I
Arthur Wallace tenía ocho años cuando paró su vida en seco.
Fue durante un partido de fútbol. Arthur era jugador de medio campo en el
equipo del colegio. Decir jugador de medio campo es demasiado cuando tienes ocho
años. En el equipo de Arthur, que era bastante malo (y en el equipo de
cualquier colegio de elemental), ser mediocampista o ser delantero o defensa,
no significa gran cosa. Todos corríamos
tras el balón, recuerda Arthur, rompiendo
posiciones. Éramos un enjambre
jugando contra otro enjambre. Tras el balón. Fue en la partido contra el
River Plate (Arthur no olvida aquello; cómo
olvidar el instante (porque esas cosas pasan en un instante) de la decadencia de mi vida, dice)
cuando le vino de golpe la idea del absurdo. No tiene sentido, pensó y paró en
seco. Tuvo una visión, a los ocho años, en fracción de segundos, de sí mismo, y
de todos esos críos yendo y viniendo tras el balón. Siguiendo desesperadamente
aquella cosa. Y lo supo. O lo creyó, que al caso es lo mismo: no tiene ningún
sentido. Paró durante el partido, en medio de la cancha. En seco. Arthur corría
tras el balón, iba solo, estaba a punto de alcanzarlo y de pronto, de la nada,
paró. En seco. Se quedó allí. Congelado. Dejé
de ser un gilipollas del montón, dice Arthur. El entrenador le gritó que se
moviera, que hiciera algo, que por amor
a Dios hiciera algo. Pero Arthur se quedó inmóvil. Luego de algunos segundos
caminó al vestidor. La multitud gritaba enloquecida. Sus compañeros gritaban
enloquecidos. El entrenador, sus padres, todo el puñetero mundo gritaba
enloquecido. No lo podían creer. Se escuchó el silbato del árbitro.
Alguien había anotado un gol. El River Plate había anotado un gol.
¿Por qué dejaste de jugar?,
pregunta Kent a Arthur en el vestidor, una vez finalizado el partido. Porque es igual, responde Wallace (sus
compañeros de colegio le llaman Wallace). ¿Qué
es igual?, pregunta Jordan, que se une a la conversación. El partido, contesta Wallace
indiferente. ¡Cómo!, exclama Kent y exclama
Jordan al tiempo. No tiene ningún
sentido, ganar o perder, no significa nada, contesta Wallace. ¡Está loco!, grita Kent y grita Jordan,
y luego todo el equipo que recién entra al vestidor, y que no saben por qué,
pero saben que hay que gritar que alguien está loco y sospechan además que el
loco es Arthur Wallace, y eso les da bríos para gritar con más fuerza: ¡Loco!, ¡loco!, ¡Loco! ¡Nos la hiciste en grande!, le grita
Thomas, por tu culpa nos han anotado un
gol. Perdimos tres a cero. Qué va, dice Wallace sin darle importancia al
asunto, hubiésemos perdido de todos modos. ¡Loco!,
¡Loco!, grita el equipo. El entrenador entra hecho una furia y reprende a
Wallace por ser tan idiota y para en el partido. Arthur ni siquiera le escucha.
Sabía de antemano que esto pasaría, así que con la mano en la cintura renuncia
al equipo y se larga a la salida donde lo esperan sus padres. Le dicen que no
se preocupe, que el futbol no es lo suyo después de todo, y en adelante todo
irá mejor. Se creen que Arthur está deshecho por la crítica, pero la verdad es
que a Arthur la crítica le importa un rábano. Todo irá mejor en adelante, dicen los padres de Arthur. No tienen idea, dice Arthur, nada fue mejor en adelante.
Es increíble, suspira Arthur,
esos tíos, esos amantes del soccer, esos
capullos de mierda. ¿Qué es
increíble?, pregunta el doctor Stevenson. Todos ellos, dice Arthur exasperado, todos corriendo tras el balón. En
todas partes la gente corre tras el balón. Sin saber exactamente por qué. Todos
lo que en el partido corrieron tras el balón… no han dejado de correr. Sin
sentido. El doctor Stevenson hace una anotación en la libreta y asiente con
la cabeza. ¿Qué ha sido de Kent?,
pregunta, ¿sabes qué ha sido de Kent o de
Jordan? Arthur hace un ademán de obviedad y explica: Kent se ha hecho médico y Jordan… ese cabronazo me parece que se ha
mudado a Europa, es un abogado de renombre o algo… están forrados en pasta.
