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Cuando conocí a Juan Ignacio Valera, en la escuela
secundaria, era un chico estupendo. Tenía un rostro angelical, era ingenuo, y
era la clase de estudiante que llega a casa con el uniforme limpio. No hay
muchos de esos, ya se sabe, uno por cada colegio. Intercambié algunas palabras
con él en el tercer grado. El destino, o el sistema institucional que no
comprendíamos, nos colocó a ambos en el aula 401-C. Yo no tenía muchos amigos y
Juan Ignacio Valera no tenía uno sólo, así que intercambiamos algunas palabras
y éramos lo más cercano a un amigo que teníamos. Luego, el destino o la vida, o
lo que sea, nos separó. Terminamos los estudios secundarios y partimos por
caminos diferentes. No volví a mirarlo hasta 2009. Donde el destino o a la mano
de Dios, o la vida o el azar, nos acercó…
No le reconocí. Entré al bar
tomado de la mano de mi novia, una niña de dieciséis años que en ese entonces
era mi novia. Tremenda tía. Yo le sacaba sus buenos siete años. Tomé una mesa,
ordené un par de cervezas, y antes que las cervezas, llegó Juan Ignacio Valera,
irreconocible. ¿Petrozza?, preguntó tímido. ¡Dios, no lo reconocí! Nadie le
hubiese reconocido. ¡Ni su madre! Tenía frente a mí a un tío con el rostro
deshecho. Con el rostro cubierto de un acné atómico. El rostro angelical del
muchacho secundario se tornó demoniaco. Tenía los dientes amarillentos. Como
granos de elote cocido. Iba despeinado y parecía no haber entrado a una
peluquería hace años. Y tenía todos esos cráteres en la cara. Soy Juan Ignacio
Valera, dijo apenado. Notó el asombro en mi cara y el horror en la cara de mi
novia. Entrecerré los ojos para enfocarlo mejor. Era un monstruo y yo no recordaba
conocer a ningún monstruo. ¡Valera!, dije, hombre, ¿cómo estás? No contestó.
Era evidente: ¡estaba jodido! Lo mirabas y lo sabías. Bastaba mirarlo para
saberlo: este hombre anda sin blanca y sin autoestima. ¡Jodido! En toda la
extensión de la palabra. Estreché la mano de Valera, una mano flaca, sin
energía y fría como la mano de un cadáver. Lo invité a tomar asiento. Juan
Ignacio Valera, dije a mi novia, un amigo de la adolescencia. Mi novia sonrió
incómoda y evitó estrechar la mano de Valera. Lo dejó con la mano al aire. Pero
Valera debe estar acostumbrado, pensé al mirar la rapidez con que llevó la
diestra a la mesa, casi simulando que su intención no fue dar la mano. Llamé a
la mesera del lugar, ordené una cerveza oscura para mi amigo y le pedí a Valera
que contara su vida los últimos años.
Ignacio comenzó la perorata
mientras yo encendía un cigarrillo. Le ofrecí uno, interrumpiéndolo. Se negó.
El asma, dijo. Coño, pensé, realmente está jodido. Asentí con la cabeza y
continuó con el rollo de su vida los últimos años. Trabajo en… un supermercado,
dijo, como almacenista… por las noches. Tardaba mucho en hablar. Pensaba cada
palabra. Ignacio laboraba en el almacén de un supermercado, por las noches, y
ganaba cuatro mil pesos mensuales. Sin embargo, estaba roto. Gastaba más de la
mitad de sus ingresos en cremas y tratamientos para… para… dijo, Valera
señalándose la cara. Ya, dije, entiendo. El rostro de Valera era un verdadero
desastre. Tenía erupciones del tamaño de una nuez. De una gran nuez. Por toda
la cara y todo el cuello. Había cambiado mucho desde la última vez que lo vi.
Me dediqué a observarlo un buen rato. La forma de su cráneo, el cabello, todo
había cambiado mucho. Todo se había pervertido. Todo excepto una cosa. ¡Los
ojos! Los ojos de Valera continuaban siendo un profundo mar oscuro. Un profundo
y oscuro mar de tristeza. Si yo fuera él, pensé, no saldría a la calle. Valera
tenía cojones. De algún modo el cabronazo tenía cojones. Por las mañanas bebo y
escribo, dijo Ignacio continuando su rollo personal. ¡Escribes!, exclamé, y conté
de mi carrera literaria. Una chorrada de carrera, pero el intento se hace,
dije. Juan Ignacio Valera resultó ser poeta. Escribía para una revista
independiente al norte del país. Tijuana, o algo. Me invitó a colaborar en la
publicación. Le advertí: no soy poeta. No importa, dijo, también publican
prosa.
Mi novia me susurró al oído:
debemos irnos. No quería una bronca con ella y me despedí de Valera.
Intercambiamos número y direcciones y prometimos mandarnos un poco de nuestros
trabajos literarios. Y vernos en alguna ocasión para comentar aquello.
Al salir del bar mi novia
exclamó: ¡maldición!, ¡lo siento!, ¡no pude soportarlo!, es demasiado para mí.
La reñí por ser tan insensible. ¡Sabes cuántas personas deben pensar lo mismo
que tú!, ¡y lo difícil que debe ser la vida para el desgraciado de Juan
Ignacio! Ella bajó la cabeza aceptando mi argumento pero no cambió de opinión.
Debo reconocer que mirara a Juan Ignacio exigía control mental. No podías
mirarlo sin que se te revolvieran las tripas. Sin pensar en la Bestia de La
Bella y la Bestia o en un perro con sarna, o los leprosos que curó Jesús, el
Jesús de la Biblia, o en el mismísimo Satanás.
2
Recibí una serie de poemas del poeta Juan Ignacio Valera
tres días después del encuentro. Estaban bajo la puerta de mi casa, en un
sobre, sin dirección ni remitente, lo que suponía que los había echado él
mismo. Los puse sobre la mesa y salí corriendo al tragamonedas más cercano.
Marqué el número de Valera. Lo anoté en una servilleta, y como no había mudado
de pantalón hace tres días, la servilleta seguía metida en el bolsillo
izquierdo. Bueno… ¿Valera?... Petrozza, hombre, recibí tu sobre… No, aún no leo
nada… Bien… ¿Dónde estás?... ¡Dónde! El cabronazo estaba en la esquina de la
calle de mi casa. Dejó el sobre recién sin atreverse a llamar a la puerta. Lo
invité a venir. ¡Lo obligué a venir! No quería. Estaba apenado de antemano por
lo que yo pudiera pensar de sus poemas.
