que
decirlo. Sí, nena, todo el maldito tiempo. Lo entendió. Esta vez lo entendió.
Entonces dijo, ¿por qué sales conmigo? Yo lo sabía perfecto. Las estúpidas
palabras de Verónica sonaron en mi cabeza: porque un clavo… saca otro clavo.
Porque un clavo saca otro clavo, dije rápido y sin pensar.
Deshacerme de Paulina no sería tan fácil. Creyéndose madura
y capaz de entender mi situación, ¡no se cabreó! Dijo que con el tiempo y su
ayuda (la muy cabrona era psicóloga) yo superaría el abandono de
Carolina y algún día, quizá… la querría a ella. ¡No!, exclamé alucinado,
tú no entiendes. ¡Amo a Carolina por encima de todas las cosas y de todas las
personas y sobre todo, por encima de ti! Paulina abrió los ojos como una
condenada lechuza. No lo tomes personal, dije al mirar que el último enunciado
podía herirla de verdad. No es cosa tuya, es cosa mía, dije. Sí, me estaba
librando del viejo “un clavo saca otro clavo”, con el viejo: “no eres
tú, soy yo”. Paulina salió de allí llorando. Ahora supongo que no lloró por
mí. Una no llora por el amor de un hombre. Una llora porque el amor, cualquier
amor, le revela su desnudez, su miseria, su desamparo, la nada. Y también
supongo que llegó a casa hecha una sopa. Caía una tormenta.
5
Paulina me ha dicho que la cortaste, me dijo Verónica por el
auricular de su teléfono móvil. No lo puedo creer, dijo, dejaste ir a una buena
mujer. No, Vero, le dije, soy yo quien no lo puede creer. Cómo fui capaz de
hacerte caso. Verónica rió y dijo: bueno, al menos espero que seas menos
desdichado. ¡Carajo!, era más desdichado que al principio. Me sentía un cabrón,
esta vez sí que me sentía un cabrón de mierda, por haber mentido a una mujer.
Yo no acostumbraba mentir a las mujeres. Les hablaba directo y sin escrúpulos.
Las trataba mal si se quiere, era cínico y desvergonzado, era un hijo de puta,
pero (y este pero es importante) no era un mentiroso. Mentir es otra cosa.
Mentir es decir te amo cuando no es verdad. Yo nunca pronunciaba la palabra
amor. Podía pronunciar decenas de veces follar pero nunca amor. Me sentía
vacío. Seco. Roto de plata y roto de cariño. Decidí continuar saliendo con
mujeres sin involucrar sentimientos. Sólo sexo. Porque el sexo, hombre, ese sí
que ni Carolina me lo quita. El sexo y la bebida era todo lo que me quedaba. Y
el recuerdo de un amor pretérito que nunca volverá.
6
El fantasma de Carolina me duró unos años más. Años en los que
irremediablemente cometía el funesto error de contar a mis nuevas conquistas,
tarde o temprano, a la menor oportunidad, todo sobre Carolina. Hasta el
hartazgo. De modo tal que más de una me botó bajo el pretexto de que yo
continuaba amando a esa mujer. Con el tiempo, como todo, aprendí del
error y dejé de hablar de Carolina. Lo que no significa que dejara de amarla.
El fantasma de Carolina me estaba acabando.
Hiciste bien en cortar a Paulina eso no te iba a llevar a ningun lado
ResponderEliminarBuen texto como siempre y me ha hecho pensar en mi misma saludos!
Carolina marco tu vida cañón! me da gusto que ya la hayas superado.
ResponderEliminarMartincito...por nada del mundo debe alguien pasar por algo así.¡Qué castigo y autocastigo!peor aún si la otra persona no se lo merece.Pena.
ResponderEliminarBuen texto!! y debo agregar que Verónica Pinciotti tiene razón. Además delhecho de que Carolina siempre me fue intolerable.
ResponderEliminarhey ! Sólo para saludarle y contarle que mi maestra de fisiología nos leyó "el fantasma de carolina" . me conmovió mucho, me identifiqué. me declaré fan de usted. éxito ! :D
ResponderEliminar