El doctor Stevenson asiente con la cabeza y hace una anotación en la libreta.
Parece que no sabe hacer otra cosa, piensa Arthur. Dime, Arthur, dice el doctor
Stevenson, ¿por qué paraste aquella vez durante el partido?, ¿por qué
exactamente paraste aquella vez durante el partido? Arthur suspira. Se lo he dicho ya, no tenía ningún sentido,
contesta, se lo dije a Kent y a Jordan,
se lo dije al entrenado, a mis padres, a todo el mundo, no tenía sentido. ¿Por
qué no?, pregunta el doctor Stevenson por enésima vez. Arthur baja la
mirada y lo piensa, como si fuese la primera vez que lo piensa, aunque lleva
veinte años pensándolo, y responde: no lo
sé. ¿No lo sabes?, pregunta el doctor Stevenson fingiendo asombro. Sé que no tiene sentido, dice Arthur, estoy convencido de ello, pero… no sé por
qué no lo tiene. Supongo que nadie nos dijo que lo tendría, ¿no? Es sencillamente
absurdo. ¿Y los demás?, interrumpe el doctor Stevenson, ¿qué hay de los demás?, ¿para ellos sí tiene
sentido? No lo sé, responde Arthur, quizá.
¿Quizá?, pregunta el doctor Stevenson frunciendo el entrecejo. No lo sé, Dios, responde Arthur, no, creo que no, no hay sentido para nada ni
para nadie; las cosas están ahí, los animales están ahí, el hombre está ahí,
pero eso es todo, sin sentido, ni oculto ni transparente, no hay sentido, y si
lo hay… no lo entendemos, no nos está permitido entenderlo. El doctor
Stevenson asiente con la cabeza, hace una anotación en la libreta y comunica a
su paciente que el tiempo de la sesión ha terminado. Arthur se levanta del
diván, estrecha la mano del doctor Stevenson y promete regresar la semana
siguiente.
2
El apartamento de Arthur es pequeño. Está situado en la
azotea de un edificio. El edificio se ubica en la colonia Estrella, en la calle
de Malaquita, en el número 91, y no es un apartamento propiamente dicho, es,
más bien, a penas una habitación con sanitario. El cuarto pertenece a la madre
de Arthur. Le dejó mudarse allí hace siete años y aunque le cobra tan solo
quinientos pesos al mes, Arthur hace seis meses que debe el alquiler. Ya, madre,
ya, he cogido un empleo, dice Arthur
a Madre por el auricular de un teléfono público. Sí, madre, sí, estoy bien. Sí, madre, he comido ya, miente Arthur.
Hace dos días que no prueba bocado. Hace una semana que no se muda de ropa. Hace
más de un mes que no visita al doctor Stevenson, viejo amigo del padre de
Arthur, quien aceptó tratar a su hijo sin pago. Arthur está quebrado. Hace
veinte años que paró en seco, en aquel partido, y paró en seco toda su vida.