Lo recogí en la esquina. Se
excusó de no llamar a la puerta. Escuché… un ruido, dijo, y… no quería… ya
sabes… interrumpir… En efecto, mi novia estaba allí. Y en el momento exacto en
que Valera llegó, ella y yo mirábamos una película tres equis en la portátil de
mi novia. Las paredes de la casa eran de papel, debió salir el ruido hasta la
calle. Bueno, dije, no importa, hombre, ya estás aquí, pasa. Pero…, dijo, no
estás… solo y… no sé… ¡Coño, dije, no importa, pasa, pasa! Pasó. Mi novia
estaba por ahí, haciendo cosas, recogiendo ropa y escombrando. Cuando miró a
Valera dentro de la casa soltó un gritito. ¡Hola!, dijo en medio segundo, y en
otro medio segundo estaba encerrada en la habitación. Vaya, dijo Ignacio, será
mejor que vuelva otro día. Lo dijo y ya caminaba hacia la puerta. Me paré
frente a él y empujándolo del pecho lo llevé hasta el sofá. Nada de eso, dije,
¡siéntate! Literalmente lo eché al sofá. ¿En las rocas o con agua?, pregunté.
Ignacio no entendió la pregunta. El whisky, dije, ¿en las rocas o con agua? En…
las rocas, contestó al fin. Puse dos whisky en las rocas. Tomé el sobre con los
poemas y me senté a lado de Juan Ignacio. El pobre estaba mudo. ¿Quieres que
lea ahora o prefieres que lo haga después? Alzó los hombros, indiferente. Tomé
el primero. Leí. Era un poema de amor. No era como todos los poemas de amor, no
señor. El poema de Valera era un verdadero poema de amor. Se leía a un hombre
terriblemente enamorado. Un mártir del amor. Era bastante realista. El poeta,
enamorado de María José, la describía monumentalmente bella e inalcanzable.
Cerraba con una resignación total a amar en la distancia. Ya, dije, ¿quién es María
José? La respuesta fue certera. María José son todas las mujeres, contestó
Valera. Era sencillo. Para él todas las mujeres debían lucir inalcanzables. Di
un trago al whisky y tomé otro poema. El segundo poema iba sobre la incapacidad
de entrar en sociedad. Éste me pareció familiar. Una marginación forzada y un
anhelo de compartir, y un anhelo de encajar en algún sitio. No pude continuar.
Valera me sumergía en una depresión terrible (nótese que leía los poemas y
tenía a mi lado a ese hijoputa, con el rostro molido) y yo ya tenía suficiente
con mis depresiones personales. Los poemas eran buenos. Muy buenos. Excelentes.
Puse la mano sobre el muslo de Valera y le dije: hombre, eres grande. Sonrió.
Con un ligero orgullo que no se permitía a menudo, sonrió. Una sonrisa
melancólica y fugaz. En eso, salió mi novia de la habitación. Ignacio se
levantó de un salto. Espantado. Pasó por detrás de nosotros y se metió al
cuarto de baño. Valera la saludó con un hola que se estampó en la puerta del
baño que mi novia se apresuró a cerrar. Debo irme, dijo exaltado. Calma, dije,
no tienes por qué, te mostraré un par de textos míos… No, no, dijo, de verdad…
debo irme. No lo detuve.
3
Mi tercer encuentro con el poeta Valera se produjo en La
Puerta Negra . Un bar de mala
muerte que prefiero por su ausencia de clientela. Y por la flexibilidad de su
horario: nunca cierra su negra puerta. Ordenamos un par de birras y le mostré
algunos textos míos. Leyó con suma atención. Como si se tratara de textos
sagrados. Entrecerraba los ojos y guiaba su lectura con el dedo. Reía en
algunos pasajes y en otros exclamaba: ¡oh! Cuando terminó de leer quería
llorar. Ya, dije, cierto, mi vida es una mierda pero no es para tanto, lo
disfruto de algún modo (los textos que mostré a Valera eran autobiográficos).
No, dijo Valera, tienes una vida maravillosa. Aludía a mis encuentros sexuales con tías
del bajo mundo . Lo confesó
entre sollozos: ¡soy virgen!, dijo. No me costó creerle, con esa cara, pensé.
Enmudecí un par de segundos. Di un trago a la cerveza y encendí un cigarrillo.
Valera me lo contó: el acné brotó al comenzar la preparatoria y aunado a su
extrema introversión, jamás había logrado follar a alguien. Primero la timidez,
dijo, y luego… luego… Ya, dije, entiendo. Hice memoria mental de todas las mujeres con que yo había estado, las
novias, las guarras y las prostitutas, y aunque siempre consideré aquello como
una desgracia; no terminaba de salir de una mujer cuando ya me esperaba otra; y
todas, TODAS, siempre locas y terribles, me compadecí de Valera. Su abstinencia
y mi promiscuidad eran polos opuestos del mismo Infierno: el Infierno del sexo
opuesto. No importa cuánto lucháramos en contra. Cuánto nos resistiéramos. Para
mí había inevitablemente otra mujer, otra bruja, otra puta
de mierda y otro
tormento. Para Valera siempre estaba el rechazo, infinito rechazo,
inevitablemente y sin importar cuánto luchara o se resistiera. Así que tanto él
como yo dejamos de luchar. Yo tomaba lo que la vida me daba y él ya ni siquiera
intentaba un ligue. Sin embargo, yo prefería meter la polla en una bruja que no
meterla en nadie. Cualquiera hubiese escogido estar en mis zapatos antes que
andar descalzo como Valera. Tomé la decisión impulsivamente. Miré fijamente los
ojos de Valera, puse la palma de mi mano sobre el dorso de la mano de él, y le
dije, hombre, yo te voy a ayudar. Vamos a terminar con tu maldita virginidad.
Nadie, dije, ningún ser humano, ni el más perverso o el más maldito del
universo merece la pena de la virginidad perpetua. ¡Ningún hombre ni ninguna
mujer! Ignacio me miró mudo, impresionado y emocionado como un niño al que
prometen llevar a Disneylandia.
4
Juan Ignacio llegó a mi casa puntualísimo. Al dos de la
tarde como quedamos. Yo aún dormía. Con la modorra encima lo recibí. Vestía una
playera deslavada y texanos azules. Lo miré de pies a cabeza, chasqueé la boca
y dije, no, no, no. Valera pasó y se echó en el sillón. Tenemos que empezar por
el principio, dije. Fui a mi habitación y regresé con una camisa de manga larga
y un pantalón de vestir. Se los aventé a Valera y le pedí que se probara eso.
Tomó la camisa con las puntas de los dedos y la examinó como a un objeto de
otro mundo. No la mires, ¡póntela!, dije enérgico. Se levantó. Se quitó la
playera y… ¡Dios!, esto era más grave de lo que pensaba. El acné le cubría toda
la espalda y parte de los laterales. Bajaba por el cuello y los hombros como la Mancha
Voraz . Tuve que ir a la
cocina y servir dos whisky en las rocas para no mirar aquello. Cuando regresé
Valera estaba vestido. La camisa le sentaba bien. Quiero decir, todo lo bien
que una camisa puede sentar a un puto orco . No mostré mi desánimo. Ten, dije a
Valera estirándole un vaso con whisky. Lo tomó, dio un sorbo, y puso el vaso en
la mesa de centro. Daba vueltas sobre su propio eje, extrañado y a la vez
fascinado de sí mismo. Bueno, galán, dije, lo segundo es un buen corte de
cabello. Asintió. ¿Traes para pagar un corte?, pregunté. Asintió de nuevo.
Perfecto, dije y salimos.
Después de aquella trágica
escena comprendí por qué Valera no se cortaba el cabello. No era rebeldía.
Entramos a la estética más cercana, que era una estética popular, y las
cabronas estilistas, todas, fruncieron los labios al mirar entrar a Ignacio.
Cuchichearon entre sí. Pegaron el grito en el cielo (mentalmente) cuando
sus miedos se hicieron verdaderos: sí, el corte sería para el muégano.
Murmuraron entre sí. Se agruparon en la esquina, una esquina que las sacaba de
nuestra vista. Las imaginé jugando piedra-papel-o-tijera para decidir quién sería la
infortunada. Finalmente una de ellas, la más joven, y que tenía un culo apenas
sabroso, indicó dónde tomar asiento a Valera. Ignacio obedeció apenadísimo. Yo
me senté en la barra de espera, tomé una revista y fingí leer mientras le
miraba el culo a la chica, que luego de mirarlo me pareció un culo precioso y
bastante deseable. ¿Chica, cómo te llamas?, pregunté desde la barra. Fue una
pregunta sin fundamento. Fuera de lugar. ¿Yo?, preguntó señalándose. Sí, tú,
dije. María, contestó como si la pregunta fuese la cosa más extraña del mundo.
Ya no dije nada. La dejé hacer lo suyo. María cubrió el cuello de Valera con
extremo cuidado de no tacarlo. Trabajó a Valera con la punta de los dedos.
Hacía muecas de asco sin evitar que Valera la mirara por los espejos. Tijera en
mano preguntó: ¿cómo lo voy a cortar? Valera no supo qué contestar. Me
levanté, me acerqué a María y le indiqué lo cortara como yo. O sea, corto,
peinado hacia atrás y relamido. Como casco de ciclista. Me pasé las manos por
la cabeza enfatizando la dirección de mi cabello en un estúpido intento de
seducir a María. María ni me miró. Se puso manos a la obra y yo regresé a
mirarla desde la barra.
El pobre de Juan Ignacio
sufría todo el tiempo. Era una prueba dura a su autoestima. Una paliza a su
autoestima, mejor dicho. Comenzó a sudar. A sudar en serio. Las tetas de María
quedaban tan cerca de la cara de Valera que estoy seguro el cabronazo tuvo una
erección. Y María, aunque un tanto india, era una mujer perfecta para un acostón
en la bodega del local, o en el baño del local. El sudor escurría por la frente
y por las sienes. Las gotas, gruesas, surfeaban el empedrado camino. Así estuvo
un buen rato. La cosa no iba tan mal después de todo. Hasta que María cometió
un error fatal. Rasgó descuidada uno de los granos de Valera, con la cola de
ratón de las tijeras, y lo reventó. Sudor, sangre y pus escurrían de la mejilla
de Juan Ignacio. Al verlo, María dio un brinquito y se llevó las manos a la
boca. Lanzó un grito ahogado. ¡Una servilleta!, grité corriendo al sanitario.
Una señora, la encargada o algo, me interceptó a medio camino y me estiró papel
higiénico. ¡Para mí no, dije, para él! Como sea, tomé el papel y lo estampé en
la mejilla herida. Valera se puso la mano sobre el papel y presionó con fuerza.
Evitando la hemorragia. Estaba rojo de vergüenza. Como un jitomate. Como un
jitomate lleno de plaga. Para ese entonces María ya estaba en la esquina del
local, la esquina que no pueden ver los clientes, lloriqueando y chismeando con
las otras estilistas. Todo el mundo nos miraba a Valera y a mí. Me
hicieron parte de la desgracia. Todo el mundo quiere decir todas las empleadas,
no había nadie más. Nos miraban como a parias. ¡Vamos, dije a todas ellas pero
sin dirigirme a ninguna, no es para tanto, es sólo un poco de pus! Lanzaron
grititos y gemidos de repulsión. Ninguna de ellas se atrevía a salir del
rincón. ¡Qué pasa!, exclamé, no tenemos todo el día, vamos, terminen de una
buena vez. Valera no retiró el papel, lo dejó pegado a su rostro. Lucía de
pena. Ridículo y humillado. La tensión se calmó. María salió y continuó el
trabajo.
Pasaron algunos minutos de paz
hasta que llegó el turno de rasurar. María lo sabía, Valera lo sabía, yo lo
sabía y todas lo sabían. Rasurar a Valera implicaba rebanar cientos de granos.
Como rayar queso. Pero no era queso. Eran cúmulos de porquería. María miraba el
cuello navaja en mano. No se decidía a empezar. No sabía por dónde empezar.
Aquello lastimaría a Valera y sería un tormento para ella. ¡Así está bien!,
grité desde mi lugar. ¡Así está bien!, ya se rasurará en casa. María suspiró y
echó la navaja al cajón. Pasar la escobilla para limpiar de cabellos sueltos el
rostro de Valera también era de pensarse. Las cerdas de la escobilla podían
reventar algún cráter y se ensuciarían de sangre. ¡Así está bien!, dije
adelantándome cuando miré a María tomar esa cosa. Ya se duchará luego, agregué.
María levantó las cubiertas del cuerpo de Valera y éste le entregó la pasta por
el servicio. Iba a darle una propina de veinte pesos. Lo detuve. ¡Así está bien!,
grité antes de que el billete saliera de la billetera, así está bien, ya le
dará otro cliente bien tratado. Valera lo entendió, no íbamos a dejar propina a
una empleada que le hizo sentir como a un marginado. María no puso objeción
ninguna. Lo único que desea, pensé, es que nos largáramos de allí. ¿Dónde
tienes el gel, linda? Pregunté a María y me indicó un estante. Acto seguido, se
refugió en su maldita esquina. No pondría el gel a Valera. Así que lo hice yo.