Arthur no encuentra sentido a nada. Absolutamente a nada. Terminó la
preparatoria, obligado por los padres, y no entró a la universidad. Ninguna
carrera le llamaba la atención demasiado. No al menos para cursarla. Alguna vez
sintió interés por la ciencia pero se detuvo, descubrió que a fin de cuentas no
era lo suyo. Ha cogido algunos empleos pero renuncia siempre al cabo de seis
meses de laborar. No lo soporto, se
dice Arthur, eso de trabajar para alguien
más. El doctor Stevenson comenta al padre de Arthur que su hijo sufre una
severa depresión que se torna abulia. Arthur, que conoce el diagnóstico,
no está convencido. Sabe que es capaz de muchas cosas, si tan sólo
encontrara sentido por alguna, sería el mejor en esa cosa. No has ido con el doctor Stevenson, dice su madre al teléfono. No tiene caso, contesta Arthur, no es nada, ese viejo loco no tiene idea de
nada, se lo pasa asintiendo con la cabeza, haciendo anotaciones en la libreta y
preguntando siempre la misma chorrada, “por qué paraste en el partido”, imita Arthur la voz del doctor
Stevenson, ¡por qué no tiene sentido!, “y qué hay de los demás…”, carajo,
ese doctor no tiene idea. Deberías
poner de tu parte dice Madre. Pongo
de mi parte, se defiende Arthur, pero
no hay avance, no hay por dónde, estoy bien, madre, no te preocupes, es sólo
que… estoy cansado, eso es todo. He cogido un empleo y todo estará mejor, te
pagaré lo que te debo. No es el dinero, hijo, dice Madre, tu padre y yo estamos preocupados por ti.
Por tu salud. Ya, dice Arthur, mi
saludo está de a diez. No tengo nada, te digo, es sólo cansancio. Te pagaré en
la primera quincena. El padre de Arthur llega a casa y Madre debe colgar el
teléfono. El padre de Arthur no soporta que Madre solape al niño. Vale, madre, dice Arthur, no te preocupes por mí, da de cenar al viejo
y yo estaré bien. ¿Tienes qué cenar?, pregunta Madre. Sí, miente Arthur, Estephanie
ha traído carne y papas. Estephanie es la novia de Arthur, pero no ha
traído carne y papas. No ha traído nada desde hace casi un mes. Desde casi un
mes no desea saber nada de Arthur, al que considera un perdedor. Que te bendiga Dios, dice Madre y cuelga
el teléfono.
3
Arthur Wallace se presenta al curro. Es su tercer día en el
curro y se presenta recién afeitado. Tiene veintiocho años y lo han aceptado
como operador telefónico en una empresa de telemercadeo. La empresa se llama SOGESI y está en Torre
Pedregal, en Periférico Sur, junto al edificio de la PFP. Es un trabajo de
medio tiempo. La campaña es para Santander. Arthur debe llamar a desconocidos de una base de
datos para convencerlos de los beneficios de una tarjeta falsamente
pre-autorizada. Trabajará de dos a ocho de la tarde por un suelo de mil
novecientos pesos al mes, más comisiones. Las
comisiones se pagan por semana, dice la mujer que lo entrevista. Muy bien, responde Arthur y se pone
manos a la obra.
Lo primero que hacen, luego
del curso de capacitación, es sentar a Arthur junto a un tío de dieciocho años
que lleva laborando en la empresa un par de meses, y que está a punto de dejar
el empleo (cosa que no ha comunicado a la empresa), a escuchar cómo llama, qué
dice, y cuál es el proceso a seguir. Durante la capacitación le explicaron a
Arthur que existen alrededor de cinco tarjetas diferentes, pero Jhon, el chico
de dieciocho años, le advierte que sólo se venden dos, a saber, la tarjeta
Light y la tarjeta Uni-k, que no genera comisiones por ninguna operación.
Arthur asiente, interesado. Se ha hecho como propósito ser el mejor vendedor de
la empresa. Todos al entrar tienen el propósito de ser el mejor vendedor de la
empresa; les han dicho que hay chicos ganando quince mil pesos al mes de la
venta de tarjetas. Arthur presta atención a todo, hasta al último detalle. Te colocas la diadema y la computadora marca
las llamadas por ti. Incesablemente. Hay que decir a los clientes que la
tarjeta está pre-autorizada por su buen historial crediticio, dice Jhon.
Arthur apunta “por su buen historial
crediticio” en una libreta que ha llevado. No hay que abrumarlos con la infinidad de benéficos de la tarjeta, ni
hay que ofrecer todas las tarjetas, ofrece sólo Light y Uni-k. Arthur
anota: “no abrumar”. Jhon enuncia los
beneficios sobresalientes: tasa de
interés más baja del mercado y no comisión. Arthur lo anota. No, no, dice Jhon, por separado, la tarjeta Light tiene la tasa más baja del mercado; la
Uni-k, no cobra comisiones. Arthur arregla el asunto en la libreta, lo
anota por separado y John dice sí, muy
bien, así está mejor.