Cogí el gel y cogí un peine y lo peiné. Listo, galán, dije, ya estás. Y salimos
de allí con el estómago revuelto de coraje. Valera aún tenía el papel higiénico
en la jeta. Quítate eso, cabrón, le dije y lo hizo. Tienes que ser fuerte,
dije a Valera. Valera, casi chillando, respondió. ¿Fuerte? ¡He sido fuerte toda
mi puta vida! Caminábamos aprisa. Ya dije, pues continúa siéndolo.
5
Nuestro primer y rotundo fracaso ocurrió en un bar del
centro de la ciudad. Lo llevé allí porque yo sabía que a ese bar asistían un
montón de hembras guarras. Tan putas que se acuestan con el primer hombre que
se los proponga. He mirado a hombres realmente feos salir emparejados de allí.
No podíamos fallar. En ese lugar las mujeres se alcoholizan y no son capaces de
distinguir un hombre de un orangután. Mujeres ávidas de sexo. O ávidas de
cariño que confunden con el sexo, es igual, ávidas de un pene erecto. Tías más
putas que la Gran
puta de Babilonia. No podíamos fallar. Pues bien, fallamos…
Entramos al bar, compramos
algo de beber y cuando estuvimos en el punto exacto; el punto donde el alcohol
te convierte de una mierda sin coraje en un valiente caballero, busqué un par
de víctimas. Las encontré sin dificultad. Eran un par de chicas solas. Una de
ellas con tremendo culo y la otra con tremendas peras. La combinación de ambas
hubiese sido una de esas muñecas del cuento
vaquero. Pero no se puede esperar todo de esta puta vida. Se las mostré a
Valera y estuvo de acuerdo en que eran un buen par. Elijo la culona, dije, y
también en eso estuvo de acuerdo. Para él cualquier cosa con vagina estaba
bien. Bueno, colega, le dije, yo voy primero, cuando te haga la señal, te
acercas. Caminé hacia ellas decidido y antes de llegar, Valera me detuvo. Me
cogió del brazo. Lo miré. Estaba nerviosísimo. ¿Qué pasa?, pregunté. ¿La
señal?, dijo, ¿cuál es la señal? Reí al escuchar aquello. No sé, dije, la
señal, ya lo sabrás, no hay pierde. Pero Valera era un pelado inseguro hasta la
médula. Insistió en establecer una señal certera, reconocible y secreta. Dios,
dije, no lo sé, ¿te parece bien si me rasco la ceja izquierda un par de veces,
dejo un espacio, la rasco de nuevo, paso a rascar la punta de la nariz, doy
tres vueltas sobre mi propio eje, pego un grito de guacamaya, doy un brinco de
siete centímetros, bailo la Macarena , aplaudo la secuencia aplauso-silencio-aplauso-aplauso-silencio-aplauso-silencio-silencio-aplauso,
y termino con un: ¡Valera, ven!? Lo dije bromeando, por supuesto. El gilipollas
de Valera me dijo asustadísimo: ¿un grito de guacamaya?, ¿Cómo gritan las
guacamayas? ¡Hazlo para que pueda reconocerlo! El pobre estaba tan nervioso que
no se daba cuenta de su estupidez. Todo ese tiempo no me soltó el brazo. Me
solté por la fuerza y caminé firme hasta las hembras. Iba a llegar a ellas
cuando me tomaron del hombro. ¡Era Valera! ¡AHORA QUÉ!, dije regresando a donde
estábamos, no quería que las presas escucharan al idiota de Valera. Petrozza,
me dijo… ¿estás… seguro que ellas… querrán… ya sabes… conmigo? Mira compadre,
le dije, estas chicas se acostarían contigo o con un palo de escoba por igual.
Me miró temblando. Asintió con la cabeza tratando de convencerse a sí mismo.
Dime una cosa, dije, ¿eres capaz de follar a estas mujeres mejor de lo que las
follaría un inanimado palo de escoba? Dudó. Yo también lo dudé. Decenas de mujeres
me han dicho: lo paso mejor masturbándome que con un hombre encima. Vale, dije,
sé que lo harás, confía en ti. Valera asintió tímidamente con la cabeza. Lo
entendí. Era pedir demasiado. Ya, dije, mejor confía en mí, ¡lo harás bien!
Asintió otra vez.
Llegué a ellas por detrás.
Hola, guapas, ¿cómo están, por qué tan solas? Ambas me miraron sonriendo.
Estaban borrachas. Yo lo estaba también. Cuando las personas están ebrias la
cosa es más fácil. Me alegré por Valera. Quizá no noten el acné, pensé. No
habían pasado dos minutos cuando yo ya estaba sentado con ellas acariciando la
pierna de Clara. Se llamaban Clara y Raquel. Clara era la mía, la del bote
monumental, y Raquel era la de las tetazas. Ignacio me miraba desde la esquina
babeando como un San
Bernardo . Dije algunas
galanterías a Clara para enfatizar que yo iba con ella, y para no dejar fuera a
Raquel dije: vengo con un amigo. Raquel sonrió. Le pareció estupendo y me hizo
llamar a mi amigo de inmediato. Antes debo decir que yo realmente tenía
esperanzas para Ignacio. No eran bellas mujeres. Tenían un culo y un par de
tetas pero no eran precisamente bellas. Raquel incluso tenía el rostro marcado.
Lleno de manchas morenas que no supe adjudicar a nada sano. Pensé que no le
importaría tanto un poco de acné. Vamos, era bastante acné, pero, ¡por Dios!,
Valera la follaría con el pájaro, no con la jeta. Rondaban los treinta años… ¡y
son guarras o me dejo de llamara Martin Petrozza!, pensé. Raquel insistió
trajera a mí amigo. Todo iba saliendo a pedir de boca. Reían y me tocaban en
plan “me acostaré contigo si no la cagas”. Brindé con ellas y aproveché la
distracción para llamar a Ignacio. Levanté la mano y se encaminó a nosotros a
paso lento. Era la inseguridad encarnada. Valera, dije a las mujeres
presentándolo, un amigo y un poeta monumental. Cuando Raquel lo miró sonrió
nerviosa. No lo podía creer. Ignacio le estiró la mano. Raquel no la estrechó,
se disculpó para ir al sanitario. Clara también mostró antipatía. Me miró como
si hubiese jugado la peor de las bromas a su amiga Raquel. Jalé una silla para
Ignacio. Se sentó y todos enmudecimos. Raquel regresó en sus cinco sentidos. La
contentura o la borrachera, o la contentura de la borrachera, se le pasó. Tomó
asiento y no dijo nada. Ignacio es poeta, repetí tratando de sembrar en ellas
la semilla de la curiosidad. Se dice que las mujeres pueden mirar el alma.
Quizá con mi comentario alguna de ellas pensara en Valera como un hombre
sensible y amoroso. Pues bien, que las mujeres son capaces de mirar el alma
dentro del cuerpo es una reverenda mentira. No este tipo de mujer al menos. ¡Un
poeta de los buenos!, insistí sin lograr mi objetivo. Dudo que ellas supiesen
siquiera qué es un poeta. ¡Escribe poemas!, dije emocionado. Nada, ni Clara ni
Raquel dijeron nada. Las tías dieron un trago a sus cervezas. Un trago con
asco. La sola presencia de Valera les amargaba el trago. Encendí un cigarrillo.
Me explayé con la historia de cómo conocí a Juan Ignacio allá en la secundaria
y de cómo era un chico fenomenal. Ignacio se agarraba a sus rodillas para no
perder el control. Se agarraba con fuerza. Tranquilo, hombre, le dije dando un
puñetazo a su hombro. Entonces, de la nada, Clara y Raquel tuvieron un
compromiso importantísimo, o una emergencia familiar, o una tarea que no puede
esperar, o lo que sea. Un motivo enrome para largarse del bar. Vale, nenas, les
dije antes de que se largaran, siempre podemos vernos en otra ocasión… ¿tienen
móvil?... ¡nenas! Me ignoraron. Se largaron y nos dejaron como a un par de
pobre diablos.
Eludiendo la
realidad Valera comenzó a platicarme de la revista a la que enviaba los poemas.
Le seguí el juego. No mencioné nada de nuestro fracaso. La revista se llamaba
Letras del Norte, aunque publicaban escritores de toda la República. Es una
revista independiente. dijo Valera, la edita Gustavo Zárate, escritor
regiomontano. Salió a la venta hace año y medio y es un éxito rotundo; en el
mundo subterráneo, claro, agregó Valera; estoy seguro que te publican. Ya, dije
dando un trago a la cerveza. Zárate es amigo mío, continuó Valera, lo conocí en
un recital de poesía aquí en DF. Le hablaré de ti y seguro te publica, tus
textos son excelentes. Ya, dije, muchas gracias. Posees una narrativa fluida,
sólida, directa y que llega a las entrañas. Sí, dije, muchas gracias. Zárate es
una estupenda persona, siguió. Yo estaba harto de todo eso. Valera podía estar
acostumbrado a controla el ímpetu pero yo no. Necesitaba meter la cosa en algún
chocho urgentemente. Mientras él hablaba y hablaba sobre lo seguro de una
publicación mía en aquella revista de mierda yo me dediqué a buscar nuevas
presas. Eran las seis de la tarde y ya todas las mujeres, las que llegaron
solas y las que no, estaban acompañadas. En grupos o en parejas. Descarté
primero a las que se besaban con algún cabrón. Luego descarté a las que no se
besaban pero parecían estar a punto de hacerlo; a las parejas. Me concentré en
los grupos. Si el grupo contenía un número equitativo de elementos, es decir el
mismo número de chicas y chicas, lo dejaba como segunda opción; probablemente
era un grupo de parejas y yo definitivamente no deseaba una pelea. De los
grupos dispares eliminé los que tenían un alto contenido de mujeres feas. Al
final de dicho proceso me quedó sólo un grupo. Era un grupo de tres mujeres y
dos hombres. En el peor de los casos al menos una de esas tres mujeres estaría
disponible. De las tres mujeres una era bonita, otra aceptable y otra era
obesa. Pensé que eso estaba muy bien. Yo iría por la bonita y Valera tenía dos
oportunidades. Quizá la gorda le acepté, pensé. Puedes enviar tu texto de Carolina , escuché decir a Ignacio cuando
regresé la mente a la conversación. Es un texto magnífico, decía, estoy seguro
que a Zárate le encantará; él mismo tuvo una novia posesiva como Carolina y… Hombre,
interrumpí, ¿ya viste aquellas chicas? Valera no daba con ellas. Las de allá,
dije, las que están junto al tío del tatuaje, allá, ¿las ves?, ¿quieres
intentarlo de nuevo? No lo sé, dijo, quizá… no sea… buena idea. ¡Vale, hombre,
exclamé, no puedes rendirte al primer no! No es mi primer no, contestó, es mi
no millón y medio. Reí. Valera se mordió el labio. Vamos, dije no hagas eso, ya
tienes suficientes llagas como para… Me callé. El comentario no levantaba los
ánimos y yo de verdad quería intentarlo de nuevo. Bueno, dije, ¿vas o te
quedas? Contra toda su voluntad Ignacio se levantó de la silla y me
siguió.
Saqué un cigarrillo de la
chaqueta antes de llegar al grupo. ¡Venga, chicos!, dije llamando la atención
de todos, ¿alguno tiene fuego?, pregunté cigarrillo en boca. Nadie me miró.
Todos miraron detrás de mí. A Ignacio. Venga, dije, acá, ¡fuego! ¿Alguno de
ustedes tiene fuego? Uno de ellos, uno delgado como un palillo, me estiró
lumbre. Encendí el cigarrillo y echando el humo de la primera bocanada pregunté
si venían seguido por aquí. Nadie me respondió. No quitaban la mirada de encima
de Ignacio. Comenzó a ponerse nervioso. Sudaba a mares. Este es mi amigo
Valera, anuncié abrazándolo, es poeta, tremendo poeta. A nadie le importaba que
Valera fuese poeta. La chica bonita me miró un segundo y la miré ese segundo y
le sonreí. Desvió la mirada y no volvió a mirarme. La cosa comenzó a ponerse
tensa. Estábamos haciendo el ridículo. Allí parados, ambos, con las miradas de
esos mudos espectadores que no sabían qué hacer ni qué decir pero que no podían
dejar de mirar la jeta de Valera. Y yo tratando de llamar la atención con
algo. El hechizo se rompió cuando uno de ellos dijo algo a otro de ellos y luego
todos se dijeron algo, entre ellos, y Valera y yo quedamos fuera. Tomé a
Ignacio del brazo y lo saqué. Era un talismán de mal agüero. No se lo dije,
claro. Le dije: no te preocupes, hombre, aún nos queda toda la noche para
encontrar un polvo. Pero Ignacio ya no tenía ánimos.