Arthur calcula que si pagan ciento cincuenta pesos por tarjeta vendida, y vende dos por hora, son trescientos la hora; trabajando seis horas, ganará mil ochocientos al día, más el sueldo fijo. No mira ningún problema en vender dos tarjetas por hora. Incluso le parece que podría vender hasta tres por hora. Una hora parece demasiado tiempo para vender tarjetas tomando en cuenta que se realizan más de cien llamadas por hora, lo que equivale a decir que es imposible, según la perspectiva de Arthur, que de cien llamadas no venda al menos tres tarjetas. Pero Arthur no tiene ni idea. Si vendes dos tarjetas diarias estás dentro de los mejores. Y ser de los mejores te cuesta el alma.
A las cuatro
horas de trabajo un cliente de Jhon decide aceptar la tarjeta. ¡Caramba!, exclama Jhon que no es un
buen vendedor. ¿Qué pasa?, pregunta
Arthur emocionado. ¡Han aceptado la
tarjeta; llama a un supervisor! El supervisor se coloca la diadema de Jhon
y habla con el cliente. Buenos tardes,
señor X. El supervisor corrobora los datos en pantalla y trasfiere la
llamada al área de validación. Muy bien,
dice a Jhon y a Arthur, quien, a decir verdad, no ha hecho nada. Tomen un descanso de quince minutos, yo me
hago cargo.
Arthur y Jhon toman el ascensor y bajan fuera del
edificio. El descanso de quince minutos es un premio que tienes que ganar y
Jhon nunca había ganado ese premio, cosa que no le dijo a Arthur. Éste lo
descubrió por sí mismo más adelante, enfurecido, pues le parecía inhumano y
humillante. Jhon propuso comprar una soda. Arthur, tímido, le dice a Jhon que
no tiene pasta para una soda. Jhon se ofrece a pagar un par de sodas y algunas
frituras. Se sientan en la jardinera a disfrutar del confite hasta que Arthur,
mirando el reloj (el reloj en la muñeca de Jhon) anuncia que ya han pasado
veinte minutos. A la mierda, dice
Jhon, acabemos con esto (alza la soda y
las frituras) y subamos cuando tengamos que subir. Arthur no está de
acuerdo pero no dice nada. Se queda a terminar con el asunto.
Cuando
regresan, el supervisor los riñe por la tardanza. Arthur y Jhon se excusan so
pretexto de que el tiempo vuela.
4
Arthur cobra la primera quincena. Ochocientos cincuenta
pesos más trescientos cincuenta de comisiones. Llama a su madre y dice que todo
está muy bien, que mandará el dinero del alquiler. Madre lo felicita y dice que
lo ama; haga lo haga siempre será su hijo. Claro, piensa Arthur, es
inevitable que yo sea todo el tiempo, todo lo que nos dure la vida, el hijo de
esta mujer.
Con el resto
del dinero Arthur entra a un bar de la calle Donceles, en el centro de la
ciudad. Se ordena una cerveza y bebe despacio. No es la primera vez que Arthur
le pega al trago. Cogió el vicio en la adolescencia y si no lo frecuenta es
porque las más de las veces no tiene plata suficiente. Aquella cerveza le
sabe a gloria. Pagada con el sudor de su frente.
No se da
cuenta cuando ya no le queda un centavo en el bolsillo. Sale del bar y se paga
un transporte público, con las últimas monedas, que lo deja cerca de casa. El
resto del trayecto lo hace a pie. Mientras camina, piensa: no tiene sentido todo esto. Ahora trabajo pero sigo roto. He pagado a Madre un mes de alquiler pero
debo seis. Madre me ama y sería incapaz de cobrar el resto si en verdad
se me dificulta pagar. Si ganara la lotería pagaría a Madre la deuda pero eso
no la haría más rica, no es gran cosa lo que se debe, y además, nunca ganaré la
lotería. No tiene sentido. Podría esforzarme por conseguir un mejor empleo. Sin
embargo, con la edad y los papeles que tengo… Estoy condenado a vivir en la
pobreza. No me incomoda vivir en la pobreza. Al final moriré. Me niego a ser un
gilipollas del montón. Trabajar duro para morir. No tener en qué caerse muerto.