6
Valera llegó a mi casa el martes siguiente. Quedamos para
revisar los textos que enviaríamos a Letras del Norte. Llegó con un montón de
sobres, estampillas, lápices y hojas blancas. Puso todo eso sobre la mesa y
dijo: manos a la obra. La actitud que adoptaba Ignacio ante el trabajo
literario distaba mucho de la actitud que adoptaba ante la vida en general. Era
lo que comúnmente se denomina: un ñoño. Llevaba un inventario minucioso de sus
poemas. Anotaba fecha y hora (quiero saber a qué hora tengo más inspiración,
dijo) en que fueron escritos, a qué medio impreso los envió, fecha y hora del
envío. Género, tema, sub-tema, extensión de estrofas, versos, palabras, letras
y caracteres. ¡Una locura! Extendió decenas de hojas sobre la mesa, todas
llenas de poemas. Lo hacía con una seguridad increíble en él. Seleccionó tres
textos, los metió cada uno en un sobre diferente. Arrancó una pegatina de un
paquete de pegatinas, la colocó en el sobre y en ella escribió algunos datos.
Nombre del poema, del autor, dirección, remitente, etc. ¿Por qué no escribes
directamente en el sobre?, pregunté. No quiero ensuciar el sobre, respondió
como si fuera la cosa más obvia. Qué mamón, pensé. Tomó un timbre postal y…
¡espera! , antes de eso me pidió un vaso con agua. No quería un vaso con agua
para beberlo. Mojó la punta del dedo índice y con ella pasó una gota de agua
del vaso a la estampilla y la pegó en el sobre perfectamente paralela a las
líneas del perímetro del rectángulo. Hacía todo eso con la precisión de un
cirujano. Dios, dije, para qué me haces traer el vaso, ¿por qué no la
ensalivaste? No quiero ensuciar la estampilla, dijo. Mierda, exclamé. Valera
podía descuidar su aspecto personal al grado de dar lástima pero era
condenadamente limpio y ordenado en su trabajo. De pronto me llegó la
idea. ¡Maldición, dije, estamos en 2009, manda un correo electrónico! Nada de
eso, dijo, hay que ser profesionales. Vamos, respondí, ser arcaico no es ser
profesional. A Valera no le importó mi comentario. Terminó de meter los poemas
a los sobres. Recogió todo y dijo que era mi turno. Me pidió los textos. Traje
sobres y estampillas para ti, dijo. Bufé. ¡Sobres y estampillas!, los enviaré
por Internet, dije. No me lo permitió. Me hizo traer los textos y enviarlos por
correo tradicional.
A diferencia de Valera yo era
un desastre. Ni siquiera sabía dónde estaban los malditos textos. Me puse a
buscarlos en la cocina. Deben estar por aquí, dije. ¿En la cocina?, preguntó
Ignacio sorprendido. No, dije, por aquí en la casa. Deben estar dentro de esta
casa. No los he sacado. Creo. ¡Aquí están!, gritó Valera. Estaban sobre una de
las sillas del comedor. ¡Cómo supiste!, dije. Lo había encontrado rápido, como
si supiera. Supuse que por más desordenado que seas necesitas una mesa para
escribir, dijo, y si escribes en la mesa, no podían estar lejos. La primera
posibilidad era cerca de la mesa. Ya, dije, qué puta madre. Los extendió sobre
la mesa. Eran hojas sueltas. Todo estaba revuelto. No tenían orden. No se sabía
qué página correspondía a qué texto. Tuve que leer las páginas y separarlas.
Pero a veces no recordaba a qué relato correspondía qué pasaje. Y a veces no
recordaba haber escrito todo eso. Valera, utilizando la lógica de los
argumentos narrados, me ayudó a ensamblar todo ese lío. Nos tomó más de
cuarenta minutos. Estuve tentado a abandonar la tarea. Vamos por un trago decía
yo, luego hacemos esto. Ignacio me ignoró. Estaba concentrado en seleccionar
dos textos de los siete que tenía. Finalmente tomó dos de ellos. Los metió a
los sobres, puso la pegatina y el timbre y me hizo caminar al buzón de correos
más cercano. Yo no sabía dónde demonios había tal cosa. Valera sí lo sabía. Lo
investigué antes de venir, dijo. Era un cabronazo. Me ponía los pelos de punta.
Tanta disciplina. Una vez los textos en el buzón, es decir terminada la labor,
Ignacio Valera regresó a ser el mismo gilipollas que era la gran parte del
tiempo. Se le escapó la seguridad.
Vamos, dije, es mi turno de
enseñarte algo; te llevaré a La
Merced. No lo comprendió. Yo no podía escuchar La Merced sin comprenderlo.
Cada que alguien mencionaba La Merced acudía a mi mente un maravilloso desfile
de prostitutas .
¡Prostitutas!, exclamé, ¿algunas vez has pensado en desquintarte con una
prostituta? No, dijo recobrando toda su inseguridad. Debimos comenzar por allí,
dije, anda, ¿traes plata para un par de putas? No sé, dijo, ¿cuánto cuestan?
Ciento sesenta el polvo, contesté. Hizo cuentas. Sí, dijo, tengo la plata,
pero… yo sólo quiero una. Ya lo sé dije, la otra es para mí. Ambos
reímos.
La aversión que provocaba en
las mujeres era tal que incluso las prostitutas de la más baja calaña se
rehusaron a hacerlo con él. Todas sin excepción, al verlo, se negaban a
dirigirnos la palabra. Otras exageraban el monto de la cuota y otras
directamente dijeron: no me acostaré con tu amigo. No lo podía creer.
Expresidiarios, gordos bigotones, cargadores de bulto, toda la escoria de la
ciudad acude a estas mujeres para saciar las ansias. Llegué a pensar que Valera
realmente estaba destinado a la virginidad eterna. Por mi parte me acosté con
una morena tremenda.
Cuando bajé del cuarto Valera
me esperaba en la esquina de la calle, recargado en un teléfono público de
tarjeta. Bebía un cuarto de ron directo de la botella. Yo esperaba encontrarlo
destrozado, y lo estaba, pero siguió mi consejo y se hacía el duro. No le duró
demasiado el teatro. ¿Cómo te fue, vaquero?, me preguntó en tono sarcástico, o
burlón, o envidioso. No fue tan bueno, mentí, “el sexo es una gran cosa sólo
cuando no se tiene” (C.
Bukowski). Escupió una bocanada de ron. Me salpicó el pecho y parte de la
cara. Estaba enfurecido. ¡TU NO SABES LO QUE ES ESO!, gritó a todo pulmón.
Calma, hombre, le dije, te juro por la vida de tu madre que no es la gran cosa.