Ese es el temor de la gente. Cuando yo muera me importará poco dónde acabe, si
en tumba de oro o en la fosa común. Será indiferente. Todos esos tíos allá en
el curro, luchando. Nadie tiene nada. El mejor vendedor aún vive con su madre.
Son una pantalla. Visten bien y se perfuman pero no tienen nada.
Arthur
camina por avenida Talismán, pensando todo eso, cuando se acerca a él un chico
y le saluda. Es Goldman, el viejo Goldman. Antiguo amigo de preparatoria. Venga, hombre, Wallace, parece que vas ido, dice
Goldman al saludarlo, ¿qué te pasa por el
seso?, ¿preocupaciones? Nada, nada, contesta Arthur respondiendo al saludo.
Se estrechan las manos y se abrazan. ¿Qué
haces por aquí, hombre?, pregunta Arthur a Goldman, quien le cuenta que
visita a una vieja tía, hermana de su padre, que vive aquí, a dos cuadras, dice, sólo que he venido por algo a la tienda. ¿Qué ha sido de tu vida?,
pregunta Goldman. ¿Qué ha sido de mi vida?, se pregunta
Arthur. No deseando entrar en detalles, Arthur contesta que nada, todo bien. Vengo del curro y todo está muy bien. ¡Alá!,
exclama Goldman, para venir del curro
hueles mucho a alcohol, ¿o es que trabajas en dónde? Arthur sonríe y se
confiesa. Ahora que lo mencionas,
dice Goldman, figúrate que se me antoja
una cerveza, ¿conoces algún bar por aquí? Arthur hace memoria y sí, sí,
recuerda un bar cerca, no muy lejos, incluso caminando se puede llegar, te vas derecho por Talismán y luego… No, no,
dice Arthur, mejor me llevas, vamos.
Arthur titubea. No lo sé, dice. Anda, anda, insiste Goldman, que hace tanto que no te veo que merece la
pena una cerveza. Arthur se disculpa y de algún modo Goldman lo entiende: no te preocupes, dice, yo invito. Arthur asiente con la cabeza
y caminan hacia Calzada de
Guadalupe.
Goldman siempre
fue un chico de calle. La verdadera
escuela está en la calle, solía decir en la preparatoria. Cuando Arthur le
conoció, Goldman era un pobre diablo. Ahora, sin embargo, Goldman lucía lejos
de ser un pobre diablo. Lo notabas en sus maneras y en su ropa de marca. Los
padres de Goldman eran comerciantes y pagaban el colegio con la esperanza de
que su hijo se hiciese abogado. No sucedió así. A Goldman siempre le llamó la
atención la mecánica. Abandonó la preparatoria para ingresar a laborar a un
taller automotriz y ahora, a sus veintinueve años, es dueño de su propilo
taller. Está forrado en pasta. Se lo contó a Wallace y éste le dijo: corriste tras el balón, cabronazo. ¿Cómo?, dice Goldman. Olvídalo, contesta Arthur. Goldman no se
hizo del rogar y lo olvidó. Se ordenó un whisky en las rocas y ordenó uno
para Arthur también. Arthur le contó la historia de su vida, sinceramente, como
pago por el whisky.
Goldman
escucha atento y de vez en vez exclama ¡qué
cabrón! Cuando llegan a la parte del empleo, y de las quejas de Arthur
sobre el maldito empleo, Goldman se lo piensa dos veces y lo suelta: le invita
a trabajar con él como asistente de mecánico. Te pagaré lo suficiente, dice, aprenderás
el oficio y… ¿quién sabe?, quizá algún día tengas tu propio taller. Arthur,
alcoholizado, le da vueltas en la cabeza al asunto. Se mira a sí mismo debajo
de un auto, lleno de grasa. Esta idea no le anima demasiado, pero cuando la
mente vuela al trabajo actual… sí, cualquier cosa es mejor que esos gilipollas
haciendo llamadas histéricamente a medio mundo. Se mira cobrando la primera
semana, en el taller pagamos por semana,
explica Goldman, y acepta el trato. El lunes siguiente debe presentarse a
laborar. Goldman le estrecha la mano y se disculpa. Ha dejado el coche aparcado
en casa de la vieja tía y debe regresar antes de que lo desvalijen. Es un
Mustang del año.