Ignacio enloqueció en serio. Se tomó a sí mismo de los cabellos. Dejó la
botella de ron en la caseta de teléfono y se tomó de los malditos cabellos. ¡Y
corrió! Echó a correr hecho una bestia. No se dejaba de jalar los cabellos
mientras corría sin mirar al frente. Atravesó la avenida. ¡Mierda!, grité y fui
tras él. Pero primero cogí el ron. Lo seguí lento. Correr no es lo mío. Valera
andaba sin cuidado. Más de una vez chocó contra personas inocentes. Yo ibas
tras él. Caminaba apenas aprisa. Me detuve a encender un cigarrillo. No lo
perdía de vista. Seguí tras él. Me detenía a dar bocanadas de tabaco y de ron.
Poco a poco me sacó ventaja. Mucha ventaja. Y lo perdí. Lo último que miré de
él fue su silueta dibujar movimientos brownianos . Me olvidé del asunto y me dediqué al
ron y al tabaco. Era una botella de a cuarto. No me duró demasiado.
Terminé con el ron y caminé en
la dirección que según yo, había tomado Valera. Pensé que no lo encontraría
jamás. Lo encontré unas cinco cuadras delante. Sentado en la banqueta con las
manos en la jeta y la jeta en las rodillas. ¡Valera!, grité yendo hacia
él. No me escuchó o fingió no escucharme. Me senté a su lado. Le pasé el brazo
por la espalda y estuvimos así un buen rato. Luego, de pronto, levantó el
rostro. ¡DIOS MÍO! Fue la cosa más espantosa que jamás he mirado en persona.
¡Qué carajos!, exclamé. ¡Tenía el rostro deshecho! El muy pendejo se había
rascado los granos. Tenía la jeta hecha un licuado de secreciones. ¡Cabrón de
mierda!, exclamé dando un salto. De verdad me espanté. Ignacio me miró con sus
profundos ojos tristes, desde dentro, desde el alma, detrás de esta puta
máscara de Freddy
Krueger. Me miró unos quince segundos. No dijo nada. Lloraba. Simplemente
se levantó y me abrazó. Lo abracé también. Era más alto que yo y me llenaba el
cabello de pus y sangre pero lo abracé con todas mis fuerzas y le dije. todo
iría bien. Que todo iría condenadamente bien. Yo no sé por qué las personas
solemos decir al prójimo que todo irá bien cuando no tenemos ni puta idea. Cuando
todo ha ido mal desde siempre. Desde Adán y Eva ha ido todo mal. Le dije a Juan
Ignacio Valera que todo iría bien. Todo irá bien, maldita sea. Pero él y
yo sabíamos que su acción marcaría para toda la vida el rostro de Juan Ignacio.
Para toda su puta vida. Marcado para toda su maldita vida. Y aún así yo le
decía que todo iría bien. ¡Dios!
7
¡Aceptaron los textos!, me dijo Valera emocionado. Venía
embadurnado de una pomada que debía sanar las heridas que se provocó. El
dermatólogo se enriquecía con el caso Valera. ¡Hijoputa! Once años de
tratamiento y ninguna mejora. ¡Hijoputa! Ya, dije, qué bien. Cogieron ambos, me
dijo, cogieron los dos textos que enviaste sobre Carolina. ¡Y quieren el resto
de la historia!,
gritó al borde del éxtasis. Envié un par de textos sobre carolina, la puta de
mierda que más he amado en la vida, y aún tenía un par más y deseaban
publicarlos en Letras del Norte. ¿No te emociona?, preguntó Ignacio un tanto
desilusionado. Claro, dije, es sólo qué… ¿hemos fracasado con el asunto de tu…
Desde aquella noche donde se deshizo el rostro Valera dejó de interesarse en
perseguir el sexo histéricamente. Ya no le perturbaba su virginidad. Cosa que
por supuesto, me impactó. Para mí, el tema era delicado. Podía despertar la
locura de Valera. Podía suicidarse un día de estos. Tenía que hacerlo mojar la
brocha a como diera lugar. Él, sin embargo, lucía a la mar de tranquilo.
¿De mi virginidad?, preguntó sin inmutarse. Ya no tartamudeaba ni pensaba las
palabras segundos enteros antes de escupirlas. Sí, dije… de eso. Valera ladeó
la cabeza y me miró como mira una melosa mujer enamorada. No sé, dije, podrías
intentar con un gato. ¿Un gato?, preguntó extrañado. Bueno, dije, quiero decir…
una gata, ya sabes, la hembra del gato. Ignacio estalló en una carcajada sonora
y sincera. ¡Estás loco!, dijo, no me digas que tú… ¡No!, dije, yo no, jamás,
pero, digo, hombre, tu caso es más complicado. No te preocupes, dijo, el
problema está resuelto. ¡QUÉ!, dije. Ya te diré en su momento, dijo,
primero quiero que veas esto. Ajá, dije
pensado en cómo demonios estaba resuelto el problema de su virginidad. Pensé y
pensé. Valera me explicó: tu primer texto, Te amo , será publicado el 17 del próximo
mes. Valera tenía todos esos datos escritos es una carta que Gustavo Zárate le
envió. Zárate debía ser tan puñeteramente meticuloso como Valera, digo, para
contestar sus cartas con cartas de verdad y no electrónicas. Y en la
carta venían todos los datos exactos de las publicaciones. Datos que Ignacio
transcribía a su maldita agenda repleta de cosas. Venía allí el día preciso de
la publicación, la página, el espacio, la tipografía en que sería publicado el
texto, el número de ejemplares a imprimir, el color de la tinta a
utilizar (blanco y negro), etc. Era una cosa de locos. Ninguno de eso datos
servía de algo al escritor. Pero Valera transcribió todo eso a su agenda y
luego a una hoja que me regaló. No puse objeción alguna. Doblé la hoja y la
metí al bolsillo de la camisa sabiendo de antemano que se quedaría allí hasta
que se saliera sola o hasta el agua la deshiciera al lavar la camisa, o hasta
que el papel se biodegradara. De todos modos agradecí a Ignacio Valera. Era un
tío maravilloso. El siguiente texto, continuó Valera, será publicado el 17 del
bimestre siguiente. Ajá, decía yo con falso interés. Y según lo que me cuenta
Zárate, dijo, con quien mantengo dos correspondencias, una laborar y una personal
(ñoño de mierda, pensé), están interesados en abrir la sección Novela por
folletín, y, adivina… ¡te consideran para ser el precursor de dicho proyecto!
Pero no es un hecho, señaló, falta la opinión del Consejo Editorial. Sin
embargo, con Zárate de nuestro lado (dijo “de nuestro lado”) tenemos grandes
oportunidades (dijo “tenemos”). Verás que todo irá bien (dijo “verás que todo
irá bien”). Sentí un cariño profundo por Ignacio Valera. Me detuve a
observarlo. A mirar sus ojos. Y supe que Valera era un ser maravilloso y bello.