Arthur lo
despide en la calle de Sardónica y se pregunta por qué no lo ofreció llevarlo a
casa en coche, o porqué no ocupó el coche para ir al bar. Quizá piensa que no merezco el honor, se dice. Un extraño odio
hacia Goldman crece en su interior. Quizá al
verme así, mal vestido, piensa Arthur.
5
Al empleo de telemercadeo ya no se presentó. No dio las
gracias; ellos deberían agradecer a mí,
pensó. Fue directo al taller mecánico de Goldman. Goldman le saludó con un
amistoso abrazo, lo pasó a la oficina y le dijo: te tengo noticias, buenas y malas. Las malas, que Arthur eligió
saber primero, eran que Goldman hizo cuentas exhaustivas del negocio y
descubrió que de momento no podía permitirse contratar a nadie más.
Arthur había mandado al cuerno un trabajo seguro por nada. ¿Ahora qué iba a
decir a Madre? Y las buenas, dijo
Goldman, son que pronto la situación
mejorará, quizá el próximo vez, y tú serás el primero en ser contratado.
Arthur salió de allí cabizbajo y lamentándose por ser tan gilipollas. Basta un ensueño para que pierda la cabeza y bote todo por la borda, se reclamó. Goldman actuó de corazón, lo sé, se dijo Arthur, pero jamás firmé un contrato. Quizá aún estaba a tiempo de recuperar su antiguo empleo. No, se dijo, a la mierda con el telemercadeo. Goldman le corrió doscientos pavos, como disculpa por la mala noticia. Al menos habrá comida esta tarde, pensó.
Cogió un
transporte público y llegó hasta casa de Estephanie, su novia, que para ese
entonces era, prácticamente, su ex novia. Llamó a la puerta. La madre de
Estephanie le recibió malhumorada. Lo dejó en la puerta. La escuchó gritar: ¡te busca el mamarracho de Arthur!
Estephanie tardó en salir y cuando lo hizo las primeras palabras que le
salieron de la boca, previamente ensayadas, fueron: ¿qué haces aquí? Arthur se disculpó por presentarse sin aviar. Moría por verte, dijo. Estephanie no
estaba convencida. Vamos, dijo
Arthur, te invito a comer. Estephanie
hizo una mueca de asombro y aceptó.
Fueron a una
fonda de comida corrida donde Arthur le juró amor eterno y le comentó de su
encuentro con Goldman, y de la promesa de un empleo en un mes aproximadamente. Promesas, dijo Estephanie. Si te esforzaras un poco. Tan sólo un poco.
Pero Arthur sentía que se esforzaba demasiado. Arthur no deseaba escuchar el
rollo de toda su vida así que se apresuró a comer y a regresar a casa.
Estephanie no era tan importante después de todo.
6
“La vida,
escribió Arthur en la pared de su habitación, es
el castigo que Dios impuso al hombre por haber pecado en el paraíso”.
Sentíase fatal consigo mismo. Sabía que el odio que sentía era para sí mismo. Debí correr tras el balón, pensaba.
Consideraba, sin embargo, a todos esos idiotas como unos hijoputas. Si fuera un poco más imbécil, se decía. Si pudiera regocijarme con la muchedumbre.
Si tuviera menos visión y fuese más corto de entendimiento. “Bienaventurados los que se
conforman con una mansión en Berverly Hills”, escribió en la pared junto a
la primera frase, con una crayola verde. Ahora lo recordaba. La crayola era
regalo de su abuela. Abuela se la había regalado hacía tantos años, cuando
crío, y venía con otras crayolas, en un tubo. Cuando las obtuvo se puso a
pintar las paredes de la casa y Madre lo regañó por ello. Ahora Arthur pintaba
las paredes de su habitación con la misma crayola de antaño. No había crecido
mucho después de todo.
Se recostó
en cama, cerró los ojos y pensó en la vida. Su vida. El futuro de su vida. No
había mucho futuro. Todos los hombres que había conocido habían logrado algo y
tenían futuro, lo que eso signifique, excepto él. Todos los hombres que conozco excepto yo, repitió para sí. Todos los hombres que conozco… Entonces
le llegó la idea: ¡él no conocía a nadie! Hablar con las personas no es conocer
a las persona. Pero sobre todo, no se conocía a sí mismo. Sabía que se llamaba
Arthur Wallace, que vivía en la calle de Malaquita número 91 y que andaba por
la vida sin un quinto, que tenía veintiocho años… pero… no sabía exactamente
quién o qué era el enigmático, así le pareció, enigmático ser que hacíase
llamar Arthur Wallace. Sabía que venía del vientre de su madre, que venía del
vientre de la Abuela, etc., pero desconocía de dónde vino el primero de los
hombres, si acaso era verdad el rollo del dios cristiano, o del Bing Bang, o
qué demonios. Y sobre todo, desconocía por qué Arthur Wallace estaba allí,
existiendo, en ese cuarto inmundo, sin poder llegar a nada que no sea el
fracaso. Sí, se dijo, he comenzado por el final. Lo primero es
descubrir quién soy. ¡Quien soy!
II
¿Quién era exactamente Arthur Wallace? A Arthur Wallace le
conocí en la preparatoria y antes de que el cabronazo se suicidara yo pensaba
como él. Arthur Wallace se quitó la vida el pasado 24 de enero de 2010. A su
memoria tengo poco que decir, excepto que era un chico estupendo. Era, a pesar
de la opinión pública (que generalmente no sabe nada), un chico con seso. Era
un filósofo. No uno de esos que se leen en libros, sino un filósofo de verdad.
Era capaz de mirarte y saber acertadamente que te pasaba por la cabeza. Como si
él, siempre, ya hubiese pensado alguna vez, ya hubiese sentido alguna vez, todo
eso que tú piensas y sientes ahora. Porque Arthur Wallace era un explorador de
sí mismo, y con ello, del ser humano, y pasó muchos años de su vida buscando
hacia dentro. A los ochos años se hizo poseedor de una verdad. Verdad que lo
llevó al suicidio: nada tiene sentido.
La pregunta
que Wallace persiguió los últimos días de su vida es una pregunta que la
mayoría de nosotros nos hemos hecho, ¿quién soy? Arthur la llevó hasta el
extremo, sin miedo a tocar los límites y sacrificando su existencia por el
conocimiento de la verdad. Pocos filósofos han llegado tan lejos en la práctica
de sus especulaciones. Cuando la depresión me viene suelo pensar: ¿quién era
Arthur Wallace? El cabronazo salva mi vida. Sé como él, que la vida no vale
nada. Sin embargo, soy cobarde y soy curioso, y quiero estar seguro que si no
vale nada, lo mismo da seguir en ella que no. Arthur era un gran hombre, de eso
no cabe la menor duda.
P.D.
La tumba de Arthur Wallace se encuentra en el panteón
Jardines del recuerdo, donde lo enterraron sus padres. El panteón se ubica en
el municipio de Tlanepantla, en la calle San Rafael. La tumba yace en Jardín de
la Asunción, segunda sección. Si no crees que ese chico se llamaba Arthur
Wallace, y que allí descansa en paz, te invito a que eches un ojo y te
preguntes frente a su cripta: ¿quién soy?
Bajo tu propio riesgo.
De puta madre!!!!!!!!!
ResponderEliminarPetroza...qué bueno! Y el final me encantó.
ResponderEliminarEres de los pocos autores que te atrapan el alma, te roban el corazón, te mueven el seso y te tienen de los cojones todo el bendito texto! sí soy tu tan!
ResponderEliminarsi uno se da cuenta,que no quiere ser ni un gran futbolista o la princesas del cuento que es lo normal,realmente no hay nada,la vida no ofrece mucho,uno debe intentarlo por su parte y eso desespera.
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