Por un segundo el rostro garapiñado de Valera me pareció el rostro más precioso
del universo. Era estético y hermoso. Valera deseaba darme más explicaciones
sobre la revista y aquel rollo de las publicaciones pero lo detuve. Me levanté
de la mesa y corrí a darle un abrazo. No se lo esperaba. Lo abracé por detrás y
le dije al oído: Valera, eres un hombre hermoso, no lo olvides, hombre, ¡eres
un maldito galán de telenovela! Lo tiré de la silla. Valera reía como un niño y
me tiró también. Era más grande que yo y terminé con él encima de mí.
Jugueteamos un buen rato. Canalla, le decía yo, ¡ya verás la paliza que te doy!
¡Seré yo el que te dé una paliza, flaco!, decía Valera. Y reíamos como los
niños de secundaria que alguna vez fuimos. Y reímos y reímos como locos orates
de infancia. Como paridos en la misma camada. Como Camaradas. Como hermanos.
Como dos putos humanos que no se miran el rostro. Como hijos de Dios.
EPÍLOGO
Valera prometió explicarme el porqué de su nueva postura
desinteresada ante el sexo. No lo hizo aquella vez. Me pidió tiempo. La próxima
semana, dijo, y me citó en el Café la Selva del centro de Tlalpan. Me
pidió llevara a mi novia.
Así que la próxima semana
entre de la mano de mi novia al Café La Selva y allí estaba Valera. Con una
mujer a su lado. ¡Una mujer! ¡Con Valera! No era una belleza de mujer (dudé que
fuese una mujer), pero al menos era un ser humano. ¡Con Valera! La presentó
como Gertrudis, su novia. ¡Su novia! ¡De Valera! Ignacio no perdió el tiempo ni
despreció mis consejos. Se envalentonó y ligó una… mujer (?). Gertrudis era
horrible. Dientes chuecos. Estrabismo. Piel ceniza. Obesa. Con verruga en la
mejilla. Así que aquí perdiste tu virginidad, dije, y todos enmudecieron.
Valera, Gertrudis y mi novia. No era el tipo de comentario que hace un amigo
cuando te presenta a su mujer. Pero yo ni siquiera estaba seguro que Gertrudis
fuese una mujer. Al final todos estallamos en risa. Luego de un incómodo
silencio soltaron la carcajada. Después de reír hubo otro silencio donde todos
nos miramos y luego reímos de nuevo. No sabíamos exactamente de qué.
Valera nos contó la historia:
conoció a Gertrudis en el trabajo. Recién ingresó a laborar al almacén.
Era la chica nueva. Cuando
nos miramos lo supimos de inmediato, dijo Valera. Mostré mis poemas a Gertrudis
y cayó redonda (aquí la abrazó). Gertrudis asintió. ¡Eso, pensé, qué idiota he
sido! Los poemas de Valera son tremendos. Enamorarían a la mujer más fría del
planeta. Si alguna mujer leyera los poemas de Valera antes de mirar su rostro,
quizá, sólo quizá, pero un quizá es demasiado en el caso de Ignacio, podría
enamorarse y restar importancia al aspecto físico del poeta. Sí, señor, pensé,
eso es lo que haré para salvar a Valera de las pezuñas de esta cerda. Se lo
diré en otra ocasión.
Pero las cosas no resultaron
así. Después de acostumbrar mis ojos al horrible espectáculo que representaban
juntos, me sensibilicé. Lo comprendí: si Valera era bello en el fondo,
Gertrudis podía serlo también. Apuesto que ella antes de Ignacio sufría del
mismo mal: virginidad perpetua. Sí, me lo pensé mejor. Mi perspectiva cambió y
comencé a mirarlos con cariño. Minimicé sus defectos físicos y logré ver en
ellos a la hermosa pareja de enamorados. Se los dije. Les dije: son la pareja
más bella que he mirado jamás. Mi novia me tomó de la mano y estuvo de acuerdo.
Ya no le asqueaba la presencia de Valera. Eran dos almas, dos verdaderas almas
amándose más allá del cuerpo. Un amor que no podía ser sino noble y
sincero.
Las mujeres nunca seran capaces de quitar la coraza de bestia que las almas nobles cargan encima, y siempre se estrellarán con las verdaderas bestias abominables que se enfundan en un noble atuendo. Lo que esta quí escrito, señor Petrozza, es realidad y solo eso.
ResponderEliminarBeautiful
ResponderEliminarPetrozza eres tremendo. Sacas unas historias... hasta de debajo de las piedras.¡Increíble! Conocí a alguien similar que vino a la casa a hacer una instalación, todavía recuerdo el revuelo que se armó, deseando que todo saliera bien para que... no tuviese que regresar. Es
ResponderEliminardifícil.Un mónstruo, y nos preguntábamos cómo llegó ahí, y si pudiera no salir más de un escondrijo.¡ Petrozzaaaaa baarbarooo!
Maravillosa historia, me ha gustado mucho !!!! como todas pero esta tiene un toque de tristeza y de encanto unico!!!
ResponderEliminarMartin te fajaste... muy buen texto...
ResponderEliminarCuando mis palabras basculen en igualdad con la misma palabra de mi corazon y sentimientos, me preocupare por poner acentos. De momento en cada texto, como en cada armonia bien escrita, tan solo marco el silencio, que de lugar a la reflexion, en aquella a lo que crees cumbre de tu composicion...
ResponderEliminarTenia tiempo ke no leia una historia , envolvente , la recomiendo lml,
ResponderEliminarEsta de puta madre!!!!!!!!!!!! pobre Valera hasta me encariñe con el!!!!!!!! sigue escribiendo Petrozza
ResponderEliminarOye tío, antes de terminar la historia estaba pensando en mandarte la dirección de una chica que es lo equivalente a él pero en mujer, quizá puedas añadirla a la lista de espera para Valera
ResponderEliminar¡Un texto de puta madre!
Martin, me ha gustado horrores, Juan Ignacio el ñoño del orden, el feo del corazón noble y la virginidad, esa estigma del que uno quiere deshacerse pronto, en fin, logras hacer de algo triste una sonfonía del espanto, después de todo algunas imperfecciones mezcladas de manera correcta, llegan a una perfección indecente. "Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble" (Mario Benedetti).
ResponderEliminarBusncado una foto de un whisky en las rocas, encontré tu historia que me ha parecido mas que excelente =)
ResponderEliminarkaren gzz
Genial. La historia es genial. Saludos.
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